jueves, 13 de septiembre de 2012


El sábado tenemos visitas. Eso es lo que me confirmó Maxi cuando me llevó a nuestro bar para endulzar nuestras penas con dos porciones de torta de manzana y dos capuchinos, después del doble tour en el 53: Justo, su papá, va a venir de Pehuajó a inspeccionar unas maquinarias que la semana pasada encargó, por teléfono, a una fábrica de Devoto. Como son pocos días, convencí al desalmado de Maxi para que no lo despachara en un hotel como siempre suele hacer en sus visitas esporádicas. Se va a quedar con nosotros y en teoría, se iría a su pueblo el lunes por la mañana. Pero hay un pequeño detalle que Maxi me escondió: Justo no sabe que su hijo está trabajando de mozo; cuando mi amigo se quedó sin trabajo, su papá intentó convencerlo para que volviera a Pehuajó para trabajar en la imprenta familiar, pero Maxi se negó, diciéndole que había conseguido un puesto como administrativo en una biblioteca pública. A su progenitor la novedad lo puso tan contento que volvió a enviarle, a modo de felicitación, algún que otro dinero para que se lo gastara a su antojo. No hay otra palabra para describir la farsa que montó Maxi: es un fraude; pero es un fraude entendible. Si Justo se enterara de que su empleo es falso, se lo llevaría a rastras; al menos eso es lo que pasó hace unos años cuando descubrió que su hijo había dejado la facultad de cine que él estaba pagando con sudores y lágrimas, y que sólo invertía su tiempo trabajando de lunes a domingo caramelizando pochoclos en una importante cadena de cines. Hoy va a rogarle a su gerente que le cambie los horarios nocturnos que le tocaron para este sábado y domingo, y si la estrategia no funciona, tiene decidido hacerse pasar por enfermo.
A las cuatro nos despedimos en la en la esquina, y volví sola al edificio. Como si algún titiritero estuviese moviendo nuestros cuerpos con una tanza, para fastidiarme, en el hall del edificio me encontré con las dos personas que encabezan mi lista personal de los seres más detestables del planeta tierra: uno de ellos era Florindo agachado con los pantalones bajos, mostrándome el inicio de la raya de su cola, oscurecida y peluda, mientras aspiraba con un aparato antiquísimo y ensordecedor, las pelusas descomunales y acolchonadas que estaban comenzando a cubrir el recibidor como un castillito inflable. Y el otro ser horrible y desgraciado, era Nacho que hacía que esperaba el ascensor, o mejor dicho, me estaba esperando a mí para que subiéramos juntos en el ascensor estacionado en la planta baja. De tanto esperar se había momificado, parecía estar ahí desde hacía bastante; se dormía parado y cuando se dio cuenta de que era yo la que estaba atravesando la puerta de entrada, cabeceó, irguió su cuerpo curvado y se descruzó los brazos. Tanto teatro fue inútil. Yo había visto el ascensor desde la distancia, alumbrándole la cara. Pensé en subir por la escalera, pero me pareció injusto. No iba a ser semejante sacrificio para evitarlo. Me decidí a afrontar maduramente este cambio repentino en nuestra relación. Nos saludamos pacíficamente como dos buenos vecinos; abrió la puerta de madera y descorrió la plegable. Fue caballerísimo; con un gesto de su mano me invitó a pasar primera. Cerró las dos puertas, marcó el noveno piso y con una distancia abismal, nos apoyamos en las paredes de acero mirando hacia el frente. Durante el ascenso no lo espíe, no sentía curiosidad, al contrario, me sentía indiferente. Me dejé embobar por las paredes húmedas y los pisos que despedíamos a medida que nos elevábamos. En cambio, sentí que los ojos de Nacho intentaban salirse de sus cuencas para mirarme de reojo. Y fue así, porque al llegar a nuestro piso, cuando quise descorrer la reja plegable, Nacho detuvo el trayecto de mi mano en el aire. Lo miré indignada. Él me miró con tristeza, y de pronto se acercó. Vi como su labio superior se superponía con el inferior, aplastados y desnutridos, uno encima del otro. Lo sentí vulgar; estaba intentando besarme y veía sus movimientos en cámara lenta. Descorrí la boca a tiempo y salí. Él se quedó parado dentro del cubículo iluminado cenitalmente por la luz dicroica, con los brazos muertos sobre sus caderas. Sin lugar a dudas era la imagen de la desolación. Pareció una despedida programada; las líneas salieron naturalmente, como si un libretista las hubiera repetido en mi oído a través de una cucaracha invisible. Pero la verdad es que nunca en mi vida fui tan espontánea y precisa:
 - No tendremos París, pero siempre tendremos una terraza. Nos vemos,  
   “Sin Cara”.
Me di media vuelta, superada o intentando serlo, y cerré la puerta sin mirar atrás.