miércoles, 8 de agosto de 2012

Fui una estúpida. No hice el ejercicio de hoy, porque preferí quedarme en mi casa esperando su llamada "para atenderlo más tranquila". Y, Juan, jamás me llamó. Aunque más estúpido fue mi arrebato. En ese momento no tuve piedad, ni tampoco lo lamenté: aplasté todas las burbujas con entera pasión y dedicación. Los resultados fueron óptimos; ninguno de los globitos del protector plástico que, recubría la tapa del centro musical de Maxi, logró sobrevivir. Hacía tiempo que no masacraba una plancha de burbujas con tanta necesidad. De hecho, no tenía intenciones de comenzar ningún tiroteo, pero estaba ansiosa. Corrijo. Estaba desesperada por tener alguna señal de él. Y no me pude contener: los dedos, índice y pulgar, encerraron, muy lentamente, el primer globito hasta hacerlo reventar. Fue un ¡paffff! suave y esponjoso, que flotó en el aire durante un tiempo exagerado. Seguidos, otros dos ¡pafffs! impactaron con la misma cadencia sonora. Fue terapéutico; me sentía menos impaciente. Pero no terminó ahí... Todo empeoró cuando me di cuenta de que, el encuentro reciente, podía llegar a ser analizado con una perspectiva decadente: ¿me pidió el número de teléfono por compromiso?, ¿por qué no me ofreció el suyo?, ¿inventó la reunión con el "importante cliente" para poder escapase más fácilmente de mí?, ¿olfateó un deseo sexual excesivo? La impaciencia me desbordó, y mis dedos se apelmazaron sobre el plástico para acribillar el aire con unos continuos y secos ¡pafpafpafpafpafpafpafpaf! No me bastó: después de usar los diez dedos, me ayudé con los puños, y logré una sincronía perfecta de pequeños estallidos, que terminaron conformando el gran ¡ppppppaaaaaaffffff! colectivo. Detuve la sinfonía cuando escuché que tocaban la puerta. La atendí tan malhumorada que, con un intercambio de miradas, bastó para que comprendiera que, hoy, el vídeo club estaba de paro. No le importó; avanzó hasta el living y se dejó caer hecha un bollo en el sillón. Le ofrecí un vaso con gaseosa y le encendí la televisión. Cuando pude concentrarme en la entrega del día, y olvidarme de Juan, Sofía, quebró con su pregunta inoportuna el armonioso silencio:
 -Fer, ¿vos crees que Dios lo ve todo?  
Arrastré hacia atrás los pies y  tomé impulso. Dejé que la silla me acercara hasta donde estaba ella. De a poco, Sofía, fue asomando su cuerpo tras el respaldo del sillón. Estaba confundida, y sus ojos almendrados parecían buscar entre los míos una respuesta esperanzadora:
 -No, a veces debe dormir.
Sofía me sonrió. Antes de que pudiera acotar algo más preciso, Maxi, que acababa de llegar del trabajo acompañado por  Marianela (o Mariela), interrumpió nuestra charla a los gritos.