sábado, 1 de septiembre de 2012

Ayer tardó tanto que llegué a detestarlo. Eran las 23:00 hs y no aparecía. Y claro, confiados en que nuestros departamentos estaban pegados uno al lado del otro no nos habíamos intercambiado los celulares. La noche se había vuelto una tragedia para mí, y una comedia para Maxi que pegaba una risotadas estúpidas mientras yo me sumergía cada vez más en la cuerina del sillón y en las grasas saturadas de las dos variedades de bolsas de papas fritas que tenía sobre mi panza. Mandy intentaba controlarlo, pero él seguía picaneándome con su estupidez. Todavía seguía algo resentido por lo del maniquí. 
Olga, que estaba hipnotizada con los programas de cocina, no me llevó el apunte cuando le dije que iba a salir, y tampoco le llamó la atención que, después de cuatro horas de habérselo dicho, todavía estuviera a unos metros suyos recostada en el sillón. No se había movido en toda la tarde de su lugar. Seguía sentada sobre dos sillas unidas (en una no le entra el cuerpo), pegada a la pantalla del televisor. 
A las 23:30 Olga comenzó a cabecear y a repetir recetas de cocina entre sueños. La desperté y le cedí los derechos del sillón. Era el fin. Me encerré en el baño y clausuré la noche, como siempre suelo hacer cada vez que algo sale mal: me limpié el maquillaje. De la  bronca, cuando me lavé la cara y me quité los restos con unas tiras deshilachadas de papel higiénico barato y áspero, se me levantó la piel del cachete izquierdo, dejándome una aureola fucsia, como las que tienen pintadas esas muñecas peponas gigantescas y mullidas. Colgué en el guardarropa la remera ancha color peltre y plateada; me senté en la cama para tironear violentamente de las calzas negras y labradas, que cayeron en un vuelo furioso al otro lado de la habitación, y me vestí con un short veraniego y una remera-pijama rojo tomate con la temible cara del Tiranosaurio Rex de Jurassic Park. Me lavé los dientes con bronca y me sangraron las encías. Veinte minutos después estaba en la cama tapada de pies a cabeza. Cinco minutos después Mandy tocaba la puerta de mi habitación con un tono de hermana mayor acaramelado y amable:
 -¡Gordiii! Levantate, preciosa. Está el vecinito. 
Me quería morir. Salté de la cama como un resorte, me tapé el cachete con la mano y llegué a la puerta de la entrada haciendo temblar el aire con mis pasos embravecidos. Nacho estaba apoyado en el marco de la puerta. Cuando me vio llegar, la cara se le transformó repentinamente en un signo de interrogación. Con una voz despreocupada le dije que estaba durmiendo. Sacudió la cabeza en ambas direcciones y levantó las manos a la altura de los hombros para pedir una explicación:
 - ¿Por qué?
Lo odié. Era evidente:
 - Es tarde, el bar cerró.
Nacho sacudió la cabeza y se empezó a reír. Avanzó hacia mí y me hizo retroceder; como sabía que Maxi y Mandy estaban escuchando la conversación, me susurró pausadamente al oído:
 - ¿Y quién te invitó a un bar?
Era verdad. ¿Quién había hablado del bar? Laura y yo. Me pidió con un tono conciliador que me fuera a cambiar y me dio un beso en la mejilla.
Mandy me ayudó a taparme la aureola rosada con una base que se había hecho traer de Europa. En el reverso del envase la crema notificaba que tenía el poder de remover superficialmente los tatuajes indeseados. Mi marca reciente se fundió con la piel sana, y sin ese detalle estaba otra vez impecable.
Por mi cambio repentino de humor, lo encontré diferente. Me sentía seducida por el respeto que impartía su fisonomía y la forma en la que el jean azul le moldeaba la cola cuando distribuía el peso de las piernas sobre sus borcegos negros. Nacho me tomó de la mano y me llevó a las escaleras. Por cada escalón subido una ráfaga de aromas se entremetían en mis fosas nasales. Mi nariz de tobogán podía distinguir fácilmente las mezcla que llegaba como una sola: shampoo de bebé, tabaco y cuero nuevo.   
Me tapó los ojos con las manos y me hizo avanzar. La sorpresa había perdido su efecto apenas me invitó a subir por la escalera, pero de todas formas no manché sus buenas intenciones. Descorrió lentamente las manos. Y ahí estábamos. La terraza estaba iluminada por un farol de emergencia de luz blanquecina, que colgaba en un gancho de pared oxidado. La luz no llegaba a iluminar todo el cuadrado, los recovecos se perdían en sombras. Exactamente en el medio distinguí el tender reciclado que Nacho se había robado hacía algunos años y dos banquitos enfrentados. El tender estaba desplegado horizontalmente cumpliendo la función de mesita, exactamente igual que aquella vez que lo identifiqué en su pasillo. El mismo mantel blanco caía recto a los lados, y la picada que Nacho había preparado, se desparramaba ordenada en una tabla de madera mediana, que parecía estar apoyaba sobre una superficie sólida y plana. También había dos copas de vino vacías y un vino tinto de dos años de antigüedad sin abrir entre medio de ellas.
Hablamos. Comimos. Bebimos. Nos reímos. Señalamos tres estrellas fugaces derretirse en la oscuridad. Pero no había llegado lo mejor. Faltaba el final. Nacho se levantó de su asiento y desapareció en el pequeño cuartito de la terraza. Unos minutos después escuché unas pisoteadas rápidas e impacientes, y reapareció con una guitarra acústica roja cruzada por la espalda. Usó los dedos de su mano como una peineta y levantó dos de sus mechones negros delanteros en altura. El jopo lacio que intentaba semejar al del experimentado Elvis se derrumbó hacia el final de la primera canción. Me dio la impresión de que se desplazaba en la terraza con la misma facilidad que en los escenarios de los bares que debía visitar; paseó alrededor de mi banquito como si intentara enredarme en esas melodías simples y profundas que brotaban sin esfuerzo de sus dedos. Su voz grave y cálida, que no llegaba a alcanzar las vibraciones de su ídolo, había encontrado la manera de readaptar y complementar armoniosamente aquel estilo musical característico. Podía haber pasado horas escuchándolo, pero al tercer tema se detuvo. Quería una retribución a cambio. Estiró una gorra imaginara a un público imaginario, y cuando la gorra llegó a mí, tiré de su mano hasta acercarlo a mis labios. Lo único de valor que tenía para ofrecerle a cambio eran mis besos.