Fue agotador, pero me siento realizada. En primer
lugar porque no estrellé la mochila de Luqui contra la ventanilla, no arranqué
el botón negro para abrir las puertas automáticas, ni tampoco canturreé “chofer,
chofer apure ese motor”. ¡En total hice treinta minutos de viaje en colectivo!
Y la segunda buena noticia es que creo que encontré una cura esporádica para la
hiperactividad del hijo de mi mejor amiga...
Sinceramente al principio pensé que no iba a poder
subir. No por mí, sino por el servicio. Estuvimos casi una hora esperando que algún
53 llegara vacío. Fue pedirle peras al olmo. Dejamos pasar quince colectivos y
cuatro siguieron de largo. Todos estaban repletos de pasajeros y no había
manera de que cupiéramos entre la multitud que se apiñaba con las narices
pegadas a los vidrios. La mayoría de los ocupantes eran chicos de primaria y
secundaria que salían de la escuela. Revolucionados, aullaban, como si se
acabaran de reencontrar de unas largas vacaciones de verano. El barullo era
infernal, tanto, que los gritos y las risas tapaban sin esfuerzo el catarro
automovilístico. Creo que si no hubiese sido por la persistencia de Laura,
habría vuelto a casa. Estaba por rendirme, cuando un 53, colmado, se abalanzó
hacia nosotras. Mi amiga, con su vista de cóndor, visualizó uno por detrás de aquel, a
medio llenar, que se encimaba a la carrocería de su compañero de adelante intentando
escabullirse. El chofer avanzaba lentamente con la puerta
sellada, esquivándonos con la mirada. Laura soltó a Luqui, comprobó
que el semáforo estuviese en rojo y se paró en el medio de la calle con las
manos extendidas, obligándolo a frenar. Atrás nuestro teníamos acompañamiento.
Otras nueve personas se unieron a la protesta. El chofer, con pelo de puercoespín,
abrió cuando nos amotinamos en la puerta y alzamos al nene. Subí primera,
empujada por Laura. El hombre, abalanzado al volante, gruñía que avanzara hasta
el fondo, para dejar pasar al resto de las personas, pero los pies no me
respondieron. Aceleró bruscamente y tropecé con el plástico agrietado y
gris del piso. No me caí porque llegué a sostenerme del pasamano que atravesaba
el lector de tarjetas amarillo. El puercoespín pensó que no iba a pagar por el
viaje y de reojo pude ver como giraba el torso sobre la silla de resortes.
Antes de que pudiera decirme algo, Laura estaba apoyando la tarjeta en la
máquina pagando por los tres. Caminé los primeros pasos, como quien visita una
casa por primera vez. Reconocí la textura del suelo a través de las
suelas de mis botas, reparé en los asientos agujereados, reconocí el olor a
sudor, y el caos de fragancias, algo desgastadas, que destilaban los cuellos de los
pasajeros. Todos los asientos estaban ocupados, y una docena de personas
estaban esparcidas por el pasillo. Me acordé de Laura y de Luqui cuando fue
demasiado tarde. La descubrí hostigando a un chico de rastas rubias que estaba
sentado en la tercera fila. Tenía unos auriculares demenciales que le envolvían
las orejas en unos paños esponjosos. Como no la escuchó, Laura, se agachó para
vociferarle:
- ¡A ver!, un asiento para la señora que está
embarazada.
Me morí de vergüenza. El chico con pelo de fideos se
levantó algo indeciso y torpe. La gente miraba el espectáculo con curiosidad.
Especialmente a él, que se había comportado poco caballero; algunos pasajeros
ladeaban las cabezas con indignación. Me quería morir. Laura mantenía a Luqui
quieto por los hombros y le tapaba la boca para reprimir la risa que mi falso
embarazo le había provocado. Me senté y me hundí en el asiento. La señora
orejuda y encorvada que estaba sentada conmigo, del lado la ventanilla, no
ayudó con su cuestionario:
- ¿De cuánto estás nena?
No lo programé. Sonreí tímidamente y le dije lo
primero que se me ocurrió: de tres meses y medio. La misma cantidad de días que
hacía que no pisaba un colectivo. La señora me entretuvo hablándome de su nieto
recién nacido. Fueron cinco minutos, pero me parecieron una eternidad. Muy
emocionada, nos contó que se llamaba Simón, y que era el cuarto nene de su hija
mayor; eso dijo mientras me acariciaba el vientre con ternura. Se bajó dos
paradas después y Laura se sentó del lado la ventanilla con Luqui en las
rodillas. Fue insoportable. Luqui abría la ventanilla. Laura la cerraba.
Luqui se paraba. Laura lo sentaba. Luqui hacía burbujas con saliva, y Laura se
las arrasaba pacientemente con una carilina. Añoré las caricias de la señora
mimosa. A mi izquierda se había liberado un asiento individual, que me
seducía con su comodidad y silencio. Pero me quedé quieta; tenía miedo de que se
despertara mi fobia dormida. Preferí concentrarme en el camino que se dejaba
espiar por el parabrisas delantero del chofer, soportando los codazos y el
pataleo acrobático de mi ahijado. El colectivo avanzaba obstinado por Carlos
Calvo. Cinco cuadras. Diez. Nos atascamos algunos minutos. Otras dos y luego
algunas más; perdí la cuenta cuando los gritos de Luqui y la voz paciente de mi
amiga, resonaron chillonamente en mi cabeza. Se estaba haciendo pis. Bajamos
antes de que Carlos Calvo se convirtiera en Pedro Goyena, y caminamos dos
cuadras por Avenida La Plata, hasta toparnos con la Avenida San Juan.
Arrastramos a Luqui por turnos y pudimos llegar a Boedo. No se hizo encima de
milagro; En el bar Miño, una camarera amable la había dejado pasar sin
consumir.
Los esperé deambulando por la calle. Y sin saber
bien por qué, repasé la vitrina de un kiosco-bazar. Lo sentí como una
señal. Debajo de unas figuritas y una cartuchera de dos pisos, encontré un
juego de ajedrez de plástico colorido, muy parecido al que me había regalado mi
papá para mi séptimo cumpleaños. Seguí mi instinto. El kiosquero me rebajó el
precio porque, si bien la imagen de la tapa se veía perfecta, tenía algunas
letras borroneadas. Envolvió la caja en un papel azul con lunares blancos, y la
guardó dentro de una bolsita blanca.
Los volví a encontrar en la esquina, y caminamos
hasta casa. Laura fue mi cómplice. En el camino logramos persuadirlo con pocas
palabras. La curiosidad se le despertó de lleno cuando hablamos de una
guerra y dos reyes, de caballos que saltaban casilleros y de un ejército de
peones fiel. El hechizo se completó con dos palabras: jaque mate; el resto lo
aprendió en dos horas con la ayuda del manual del juego, sentado en la reposera
de mi balcón.