domingo, 23 de septiembre de 2012


Aprovechando el fin de semana largo  los tres mosquitos pudimos organizar nuestra primera salida fuera de casa y hoy a la noche nos juntamos a festejar el día de la primavera en nuestro bar.
Laura nos avisó por mensaje que iba a demorarse porque no estaba satisfecha con la ondulación de sus rulos castaños, motivo por el cual llegó unos treinta minutos tarde.
Maxi y yo nos despegamos mutuamente del sillón alrededor de las 21:30 hs cuando la indecisa Laura tocó el timbre.
Caminamos media cuadra desolada. Ya en la esquina, elegimos mi olvidada pero queridísima mesita azul de afuera y nos dejamos caer en las sillas de acero inoxidable de Harmony. Pedimos una picada para cuatro personas que devoramos en cuestión de segundos, como si los que comiéramos, fuéramos seis jugadores de rugby extraviados en el desierto. Seguido destapamos sin respiro, una tras otra, cinco cervezas de litro y medio a punto iceberg que, además de refrescarnos nos dejó a cada uno con los ojos invisiblemente achinados y una sonrisa idiota permanente que duró hasta que nos despedimos.
Cada comentario y cada chiste fueron razones suficientes para estrellar con alegría los chops burbujeantes y transpirados. Los chicos me atosigaron con un sinfín de preguntas; estaban contentísimos de que mañana fuera a conocer mi nuevo espacio de trabajo en la productora de Joaquín.
Les conté lo mal que me sentía por el destino de mi ex empresa y de todas las personas que trabajan allí, pero mis amigos inmediatamente me hicieron sonreír: Laura hizo una representación bastante acertada del disgusto que la víbora de Rebeca se iba a llevar cuando un secretario (intrepretado por Maxi), le hiciera entrega del telegrama de renuncia que envíe el sábado por la mañana.
Pensé que no se iban a acordar. Pero no. Me preguntaron por Nicolás y no pude desenredarme de las risotadas más vergonzosas de mi vida. Laura y Maxi terminaron tomándose el estómago, doblados en dos, imaginando lo estúpida que debí haber parecido sentada en aquel banco de plaza, apuntándoles a las palomas con una manzana caramelizada.
Repasando la velada, todos teníamos motivos para festejar... Incluido Máximo: en el momento en que Laura nos explicaba emocionadísima las pequeñas curiosidades sobre su carrera y lo impaciente que estaba por comenzar el año lectivo, Maxi, la opacó con una primicia que nos dejó con los chops flotando en el aire. Su noticia inesperada, no hizo más que reafirmar los motivos de los festejos: con el dinero de la venta de la imprenta de su papá tiene planeado abrir su propia librería. Pero no cualquier local corriente de venta de libros: una librería personalizada y cálida, con mesas y café.
Asombrosamente ideó todo en una semana. Su estrategia es fusionarse con su compañero del trabajo, Federico, que ya hace tiempo tiene intenciones de independizarse montando su propio negocio. Parece que este Federico tiene experiencia de sobra en administrar locales de gastronomía y cafetería. Pero lo más importante de todo es que Maxi no estaría solo frente a la inversión, porque su compañero casualmente cuenta con un capital que viene ahorrando con sudores, desde hace un tiempo, esperando la ocasión correcta de invertirlo; con mi amigo la encontró. 
Cada uno se va a ocupar de su rubro. Federico se va a encargar de la administración del bar y Maxi va estar al mando de la principal fuente de ingreso: los libros. Igual, los dos convinieron que las ganancias resultantes iban a estar divididas a la mitad, en un  cincuenta y cincuenta.
Para ser sincera, la sonrisa se me desdibujó enseguida apenas terminó de hablar. Porque mi compañero de cuarto está considerando la idea de volver a mudarse dentro dos meses. Si bien es algo a futuro, no esperaba que lo mencionara hoy, ni que tampoco fuera a suceder tan pronto.
Como buena amiga, lo felicité y le di mi total apoyo, pero a decir verdad, a partir de que mencionó la palabra “mudanza” comencé a extrañarlo, como si ya no viviera más conmigo.
Nos levantamos cuando las luces anaranjadas de la barra se apagaron. El mozo que esperaba adormecido, tras la puerta de vidrio, que alguno de los tres levantara la mano para pedir la cuenta, reapareció frente a nuestra mesa en un pestañeo.
Pagamos entre todos, y los acompañé hasta el auto. Los dos viajaban juntos, porque, Laura, se había ofrecido a alcanzarlo hasta la casa de Mandy. Nos saludamos y aseguramos que el próximo fin de semana nos íbamos a volver a juntar sin falta.
No arrancaron hasta que me vieron entrar. Los saludé desde el hall y llamé al ascensor.
Noté que el edificio estaba en total silencio. En mi piso, el departamento de Los Vargas y el departamento del “Sin Cara” estaban a oscuras.
Al único ser viviente que encontré despierto fue a Capitán, que mordisqueaba nerviosamente al “Coco Chillón”, desparramado sobre el felpudo bordó.

