sábado, 23 de junio de 2012

Lo que no me pone contenta es que la haya vomitado sobre mi cubrecama.  
Estoy muy contenta. Después de tragarse once cucharadas de aceite y un ovillo de pelusas, Capitán, expulsó la media.  

Ayer, Clara, me obligó a cambiar el lugar de trabajo. Si me hubiera avisado con antelación mi predisposición hubiese sido otra. Desde que le abrí la puerta imaginé que había planeado algo diferente, porque la encontré plantada sobre las baldosas con los brazos y las piernas enlongadas en forma de X; le faltaba atravesarse un clarinete en la garganta para parecerse al logo característico de aquel diario popular. Su actitud era sospechosa, por eso le pregunté:
- Clara, ¿no entrás?
- A partir de hoy sos una paciente más. 
Entendí que su postura ridícula tenía fundamentos. Clara tenía miedo que me negara a salir. Y era cierto. La verdad, al escuchar lo que me dijo, tenía ganas de cerrarle la puerta en la nariz y huir despavorida para refugiarme en el nuevo "escondite del pánico" (bajo la mesa), que estrenó Capitán. Como mi cuerpo estaba entumecido, Clara, logró arrastrarme sin dificultades hasta el ascensor. Si el artefacto no hubiese estado esperándonos para bajar, seguramente no hubiera dudado en usar el hueco del ascensor a modo de tobogán, para auto revolearme como un saco de papas suicida: el sólo hecho de pensar que iba a estar más de cincuenta minutos en un espacio desconocido me provocaba acaloramiento, malestar y un ferviente impulso de desfigurar con mis uñas de gato siamés a cualquiera que se me cruzara en el camino, aunque, más terror me daba estar en el espacio de trabajo de Clara: hasta ayer, siempre la había imaginado deambulando en una especie de rancho multicolor, habitado por una civilización de Umpa Loompa nocturnos que al salir de sus escondites, se dedicaban a rasquetearle las dos paletas bombardeadas y a confeccionarle nuevas prendas para su exótico guardarropa. Cuando me invitó a pasar a su departamento fue toda una sorpresa: de las paredes del recibidor colgaban réplicas de pinturas impresionistas. Al avanzar por el pasillo, hacia la derecha, pude ver un despacho amplio amueblado con un escritorio. Un poco más a lo lejos, atravesando una puerta corrediza, se encontraba el living con un ventanal gigante que se extendía de pared a pared, y dos grandes sillones de cuero enfrentados; uno era de un cuerpo y otro era de dos. Cuando nos sentamos la contradicción se me hizo evidente: en medio de tanta paz, Clara, personificaba la guerra; había tomado de una mesita un abanico rosa bordado con pequeñas líneas amarillas que al sacudirlo hacía que los pompones marrones y amarillos, que le colgaban del pullover rosa, se  bambolearan rabiosamente. Pero sin lugar a dudas el problema estaba en la pollera larga con flecos amarronados, que le caían desmechados por las rodillas. El accesorio y la vestimenta le daban cierto parecido a un payaso indígena de la época colonial. De todas maneras no me importaba, estaba a gusto. 
Acordamos que las sesiones iban a repetirse en su espacio. Por otra parte, me explicó detalladamente los ejercicios que voy a empezar a realizar por mi cuenta. Clara me dijo que vamos a atacar directamente “la conducta”. La idea es ejercitar y destrabar, poco a poco, la resistencia que estoy teniendo. Hasta el próximo viernes tengo que pararme, el tiempo que quiera o pueda, en la puerta del edificio y también tengo que anotar las sensaciones que voy experimentando. Empiezo el lunes.