miércoles, 22 de agosto de 2012


Rebeca hablaba en serio. No debería estar asombrada, al contrario, tendría que haber imaginado lo que se traía entre las garras. Lo que no pensé es que iba a tener visitas tan pronto.
Ayer, la compañía de Juan me dejó fuera de combate. Durante las dos horas que pasamos juntos no volvimos a tocar el tema de mi agorafobia. De hecho no hubo tiempo para hablar de nada; solamente intercambiamos dos o tres palabras cuando nos sentamos en el sillón para desentumecernos con la televisión; “cambia” y “deja acá” fueron las muletillas más usadas. Pareciera que entre nosotros hay un acuerdo silencioso. Los dos sabemos bien que estamos colaborando en la misma causa; una causa gratuita y sin fines de lucro. Llegada la hora de la cena, le sonó el celular, se cambió delante de mí, y nos despedimos sin darnos ninguna explicación. No hacía falta, ya nos la habíamos dado. 
Me quedé dormida en el sillón y me desperté por el peso de Capitán en mis piernas. Me dio ternura descubrir que Maxi me había tapado hasta la cabeza con su acolchado de la infancia; había vuelto tarde y se había levantado temprano para disfrutar la luz del día. Lo encontré en la cocina; ya había desayunado y estaba leyendo el diario. Fue solidario por conveniencia. Tostó el pan integral, calentó en el microondas una taza con café con leche y durante todo el desayuno me habló de Mandy. Está preocupadísimo por el próximo evento: el cumpleaños de ella. Demandó toda mi atención; me asustó cuando me hizo soltar el cuchillo untado con manteca con un golpe seco para apretarme las dos manos. Con los ojos llorosos me pidió que lo asesorara con el regalo de cumpleaños. Sin despegar los ojos de las baldosas repitió que “estaba desesperado” y concluyó el pedido con un “no quiero decepcionarla”.
Una mirada rápida y superficial encallarían a Mandy en lo común. Así fue la mía al principio; me da un poco de culpa haber pensado que su cerebro podría compararse con el de una ameba, pero las pocas veces que la vi noté ciertos detalles estereotipados: los mechones rosas que habían quemado su pelo rubio natural, las minifaldas con telas estampadas o las plataformas altas decoradas con un strass relampagueante. Estaba errada. De ahora en adelante me prometí darle un buen trato. Lo que sí de ninguna manera voy a poder soportar es su adictiva tendencia al spanglish; esa manera natural con la que alterna libremente las palabras en castellano con un inglés pomposo, puramente decorativo. Mandy no es ninguna tonta. Maxi me explicó que tiene su propio local de ropa en Barrio Norte, que aparentemente le va muy bien y que con el dinero que gana ayuda a sus padres y a sus hermanos. La descripción positiva sobre ella hizo que retirara todas las conclusiones negativas y desacertadas. Tiene mi total apoyo: es una mujer que disfruta de sus logros y sus resultados, que sabe disfrutar el dinero y la independencia que este le confiere. Me parece que precisamente eso es lo que le provoca pánico a Maxi. Por ahora llegamos a pocas conclusiones para su regalo: ropa no.
El timbre sonó una vez. Maxi atendió malhumorado; tapó el auricular con la mano y me susurró que en la entrada había un médico. Subió y lo recibí amablemente. Era un púber. Tenía puesto un guardapolvo blanco; que, más que un médico, lo hacían parecer un gnomo fugado de una escuela pública. Me dio la impresión de que su barba debía haber sido un tema central en su adolescencia y en su madurez; en la pera y en las comisuras de la boca se le asomaban tres pelos desérticos y ennegrecidos como clavos pinchosos. Fue una visita breve; creo que se apuró porque se sintió avergonzado cuando del portafolio azul extrajo los papeles reglamentarios junto con un cómic de los X-men. Me hizo las preguntas de rutina; charlamos sobre mi trastorno de ansiedad, y me dio una tarjeta con un número de teléfono para que concertara un turno con el psiquiatra. Nos despedimos, pero volvió a subir porque se había olvidado la campera.  
Retrasé la llamada al centro médico lo más que pude. Mi orgullo me forzaba a rebelarme ante Rebeca, pero desistí rápidamente. Tenía que actuar con cautela. Realmente desconozco hasta dónde estará dispuesta a llegar para perjudicarme; de hecho no me extrañaría que la víbora cascabel ya estuviera enterada de que recibí al gnomo inexperto, y de que finalmente llamé al psiquiatra para acordar un turno. Tengo que ir el viernes a las 11:00 hs.