Mientras elijo las últimas oraciones con las que finalizar esta última nota para el doctor, mi perro, todavía está enredado entre mis piernas, empecinado en convertir en papel picado a su más preciado juguete.
Aunque René no sepa que tomé su sabio consejo y me animé a escribir aquello que me obligaba a callar, le estoy eternamente agradecida. El que fue mi terapeuta, hace ya unos cuantos años, siempre decía que las palabras escondían una medicina secreta poco valorada. Después de escribir durante todos estos días no puedo verlo de otra manera. No tengo ninguna duda de que la escritura fue una gran herramienta que me sirvió, en las mañanas, las tardes y las noches, para batallar incansablemente contra la agorafobia. 
Y ahora que la fobia duerme profundamente, me despido de ella y me alejo con pasitos de nube...

                                                                                                                                                                                                          

sábado, 22 de septiembre de 2012


No me enojó que no viniera. Sí el silencio. Lo mínimo que esperaba era una llamada. Por vergüenza o vaya a saber qué cosa, no se animó a decirme la verdad y prefirió dejarme esperando. Francamente con quien estoy mucho más furiosa es conmigo misma. Cometí un error. Me contagié de su impulso, me cegué y me dejé llevar...
Aunque me cueste admitirlo, en realidad, sabía desde un principio que esto iba a suceder; también estoy plenamente segura de que no lo hizo a propósito, y que debió haber intentado caminar, con mucho sacrificio, algunas de las nueve cuadras que en ese momento nos distanciaban, porque, ayer a la noche, cuando hablamos, demostró que tenía verdaderas intenciones de verme, y hoy al mediodía, cuando recibí un contingente indefinido de mensajes, llenos de entusiasmo y de energía, también sentí una sensación similar. 
Pero fue así, simplemente, no pudo lidiar con su problema. 
De la variedad infinita de plazas, bares, y lugares turísticos que colman y embellecen la ciudad, combinamos encontrarnos en la Plaza de Flores por un solo motivo: el impedimento de Nicolás. Si bien su departamento está ubicado a una distancia considerable, él me aseguró y reafirmó, con total franqueza, que creía que iba a poder llegar sin inconvenientes al lugar del encuentro.
Salí de casa con antelación, y con unas cuantas cargadas infantiles de parte de mi mejor amigo y de su novia. Mi reencuentro con el 53 fue excepcional; extrañamente me recibió con un asiento libre y sin acompañantes molestos. Durante el trayecto sentí nervios y contracciones, pero los reconocí enseguida: sabía que eran los nervios típicos de la primera salida.   
Encontré la plaza en su apogeo: estaba atestada de bicicletas, pelotas y chiquilines que le maullaban, a sus mamás y a sus papás, que les compraran copos azucarados, pirulines, y globos amorfos, impresos con las caras de unos temibles dibujos japoneses.
