miércoles, 11 de julio de 2012




Esperé a la hora del almuerzo para evitar cruzarme con Florindo, pero terminé encontrándome con el tarado del vecino. Me sentía como Harriet la espía. Antes de salir me había preparado el morral con los bártulos necesarios: un reloj con cronómetro, una libretita y el celular. Bajé fugazmente los nueve pisos por escalera y me cercioré de que el portero no estuviese vegetando en su despacho; yo tenía razón, Florindo, estaba "torrando" con Susana. Y salí a la calle.
Clara me había dicho que no era necesario que me alejara del edificio, por eso, me quedé en la entrada de garage, cerca de la columna. Al principio me sentía bien, inclusive, estaba contenta de ver a la gente pasear. Hasta que me empecé a sentir  mal. De todas maneras hice un esfuerzo y me estacioné en mi lugar. También anoté lo que iba sintiendo en las hojas del block. 
El cronómetro marcaba que sólo habían pasado ocho minutos, cuando lo vi llegar, caminando de la mano izquierda de la vereda. Podría haber entrado, pero estaba empecinada en terminar el ejercicio. Faltando menos de cincuenta metros, me escondí. Mientras lo veía avanzar yo giraba, como un pollo al spiedo, tras la columna. Por el reflejo de la puerta lo vi sacando sus llaves. Y me abordó:
 -¿No te gustaron los gatos?
Lo aborrecí. Me había visto y sin embargo, me hizo girar como una calesita alrededor del pedazo de mármol. No tenía intenciones de intercambiar ni dos palabras, así que me quedé leyendo lo que había escrito para Clara. Pero "El Sin Cara", insistente, se me acercó por el costado. Malhumorada le contesté:
 -¿Perdón?
 - El felpudo. ¿Te sentís bien?, estás pálida. Muy blanca. 
Yo sabía que sí. Pero como su sonrisa y su reafirmación constante me hacían acordar al detestable de Gianola  en la  prueba de la blancura, le puse cara de nada y lo ignoré. No me había dado cuenta que llevaba una guitarra colgada al hombro, hasta que la apoyó sobre la columna e intentó abrazarme por la cintura. Me quería arrastrar contra mi voluntad hasta el interior del edificio. Su actitud me desquició. Yo tenía que quedarme. Y me defendí: le azoté las dos manos, como un Critter recientemente vacunado con el block de hojas mientras que al mismo tiempo vociferaba, a los cuatro vientos, la palabra desubicado.
El "Sin Cara", tomó su  guitarra, me miró fijamente unos segundos, agitó el juego de llaves dentro de su mano y volvió a la puerta. Antes de cerrar me dijo:
- Sos una desagradecida nena.
Tenía razón. Pero cada vez que pienso lo asquerosamente simpático y solidario que es me dan arcadas.