Excepto por la noticia que me dio mi
hermano sobre Juan, podría decirse que fue una despedida armoniosa. Todo fue
gracias a Verónica, mi tía, y a mi prima Sabrina, que aplacaron de un hondazo
los comentarios sulfatados de mi mamá. Quedó con la autoestima rota.
La que motivó la reunión fue ML, porque, hoy domingo, se va a Mendoza junto con Ariel y no fijaron una fecha de vuelta. A Pablo y a mí nos confesó la verdad: lo
propuso por una cuestión práctica; no tiene tiempo para visitar a cada uno por
separado, y prefería abstenerse al lavado de cerebro inbancable de su
madre sin nuestra compañía. Fui la
última de la lista en enterarse del evento; y el viernes a la noche, por suerte, el plan me llegó organizado: nos
reuníamos en mi casa, Ariel se encargaba de la comida, mi mamá del postre y la
tía Verónica de las bebidas. El nombre de mi tía, flotó en mi cerebro durante
varios minutos. No me lo creí, y tuve que hacérselo repetir cuatro veces,
porque las carcajadas de mi hermana me desorientaron. Me contó que cuando
volvió del viaje, nuestra prima Sabrina, que también es geóloga, la había
contactado para juntarse, y nunca habían llegado a concretar el encuentro. A ML
se le ocurrió invitarla y de paso, a Verónica. A la tía la invitó para hacernos
la noche más ligera a todos nosotros; pensó que la presencia de una podía hacer callar la boca a la otra. Desde que mis papás se separaron se
volvieron archienemigas: Verónica es la hermana de mi papá; y si
bien en la juventud, entre ellas, existieron innumerables roces
por tonterías como quién tenía el vestido más lindo, cuál de los hijos era el prodigio de la familia, o quién daba la mejor fiestita de cumpleaños, la rivalidad explotó el día que mi tía
defendió con uñas y dientes el romance de su hermano con la japonesa. De hecho,
Verónica es la única que conoce personalmente a la señorita Woo, y por lo que
tenemos entendido a pesar de que mi papá no se molesta en cruzar la frontera
para visitarnos, Verónica y su familia todos los años pasan las fiestas en
Montevideo con ellos dos. Pensamos que las diferencias culturales podían
generar algunos vacíos entre Verónica y Woo, pero no. Se llevan increíblemente
bien.
Como siempre la primera que llegó fue
ML, cargando una pizzera con una larga pila de discos planos, envueltos en un
film. A primera vista me habían parecido panqueques, pero un examen minucioso
me demostró que la masa despedía un olor semejante al del pan y que, a la
vista, la textura era algo acartonada y seca. Ariel trajo el relleno en una
olla negra parecida a las que los dibujantes intentan hacerle usar a las brujas cachavachas en los dibujos animados. Era para alimentar a un batallón. Su inestable cuerpo raquítico hacía
que la tapa de la olla se bamboleara en el aire. La apoyó sobre la mesada y con
emoción me presentó el menú de la noche: pan Chapati y garbanzos.
Olía riquísimo; el revuelto se convirtió un sahumerio especiado que perfumó la
casa con un baile de sabores, y el pan que me robé para mentirle al estómago
resultó suave al paladar y extremadamente vicioso. En los descuidos de mi
hermana y mi cuñado, derrumbé tres pisos de la torre y engordé veinte kilos.
Mi tía y mi prima llegaron una hora
después y se ubicaron en las sillas de la mesa del living; sorpresivamente
Pablo y Mariana fueron los siguientes y por último llegó mi mamá. Se
aniquilaron con la mirada desde que se vieron. Mi tía se acomodó en el asiento
e hizo sonar las cadenitas de oro del cuello, en cambio, mi mamá apuntó
directamente a su Talón de Aquiles, mi prima:
- ¡Qué pena! Si hubiese sabido que éramos tantos hubiera comprado
otro kilito de helado.
- ¡Qué pena! Si hubiese sabido que éramos tantos hubiera comprado
otro kilito de helado.
Se hizo un silencio incómodo. Nadie contestó. Le
robé el helado y lo guardé en el freezer. De la variedad de oraciones malvadas
que colecciona, fue lo peor que pudo haber dicho. Sabrina desde que es chica
tiene algunos kilos extras que no tiene intenciones de perder, y Verónica nunca
respetó su cuerpo. Durante años intentó cuidarlo obsesivamente como si fuera
una extensión del suyo.
El plato fue un furor; lo mejor que comí
en mucho tiempo. Mi prima impulsó con aplausos las felicitaciones al cocinero y
todos la imitamos, menos mi mamá que se la paso revolviendo los garbanzos con
desconfianza. Dijo que no tenía hambre, pero todos la vimos mordisquear dos
discos de pan Chapati, una vez que los descuartizó y los desparramó por la mesa
para ver de qué estaban hechos.
Las culpas fueron repartidas. El primer
error lo tuvo Pablo cuando, por distraído o tarado, le preguntó a Verónica por
mi papá. Como no cabía esperar otra reacción, mi mamá, empezó a agitarse en el
asiento. Y la tía, que se quería cobrar la deuda anterior, le contestó con la
misma malicia. Le dijo que mi papá estaba maravillosamente feliz y que se lo
notaba enamorado de su mujer como el primer día. Pareció que estábamos
disfrutando de un partido de tenis, porque todos giramos la cabeza para no
perdernos los instantes previos a la devolución de mi mamá. Se arregló el pelo
inflado de extra de Hairspray y la saboteó:
- Enamorado de la plata de la oriental. Igual que vos, “la amiga”.
- Enamorado de la plata de la oriental. Igual que vos, “la amiga”.
¡Qué Mentira! Vas a Montevideo porque tenés asegurado el bisturí
gratis.
gratis.
Lanzó una granada. Los pómulos de
Verónica se saturaron de rojo, y se estancaron en el bordo. La coreografía fue perfecta. Todos giramos la cabeza hacia la cabecera, donde estaba sentada la tía:
- Tenés envidia y querida, aunque te
pese, mi amiga Woo con tu cuello
podría hacer maravillas.
Giramos la cabeza por costumbre. Sabíamos
que la pelota había picado dentro, pero también que había volado por sobre la
tribuna. Mi mamá no podía disimular la vergüenza. Levantaba el mentón
exageradamente para estirar algunos pliegues que caían en la parte alta del
cuello. Se levantó y se fue al baño. No volvió a hablar durante el resto de la
noche y se sentó apartada para escucharnos conversar.
Maxi llegó cuando comíamos el postre. A
Sabrina le caía muy bien, porque cada vez que lo miraba se reía como una pava;
más cuando se agruparon para jugar al Pictonary. Los dúos fueron mixtos y por
sorteo: Mariana y Ariel, Verónica y ML, Sabrina y Maxi, y Pablo y yo. Nuestro dúo fue una vergüenza. No entendíamos nuestros dibujos y nos culpamos con bronca por el fracaso. Abandonamos antes de que la derrota fuera penosa. Igual, al rato, lavando los platos nos olvidamos. En ningún momento fui evidente,
pero quise saber qué sabía de Juan; le pregunté si últimamente había hablado con él. Su respuesta fue como un hachazo en la frente:
- Hace un mes. Comimos en la casa. Volvió con la mujer.
- Hace un mes. Comimos en la casa. Volvió con la mujer.
Me sentí protagonista de una novela del
mediodía, pero sin ese flagelo cursi e innecesario. Busqué su nombre en el celular, le
agradecí por las tardes que me hizo pasar y lo borré definitivamente.