Me ubiqué en un banco de piedra rasposo ubicado en el centro de la plaza de Flores, casi al lado de la fuente, como habíamos acordado, y los minutos comenzaron a correr.  
A la media hora, el sol se había escondido. Mis nalgas estaban momificadas y adormecidas, por culpa de la quietud y el gélido viento que comenzó a impactar de forma inmediata y pareja por todos los frentes.
Ni hablar de la inesperada compañía... como tenía hambre me dejé seducir por el olor a caramelo derretido y terminé comprándole una manzana con pochoclos a un vendedor ambulante. Lo que pasó después fue terrible: me vi acorralada por unas roñosas palomas tornasoladas y vacunas, que exigían, sobrevolándome por encima de la cabeza con sus picos demenciales, que les convidara el maíz inflado con el que estaba rebozada. Me sentía la protagonista de Los Pájaros. Ya había deglutido casi la mitad, cuando una paloma mugrienta abrió las alas preparándose para impactar de lleno en mi confitura. Me asusté, y no me quedó otra alternativa: se la revoleé. La manzana rodó en el piso y la paloma cayó seca con el pico apuntando al cielo. Se me rompió el corazón.  Una pareja me azotó con la mirada; veía en sus ojos de dirigentes de Greenpeace, que me juzgaban como la peor criminal. Estaba por soltar la primera lágrima, cuando milagrosamente, la paloma, logró enderezarse algo atontada, para continuar atacando a la manzana caída. 
Tuve que pasar otros veinte minutos sola, sin manzana, sin Nicolás y con un intento de asesinato en mi historial, para animarme a localizarlo. Atendió su contestador; tenía el teléfono apagado. Esa señal fue clave. Formateé mi cuerpo y, con los cachetes pegoteados, y la ropa adornada con variopintas plumas de palomas saqueadoras y otras de paloma resucitada, volví con la cabeza gacha a la parada.
Llegué a casa dispuesta a auto flagelarme con los mensajes de mi casilla privada. Había uno reciente. Estaba sombreado y podía leer claramente el nombre y apellido de Nicolás. Me abalancé sobre el ratón para triturarlo con el dedo índice insistente, y encontré la línea más tacaña que pude leer en mi vida:
                                              “Fer, volví. No pude”.
Parpadeé repetidas veces comprobando que mis ojos enfocaran correctamente. O, quizás, muy adentro deseaba que las palabras se multiplicaran mágicamente en ese fondo pálido. Nada pasó. Seguían igual. Eran cuatro palabras de porquería, vacías, que no contenían ni una simple disculpa. Echaba espuma por la boca. 
Más tarde, repasando el mensaje mentalmente, comprendí que detrás de aquella frase mezquina se escondía una gran verdad: en esta etapa de su vida, Nicolás, no sólo no estaba preparado para salir de su casa, tampoco está preparado para nada más.
Me dolió en el alma, pero no le contesté.


