jueves, 2 de agosto de 2012



Ayer a la noche no cenamos juntos. Desde mi habitación pude escuchar el timbre dos veces.  Volvió unos minutos después, y supuse que tenía intenciones de enmendar lo que sus palabras de ogro habían machacado. Quería desestabilizarme con el único arma que sabe que suele funcionar conmigo: un banquete. Pero todavía estaba enojada. Tardó demasiado en darse cuenta. Por eso, cuando me llamó apagué el televisor y no le contesté.
Hoy me quedé hibernando en mi refugio. Vi su débil sombra de Nosferatu reflejarse cuatro veces por debajo de la puerta de mi cuarto. Los truenos contribuían al suspenso. A la quinta no pudo resistirse más y aporreó la puerta salvajemente hasta que se abrió sola. Sin pedir disculpas, entró hecho un remolino, y se sentó en medio de la cama matrimonial para examinarme. Me sentía como una enferma terminal. Se acomodó de espaldas a la pantalla para acaparar mi visión, e intentó formular una disculpa directa:
 - Tenés que salir. Cambiate y cruzamos.
Le corrí la cara con la mano y lo alejé de mi vista. De reojo pude ver que sus cejas espesas se le transformaban en dos paréntesis recargados, dándole a su cara cierto aire caricaturesco. Más que asustarme me dio gracia, la conocía de otros capítulos anteriores: era su intento de mirada de la muerte. Se levantó, subió la persiana, y mientras daba un eterno resoplido, apagó el televisor. Me tiró la campera negra de polar, un corpiño blanco del sillón, me revoleó una calza negra directamente al centro de la cara, y se lo solté:
 - No puedo.
Le tuve que contar lo que había pasado en el baño. También le conté acerca de la peligrosa variación de Clara, y usé la misma metáfora ridícula del coco, para hacerle entender la gravedad del ejercicio: primero tenía que acostumbrarme a la parte áspera y peluda del exterior, para llegar a disfrutar la primera capa comestible. Lo  más importante llegaba después de atravesar todo lo anterior: el jugo. El viernes pasado, cuando la escuchaba, me moría de ganas de revolcarme de la risa sobre su fino porcelanato y su pequeña alfombra  de animal print, pero fui consciente; tenía que estar concentrada en mantener una tristeza sincera por lo de la fuente. El tema del angelito todavía ardía. Cuando Clara concluyó su explicación, dejé de reírme: llegar al bar de la esquina y lograr sentarme en una mesita de afuera, era la parte áspera y fea. Acostumbrarme al ambiente, era la primera capa comestible. Al jugo dulce solamente iba a llegar con el tiempo. El día que pudiera entrar al bar sin sufrir un coma en el intento.
Lo entendió y no le dio importancia. Se portó como hubiese sido otra persona; Laura, por ejemplo:
 - Ahora llueve, y es tarde. Pero mañana vas a bajar conmigo.