Es más fácil concertar tomar el té con el presidente de una telefonía, reclamarle una falla en el
servicio y terminar abrazados intercambiando aplicaciones a través de Bluetooth, que pedirle un favor a mi hermano. Pablo es de las personas que no soportan que se le pida nada. De los que ante la duda suspiran con antelación. Ya desde chicos, me descolocaba su falta de solidaridad hasta por la más
mínima pavada: ¿Pablo, le pones la cabeza que le guillotinaste a mi muñeca? Nada. Aunque no este ocupado con un qué hacer, él necesita de unos momentos para
practicar una especie de ritual del cuerpo, que lo estimulen a sintonizarse con
una fuerza del más allá y así, arrancar los atrofiados motores de su fofa
voluntad. Ayer después de que Florindo se fuera a la “guarida con la jermu”,
llamé a mi mamá. A veces pienso que ella tranquilamente podría estar
plastificada en las estampitas acariciándole los rulos a San Expedito. Tiene
el don de armar frases taladrantes capaces de exacerbar hasta a un monje
Tibetano. Por eso, decidí explotar su capacidad, pidiéndole que intercediera
por mi causa justa y terminar de una vez por todas con esta "Calefodisea". El "Mamácenter" funcionó exitosamente: conseguí que Pablo viniera a la tarde, (también logré que en estos días mi mamá se auto-invitara para “echarme un vistazo”.
Supongo que quiere decir, que va a pasar un rato para asegurarse que tenga
suficiente agua y luz para la fotosíntesis). El calefón ya funciona correctamente. Por otra parte Pablo me comentó que, Juan, su mejor amigo de la infancia se separó de la
mujer. A pesar de que hace tres días me revolotean en bandada un sinfín de
moscas, y que ya hace unos diesiséis olvidé
el olor de los árboles, no pude evitar sonreírme por la noticia.
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