domingo, 26 de agosto de 2012



Excepto por la noticia que me dio mi hermano sobre Juan, podría decirse que fue una despedida armoniosa. Todo fue gracias a Verónica, mi tía, y a mi prima Sabrina, que aplacaron de un hondazo los comentarios sulfatados de mi mamá. Quedó con la autoestima rota. 
La que motivó la reunión fue ML, porque, hoy domingo, se va a Mendoza junto con Ariel y no fijaron una fecha de vuelta. A Pablo y a mí nos confesó la verdad: lo propuso por una cuestión práctica; no tiene tiempo para visitar a cada uno por separado, y prefería abstenerse al lavado de cerebro inbancable de su madre sin nuestra compañía. Fui la última de la lista en enterarse del evento; y el viernes a la noche, por suerte, el plan me llegó organizado: nos reuníamos en mi casa, Ariel se encargaba de la comida, mi mamá del postre y la tía Verónica de las bebidas. El nombre de mi tía, flotó en mi cerebro durante varios minutos. No me lo creí, y tuve que hacérselo repetir cuatro veces, porque las carcajadas de mi hermana me desorientaron. Me contó que cuando volvió del viaje, nuestra prima Sabrina, que también es geóloga, la había contactado para juntarse, y nunca habían llegado a concretar el encuentro. A ML se le ocurrió invitarla y de paso, a Verónica. A la tía la invitó para hacernos la noche más ligera a todos nosotros; pensó que la presencia de una podía hacer callar la boca a la otra. Desde que mis papás se separaron se volvieron archienemigas: Verónica es la hermana de mi papá; y si bien en la juventud, entre ellas, existieron innumerables roces por tonterías como quién tenía el vestido más lindo, cuál de los hijos era el prodigio de la familia, o quién daba la mejor fiestita de cumpleaños, la rivalidad explotó el día que mi tía defendió con  uñas y dientes el romance de su hermano con la japonesa. De hecho, Verónica es la única que conoce personalmente a la señorita Woo, y por lo que tenemos entendido a pesar de que mi papá no se molesta en cruzar la frontera para visitarnos, Verónica y su familia todos los años pasan las fiestas en Montevideo con ellos dos. Pensamos que las diferencias culturales podían generar algunos vacíos entre Verónica y Woo, pero no. Se llevan increíblemente bien.
Como siempre la primera que llegó fue ML, cargando una pizzera con una larga pila de discos planos, envueltos en un film. A primera vista me habían parecido panqueques, pero un examen minucioso me demostró que la masa despedía un olor semejante al del pan y que, a la vista, la textura era algo acartonada y seca. Ariel trajo el relleno en una olla negra parecida a las que los dibujantes intentan hacerle usar a las brujas cachavachas en los dibujos animados. Era para alimentar a un batallón. Su inestable cuerpo raquítico hacía que la tapa de la olla se bamboleara en el aire. La apoyó sobre la mesada y con emoción me presentó el menú de la noche: pan Chapati y garbanzos. Olía riquísimo; el revuelto se convirtió un sahumerio especiado que perfumó la casa con un baile de sabores, y el pan que me robé para mentirle al estómago resultó suave al paladar y extremadamente vicioso. En los descuidos de mi hermana y mi cuñado, derrumbé tres pisos de la torre y engordé veinte kilos.
Mi tía y mi prima llegaron una hora después y se ubicaron en las sillas de la mesa del living; sorpresivamente Pablo y Mariana fueron los siguientes y por último llegó mi mamá. Se aniquilaron con la mirada desde que se vieron. Mi tía se acomodó en el asiento e hizo sonar las cadenitas de oro del cuello, en cambio, mi mamá apuntó directamente a su Talón de Aquiles, mi prima:
 - ¡Qué pena! Si hubiese sabido que éramos tantos hubiera comprado
    otro kilito de helado.
Se hizo un silencio incómodo. Nadie contestó. Le robé el helado y lo guardé en el freezer. De la variedad de oraciones malvadas que colecciona, fue lo peor que pudo haber dicho. Sabrina desde que es chica tiene algunos kilos extras que no tiene intenciones de perder, y Verónica nunca respetó su cuerpo. Durante años intentó cuidarlo obsesivamente como si fuera una extensión del suyo.
El plato fue un furor; lo mejor que comí en mucho tiempo. Mi prima impulsó con aplausos las felicitaciones al cocinero y todos la imitamos, menos mi mamá que se la paso revolviendo los garbanzos con desconfianza. Dijo que no tenía hambre, pero todos la vimos mordisquear dos discos de pan Chapati, una vez que los descuartizó y los desparramó por la mesa para ver de  qué estaban hechos.
Las culpas fueron repartidas. El primer error lo tuvo Pablo cuando, por distraído o tarado, le preguntó a Verónica por mi papá. Como no cabía esperar otra reacción, mi mamá, empezó a agitarse en el asiento. Y la tía, que se quería cobrar la deuda anterior, le contestó con la misma malicia. Le dijo que mi papá estaba maravillosamente feliz y que se lo notaba enamorado de su mujer como el primer día. Pareció que estábamos disfrutando de un partido de tenis, porque todos giramos la cabeza para no perdernos los instantes previos a la devolución de mi mamá. Se arregló el pelo inflado de extra de Hairspray y la saboteó:
 - Enamorado de la plata de la oriental. Igual que vos, “la amiga”. 
   ¡Qué Mentira! Vas a Montevideo porque tenés asegurado el bisturí
   gratis.
Lanzó una granada. Los pómulos de Verónica se saturaron de rojo, y se estancaron en el bordo. La coreografía fue perfecta. Todos giramos la cabeza hacia la cabecera, donde estaba sentada la tía:
 - Tenés envidia y querida, aunque te pese, mi amiga Woo con tu cuello
   podría hacer maravillas.
Giramos la cabeza por costumbre. Sabíamos que la pelota había picado dentro, pero también que había volado por sobre la tribuna. Mi mamá no podía disimular la vergüenza. Levantaba el mentón exageradamente para estirar algunos pliegues que caían en la parte alta del cuello. Se levantó y se fue al baño. No volvió a hablar durante el resto de la noche y se sentó apartada para escucharnos conversar.
Maxi llegó cuando comíamos el postre. A Sabrina le caía muy bien, porque cada vez que lo miraba se reía como una pava; más cuando se agruparon para jugar al Pictonary. Los dúos fueron mixtos y por sorteo: Mariana y Ariel, Verónica y ML, Sabrina y Maxi, y Pablo y yo. Nuestro dúo fue una vergüenza. No entendíamos nuestros dibujos y nos culpamos con bronca por el fracaso. Abandonamos antes de que la derrota fuera penosa. Igual, al rato, lavando los platos nos olvidamos. En ningún momento fui evidente, pero quise saber qué sabía de Juan; le pregunté si últimamente había hablado con él. Su respuesta fue como un hachazo en la frente:
 - Hace un mes. Comimos en la casa. Volvió con la mujer.
Me sentí protagonista de una novela del mediodía, pero sin ese flagelo cursi e innecesario. Busqué su nombre en el celular, le agradecí por las tardes que me hizo pasar y lo borré definitivamente.