Ayer tardó tanto que llegué a detestarlo. Eran las 23:00 hs y no
aparecía. Y claro, confiados en que nuestros departamentos estaban pegados uno
al lado del otro no nos habíamos intercambiado los celulares. La noche se había
vuelto una tragedia para mí, y una comedia para Maxi que pegaba una risotadas
estúpidas mientras yo me sumergía cada vez más en la cuerina del sillón y en
las grasas saturadas de las dos variedades de bolsas de papas fritas que tenía
sobre mi panza. Mandy intentaba controlarlo, pero él seguía picaneándome con su
estupidez. Todavía seguía algo resentido por lo del maniquí.
Olga, que estaba hipnotizada con los programas de cocina, no me llevó el apunte cuando le dije que iba a salir, y tampoco le llamó la atención que, después de cuatro horas de habérselo dicho, todavía estuviera a unos metros suyos recostada en el sillón. No se había movido en toda la tarde de su lugar. Seguía sentada sobre dos sillas unidas (en una no le entra el cuerpo), pegada a la pantalla del televisor.
Olga, que estaba hipnotizada con los programas de cocina, no me llevó el apunte cuando le dije que iba a salir, y tampoco le llamó la atención que, después de cuatro horas de habérselo dicho, todavía estuviera a unos metros suyos recostada en el sillón. No se había movido en toda la tarde de su lugar. Seguía sentada sobre dos sillas unidas (en una no le entra el cuerpo), pegada a la pantalla del televisor.
A las 23:30 Olga comenzó a cabecear y a repetir recetas de cocina entre sueños. La desperté y le cedí los derechos del sillón. Era el fin. Me encerré en el baño y
clausuré la noche, como siempre suelo hacer cada vez que algo sale mal: me
limpié el maquillaje. De la bronca,
cuando me lavé la cara y me quité los restos con unas tiras deshilachadas de
papel higiénico barato y áspero, se me levantó la piel del cachete izquierdo,
dejándome una aureola fucsia, como las que tienen pintadas esas muñecas peponas gigantescas y mullidas. Colgué en el
guardarropa la remera ancha color peltre y plateada; me senté en la cama para
tironear violentamente de las calzas negras y labradas, que cayeron en un vuelo
furioso al otro lado de la habitación, y me vestí con un short veraniego y una
remera-pijama rojo tomate con la temible cara del Tiranosaurio Rex de Jurassic Park. Me lavé los dientes con bronca y me sangraron
las encías. Veinte minutos después estaba en la cama tapada de pies a cabeza.
Cinco minutos después Mandy tocaba la puerta de mi habitación con un tono de
hermana mayor acaramelado y amable:
-¡Gordiii! Levantate, preciosa. Está el vecinito.
Me quería morir. Salté de la cama como un
resorte, me tapé el cachete con la mano y llegué a la puerta de la entrada
haciendo temblar el aire con mis pasos embravecidos. Nacho estaba apoyado en el marco de la puerta. Cuando me vio llegar, la cara se le transformó repentinamente en
un signo de interrogación. Con una voz despreocupada le dije que estaba durmiendo. Sacudió la cabeza en ambas direcciones y
levantó las manos a la altura de los hombros para pedir una explicación:
- ¿Por qué?
Lo odié. Era evidente:
- Es tarde, el bar cerró.
Nacho sacudió la cabeza y se empezó a
reír. Avanzó hacia mí y me hizo retroceder; como sabía que Maxi y Mandy estaban escuchando la conversación, me susurró pausadamente al oído:
- ¿Y quién te invitó a un bar?
Era verdad. ¿Quién había hablado del bar? Laura y yo. Me pidió con
un tono conciliador que me fuera a cambiar y me dio un beso en la mejilla.
Mandy me ayudó a taparme la aureola
rosada con una base que se había hecho traer de Europa. En el reverso del
envase la crema notificaba que tenía el poder de remover superficialmente los tatuajes
indeseados. Mi marca reciente se fundió con la piel sana, y sin ese detalle
estaba otra vez impecable.
Por mi cambio repentino de humor, lo encontré diferente. Me sentía seducida por el
respeto que impartía su fisonomía y la forma en la que el jean azul le moldeaba
la cola cuando distribuía el peso de las piernas sobre sus borcegos negros.
Nacho me tomó de la mano y me llevó a las escaleras. Por cada escalón subido una ráfaga de aromas se entremetían en mis fosas nasales. Mi nariz de
tobogán podía distinguir fácilmente las mezcla que llegaba como una sola:
shampoo de bebé, tabaco y cuero nuevo.
Me tapó los ojos con las manos y me hizo
avanzar. La sorpresa había perdido su efecto apenas me invitó a subir por la
escalera, pero de todas formas no manché sus buenas intenciones. Descorrió
lentamente las manos. Y ahí estábamos. La terraza estaba iluminada por un farol
de emergencia de luz blanquecina, que colgaba en un gancho de pared oxidado. La
luz no llegaba a iluminar todo el cuadrado, los recovecos se perdían en
sombras. Exactamente en el medio distinguí el tender reciclado que Nacho se había
robado hacía algunos años y dos banquitos enfrentados. El tender estaba
desplegado horizontalmente cumpliendo la función de mesita, exactamente igual
que aquella vez que lo identifiqué en su pasillo. El mismo mantel blanco caía
recto a los lados, y la picada que Nacho había preparado, se desparramaba
ordenada en una tabla de madera mediana, que parecía estar apoyaba sobre una
superficie sólida y plana. También había dos copas de vino vacías y un vino
tinto de dos años de antigüedad sin abrir entre medio de ellas.
Hablamos. Comimos. Bebimos. Nos reímos. Señalamos tres estrellas fugaces derretirse en la oscuridad. Pero no había llegado lo mejor. Faltaba el final.
Nacho se levantó de su asiento y desapareció en el pequeño cuartito de la
terraza. Unos minutos después escuché unas pisoteadas rápidas e impacientes, y reapareció con una
guitarra acústica roja cruzada por la espalda. Usó los dedos de su mano como una
peineta y levantó dos de sus mechones negros delanteros en altura. El jopo
lacio que intentaba semejar al del experimentado Elvis se derrumbó hacia el final de
la primera canción. Me dio la impresión de que se desplazaba en la terraza con la
misma facilidad que en los escenarios de los bares que debía visitar; paseó
alrededor de mi banquito como si intentara enredarme en esas melodías simples y
profundas que brotaban sin esfuerzo de sus dedos. Su voz grave y cálida, que no
llegaba a alcanzar las vibraciones de su ídolo, había encontrado la manera de
readaptar y complementar armoniosamente aquel estilo musical característico.
Podía haber pasado horas escuchándolo, pero al tercer tema se detuvo. Quería
una retribución a cambio. Estiró una gorra imaginara a un público imaginario, y
cuando la gorra llegó a mí, tiré de su mano hasta acercarlo a mis labios. Lo único
de valor que tenía para ofrecerle a cambio eran mis besos.