lunes, 23 de julio de 2012


Si vuelve a pasar lo mismo, Olga y yo, vamos a tener que hablar muy seriamente. Su actitud irresponsable me dejó paralizada durante toda la mañana y gran parte de la tarde. Si salía presentía dos cosas: que apenas me asomara sobre la Avenida San Juan, Olga, iba a aparecer para arruinarme el ejercicio, y que si Maxi llegaba antes que yo, seguramente iba a encontrar a Capitán con algún cachivache suyo dentro del hocico; o lo iba a encontrar revolcándose sobre su acolchado de los Thundercats. Después de esperarla por más de tres horas, me quedé dormida en el sillón. Me desperté por unos bufidos de hipopótamo malhumorado que llegaban desde la cocina. Maxi estaba hecho un rollo de papel mojado; no le había ido bien en la entrevista de trabajo que tenía, y también protestaba porque las neuronas no le alcanzaban ni para abrir una lata de paté. Intenté llamar a Olga para combinar nuevamente el paseo de Capitán, pero su celular estaba apagado. La que no lo tenía apagado era mi mamá, que me llamó para poner a prueba la elasticidad de sus cuerdas vocales; porque impostando la voz, como una periodista de noti-drama del mediodía, me comentó que Olga no antendía el celular desde la mañana y que Gisella, su hija, estaba preocupada porque Olga se había comprometido a acompañarla a la tercera ecografía, y no tenía idea en dónde debían encontrarse. Antes de que mi mamá nos delegara a cada una de nosotras la tarea de empapelar la ciudad con su cara de galleta, junto con la inscripción “Missing Olga”, preferí no contribuir a sus teorías descabelladas y le mentí. Le dije que Olga 
me había llamado para confirmar que iba a pasar, pero que se había retrasado con unos trámites. Cuando se calmó, la voz le cambió completamente y con un tonito amenazador me sorprendió con un ultimátum: como el próximo jueves es el cumpleaños de Pablo, mi hermano, y el viernes mi hermana vuelve de Salta, me pidió que intentara “mentalizarme para salir rapidito”, o que le encontrara la vuelta a “mis problemones”, porque no iba a poder soportar la idea de otro festejo cancelado por mi culpa. Le corté y corrí para atrancarme con un paquete de Titas y una flauta rellena con paté que me convidó Maxi. Cuando pensaba que el día ya había terminado, Olga tocó el timbre y subió. Sin decirme nada, dejó la cartera sobre el sillón, y se fue al baño para liberar, de las medias color piel incendio, sus dos morcillas vascas asfixiadas. Dos minutos después apareció con un jogging gris; se sentó  en el sillón del living y acomodó su cartera. Mientras emparejaba los diminutos tirabuzones de su pelo con una peineta de plástico, le susurré:
 - Mi mamá y tu hija no sabían dónde estabas...
Y cuando dije “dónde estabas”, abrí tanto los ojos que por un momento sentí que se me iban a desprender del cableado interno para quedar colgando en el aire. Pero de todas maneras, Olga, no dijo nada. Salió del living a los tropezones, intentando enlazar  a Capitán con la correa.