Ayer a la noche no cenamos juntos. Desde mi habitación pude escuchar el timbre dos veces. Volvió unos minutos después, y supuse que tenía intenciones de enmendar lo que sus palabras de ogro habían machacado. Quería desestabilizarme con el único arma que sabe que suele funcionar conmigo: un banquete. Pero todavía estaba enojada. Tardó demasiado en darse cuenta. Por eso, cuando me llamó apagué el televisor y no le contesté.
Hoy me quedé
hibernando en mi refugio. Vi su débil sombra de Nosferatu reflejarse cuatro
veces por debajo de la puerta de mi cuarto. Los truenos contribuían al suspenso. A la quinta no pudo
resistirse más y aporreó la puerta salvajemente hasta que se abrió sola. Sin
pedir disculpas, entró hecho un remolino, y se sentó en medio de la cama
matrimonial para examinarme. Me sentía como una enferma terminal. Se acomodó de
espaldas a la pantalla para acaparar mi visión, e intentó formular una disculpa
directa:
- Tenés que salir. Cambiate y cruzamos.
Le corrí la cara
con la mano y lo alejé de mi vista. De reojo pude ver que sus cejas espesas se
le transformaban en dos paréntesis recargados, dándole a su cara cierto aire caricaturesco.
Más que asustarme me dio gracia, la conocía de otros capítulos anteriores: era
su intento de mirada de la muerte. Se levantó, subió la persiana, y mientras
daba un eterno resoplido, apagó el televisor. Me tiró la campera negra de polar, un
corpiño blanco del sillón, me revoleó una calza negra directamente al centro
de la cara, y se lo solté:
- No puedo.
Le tuve que contar
lo que había pasado en el baño. También le conté acerca de la peligrosa
variación de Clara, y usé la misma metáfora ridícula del coco, para hacerle
entender la gravedad del ejercicio: primero tenía que acostumbrarme a la parte áspera
y peluda del exterior, para llegar a disfrutar la primera capa comestible. Lo
más importante llegaba después de atravesar todo lo anterior: el jugo. El
viernes pasado, cuando la escuchaba, me moría de ganas de revolcarme de la risa
sobre su fino porcelanato y su pequeña alfombra de animal print, pero fui
consciente; tenía que estar concentrada en mantener una tristeza sincera por lo
de la fuente. El tema del angelito todavía ardía. Cuando Clara concluyó su
explicación, dejé de reírme: llegar al bar de la esquina y lograr sentarme en una
mesita de afuera, era la parte áspera y fea. Acostumbrarme al ambiente, era la
primera capa comestible. Al jugo dulce solamente iba a llegar con el tiempo. El
día que pudiera entrar al bar sin sufrir un coma en el intento.
Lo entendió y no le dio importancia. Se
portó como hubiese sido otra persona; Laura, por ejemplo:
- Ahora llueve, y es tarde. Pero mañana vas a
bajar conmigo.