martes, 3 de julio de 2012


Empezamos mal y terminamos un poco mejor. Olga llegó 45 minutos tarde hecha un equeco. Estaba casi a punto de reventar.  Solamente me bastó con que asomara su regordeta cara para volver, otra vez, a desequilibrar mi escasa paz mental. Apenas entró, tackleó todo lo que encontró; me daba la impresión de que mi casa se había transformado en un arcade con escalas reales: Olga era una bola de pinball humana que, a medida que avanzaba con su fisonomía de mamushka, rebotaba y se anudaba, con su holgado cuerpo y las cinco bolsas que acarreaba, sobre todos los muebles que había a su alrededor. Después de deshacerse de toda la mercadería, con la que mi mamá la rebalsó, intentó hacer las paces con mi pobre perro. Sinceramente presentí que algo iba a pasar; porque en el mismo instante que la vio, Capitán, con la cola entre las patas, corrió a ocultarse bajo la mesa. Como se negó a ser seducido por una mísera migaja recortada de uno de los sandwichitos de cantimpalo, finalmente confrontaron. Mientras Capitán mordisqueaba, con los ojos desorbitados, al "Coco Chillón"; Olga reptaba lentamente en el piso, limpiando con su flácida papada todas las pelusas que sobrevolaban, para irse acercando de a poco a la fiera. Me dio la impresión de que su cara de fascinación debía ser como la de una loba en celo. Cuando Capitán volvió nuevamente a rechazar el pan; Olga no tuvo mejor idea que arrastrarlo de una pata. La reacción fue inesperada: Capitán terminó incrustándole los dientes en el dedo índice, medio y anular, de la mano derecha.
Afortunadamente los sandwichitos que me trajo lograron hacerla olvidar, momentáneamente, de la creciente hinchazón: mientras masticaba me encargué de ocultarle cada flamante salchicha alemana bajo unas vendas exageradas. Me parece que no siente ninguno de sus tres dedos, porque cuando terminó  de comer, inmediatamente, me ofreció sacar a pasear a Capitán por la plaza Martín Fierro.