miércoles, 15 de agosto de 2012


Pasaron cuarenta y tres horas horas con treinta minutos desde que lo vi acomodarse el cuello arrugado del sobretodo negro, y cuarenta y tres horas con cuarenta minutos desde que nos atolondramos en el hueco del pasillo, para completar la última sesión de besos antes de despedirnos.  
Creo que no debo ser la única que llora por tener un celular desértico. Es triste. Lo inspeccioné minuciosamente cada cinco minutos y no tenía rastros de llamadas perdidas. No mandó ni un mensaje; ni un mísero emoticon con una rosa marchita. Me da vergüenza admitirlo; llegué a convencerme de que debía de haber algún motivo desconocido que justificara su desaparición. Y lo encontré sin esfuerzos: estaba segura de que había una falla generalizada en el servicio de telefonía. Decidida a poner fin a este martirio, me comuniqué con mi empresa. Estuve ejercitando mis dedos por más de una hora. Presioné números, asteriscos y numerales, cuando  finalmente pude dar con la teleoperadora. Una chica con una tonadita cordobesa que se presentó con el nombre de Julieta, se ofreció a ayudarme, y rápidamente la inundé con las consultas que había anotado previamente: 

1) Si el servicio funcionaba correctamente.
2) Si el pago de este mes había sido transferido en tiempo y forma.
3) Si mi número no estaba siendo víctima de alguna especie de
intervención. 

Contestó las dos primeras preguntas con afirmaciones secas y burlonas. 
El tercer ítem no recibió ninguna atención, en cambio, fue reemplazado por un silencio prolongado que me desalentó. Pero fui valiente. Taché las opciones con tres líneas que se extendieron de margen a margen, y encerré la última hipótesis con una gran elipse. Era la más sólida de las cuatro. La escuché despedir unas bocanadas dramáticas y luego soltó un bufido que me forzó a despegar la oreja del auricular. Su descargo robótico y monótono me llegó desde la distancia:
 - No, Señora. Debería recibir las llamadas sin problemas. No interesa 
   si su pareja y usted no comparten la misma empresa. Probablemente
   no la llamó. Siga esperando.
La detesté. Tenía ganas de componer un "Arroz con leche'' monofónico con las teclas del aparato, y dejarla completamente sorda. Reconozco que no fue una pregunta brillante, pero ella no tenía derecho a juzgarme. Se había ofrecido a prestarme su ayuda. Y al contrario, hizo que me sintiera peor. Julieta me confío que el 35% de las llamadas que suele recibir son de mujeres desesperadas que culpan a la empresa de sus fracasos amorosos. Malhumorada terminé disculpándome y corté. 
Una hora después mi hermana me llamó para recordarme que mi línea funcionaba igual que siempre. Se invitó a mi casa, y nos amenazó con una ''sorpresita" que "podía ser de gran ayuda". Media hora después, llegó junto con Ariel, y tres colchonetas plegables de color azul bajo el brazo. ML, me obligó a vestir un conjunto de gimnasia y a dibujar mi mejor cara de felicidad. Lo mismo hizo con Maxi, que tuvo que abandonar su esperado momento de ocio, para unirse al grupo espiritual.
La verdad es que la sorpresita era una cagada. Los tres terminamos revolcándonos en el piso imitándolo a Ariel, que parece que además de geólogo es maestro de yoga. No sé si los ejercicios de respiración o la famosa pose del árbol son realmente efectivas para combatir la agorafobia, pero puedo confirmar que, por un rato, ayudaron a que me olvidara de Juan