No esperaba ninguna de sus visitas. Todo pasó muy rápido, de manera irreal e impredecible. Estuve desde las 11 am hasta las 19 pm recostada de manera horizontal, sobre la superficie de mi cama, haciendo la plancha como un Flota Flota de segunda marca. Solamente me levanté tres veces: para cocinarme un revuelto gramajo con las sobras mohosas que hace días me daba pena tirar, para rescatar, del hocico de
Capitán, el moñito rosa que le desmenuzó a una de mis pantuflas originales de la tienda de
Kitty y por último para chequear los mensajes privados que, Nicolás, nunca respondió. Hasta que sonó el timbre. Si hubiese sabido que era él, antes de atender, me hubiera lijado las dos manos con las ranuras del palo para amasar ñoquis, hasta dejarlas pendiendo inertes de cada articulación.
Apenas levanté el auricular y escuché la voz de Martín, sentí que el corazón me
iba a explotar. Al mismo tiempo que pensaba una excusa coherente para no
dejarlo pasar, a lo lejos, oía los alaridos agudos de Florindo que muy campechanamente lo saludaba una y otra vez. Como de repente dejé de escuchar sus voces, corrí a salvar mi dignidad de la única
manera que se me ocurrió: parecer salida de la ducha; terminé remojándome el pelo en la bacha de la cocina y arremolinándome una toalla, como
un turbante aladinesco, sobre el pelo. En los cuatro minutos que duró su viaje ni siquiera
tuve tiempo a cambiarme la remera de E.T negra y de mangas largas que me bamboleaba, como una sotana, hasta las rodillas. Se me desinfló el corazón cuando tocó la puerta con nuestra clave: tres golpecitos seguidos con el ritmo del Cha Cha Chá. Le abrí la puerta y me morí: estaba hecho un
harapo. Tenía el pelo más claro y se le estaban asomando sus primeras canas.
También se había dejado crecer un poco más la barba. Nos miramos y nos abrazamos. Mientras
acariciaba a Capitán y le mostraba su nuevo juguete, “La Coca Chillona”, (es
igual al otro pero en rosa), huí a la cocina a vaciar del filtro de la cafetera Volturno, la borra petrificada y también, a ocultar la inestable torre de platos que hace días vengo apilando exitosamente a modo de Jenga. Cuando le alcancé el café embarró todo:
- Estás
hermosa.
Él sabía que no era así; porque yo no podía
dejar de ocultar con la taza la cara descascarada del extraterreste ochentoso que llevaba plastificada en el pecho. Y siguió:
- Te
extrañaba. Hace tiempo que quería saber cómo estabas.
Mientras me hablaba, no podía dejar de mirar su
sonrisa. Ni tampoco podía evitar seguir los movimientos de su mano;
se rascaba la pera de la misma manera exagerada que siempre. Nos sentamos en el
sillón y encendí un sahumerio. La conversación había llegado al mismo tono
familiar que ambos conocíamos. Nos quedamos en silencio mirando por el balcón. Disimuladamente o no tanto, Martín, intentaba acercarse cada vez más a mí. Pero evitamos el error. Afortunadamente sonó el timbre. Me levanté de un saltito y
me fugué a la cocina. Le habilité el portero a Maxi y subió directamente.
Cuando se vieron, se fulminaron con la mirada. Martín se puso la campera y se despidió. Después de que Maxi me taladrara la cabeza con un interminable discurso en contra de Martín, me terminó confesando el motivo de su visita: como el quince de Julio se le vence el contrato de alquiler, y en este momento no puede renovarlo, fantaseó con que sería una buena idea venirse a vivir conmigo. Para reforzar su plan, sacó un papel doblado en ocho partes, tratando de convencerme con los pros de la
propuesta. Le dije que lo iba a pensar. Pero la verdad, en este
momento de mi vida, lo que menos necesito es un Homo Erectus que se pasee desnudo y se amase el bóxer en cada ambiente de mi casa.