viernes, 21 de septiembre de 2012


El cambio de estación no sólo aterrizó de un día para el otro con la promesa de un sol rajante permanente y con el nacimiento de nuevos capullos de infinitas variedades de flores, también llegó con un paquete para mí. Desaté un moño gigantesco y, de adentro, como unos resortes payasescos, se asomaron una bandada de sorpresas, que se estrellaron directamente en el centro de mi cara.
La primera sorpresa me la dio Joaquín. Me llamó tempranísimo, buscando que, por fin, le diera una respuesta concreta. Si bien no estaba muy decidida, me parecía que, de la variedad de posibilidades que tenía a mi alcance, su oferta, era la mejor. También de alguna manera parecía ser la más correcta de la dos. Joaquín fue el único del trabajo que demostró preocupación durante los meses en que ni siquiera me animaba a asomar la cabeza a la calle. Es verdad que Clara tenía muchísima razón en lo que decía: el emprendimiento de mi ex jefe carece de antigüedad. Es un proyecto joven. Pero si hay algo de lo que jamás dudaría, es de su gran personalidad y la asombrosa capacidad que tiene como líder; confío plenamente en sus súper poderes; ese envidiable don de saber reinventarse en los peores momentos.
Joaquín me habló con una voz llamativamente risueña que despertó mi atención desde el principio. Hablaba a los latigazos, como apresurándose a contarme algo que no alcanzaba a retener dentro de su organismo:
 -¿Y Alcorta?, ¿qué decidiste?...
Lo hice esperar en la línea por pura maldad inocente. Quería darle un poco de dramatismo, despertar sus emociones y escucharle decir que no aguantaba más, que se moría de ganas por saber si su ex mejor empleada lo iba a seguir hasta el fin del mundo.
 - Que sí. Te sigo.
Joaquín soltó unas risas breves que instantáneamente evolucionaron en unas carcajadas graves y que luego no tardaron en ser condimentadas por un fuerte ataque de tos. La noticia que disparó, me dejó con los ojos en blanco:
 - Qué bien entonces. Porque ayer, un contador y un administrativo, 
    confirmaron lo que imaginaba. La productora llega a tono con el
    sombrero de Papa Noel. Están en rojo con los números, es decir,
    no pasan enero. ¡Te decidiste bien, Alcorta!
Joaquín me contó que también Rodrigo había aceptado firmar con él, y que, hoy, era el último día que trabajaba para la productora. Esa era la razón por la cual, en esta última semana, no se había molestado, como otras veces, en enviarme mil e-mails pesadísimos preguntándome, una y otra vez, por el trabajo que me había demorado en completar. Mi flamante jefe, por segunda vez consecutiva, me contó que había repasado la idea de invitarla a Marisa, que es una excelente profesional, pero cambió de parecer cuando Rodrigo le dio a entender que en los últimos meses se había acercado demasiado a Rebeca. Me dio tristeza pensar que Marisa dentro de poco iba a terminar desempleada, y encima, justo para la época más costosa y demandante del año... Ninguno tiene intenciones de decir nada... por el bien de la productora. Si todos supieran que se está fundiendo se despertaría una avalancha imparable; probablemente la empresa empezaría a vaciarse antes de tiempo. Los empleados, desesperados en conseguir otros trabajos, renunciarían en conjunto y, en consecuencia, el color rojo, llegaría mucho antes de lo previsto; cerrando antes de la fecha estipulada por los contadores.
Tomé a Joaquín desprevenido. La pregunta le llegó tan sorpresivamente como la espuma blanca tóxica disparada en los ojos en medio de un carnaval:
 -¿Cuándo empiezo?
Su respuesta se hizo desear. Hizo una introducción extensísima que llegó a durar lo mismo que una llamada de mi mamá. Me habló de la ubicación del PH que había alquilado en San Telmo y la gama de colores que había elegido para las paredes recientemente pintadas: algunas eran blancas y otras eran de un rojo teatro. Caracterizó el mobiliario de oficina que había elegido para todo el PH, enumeró los títulos y la cantidad de láminas de Picasso que había mandando a enmarcar para darle un toque hogareño a los espacios, y también me habló de la importante suma que desembolsó para las necesidades técnicas: compró unas carísimas computadoras al por mayor, que mandó luego a mejorar, en un centro especializado, para que todas pudieran editar a una velocidad ultrasónica. Contabilizó seis cámaras HD, diez tarjetas de memoria, otra buena cantidad de memorias externas, unos cuántos trípodes, algunas baterías, celulares para el interior y el exterior, distintos faroles y luces, y por último me definió los equipamientos de los sets... Dejó lo impensado para el final; no lo pude creer. Joaquín, sin darle demasiada importancia, me dio la icreíble noticia de que tenía mi propia oficina. Ya no tenía que compartir el escritorio con dos personas más. Me imaginé a mí misma destapando un tupper con el almuerzo en la mesa de trabajo y casi lloro de la felicidad. Todavía seguía pensando en mi desconocida oficina cuando me respondió la pregunta oxidada:
 - Ya empezaron todos. ¿Querés pasar el lunes para conocer tu lugar?
Y le respondí que sí, que encantadísima.
La segunda sorpresa me la dio Laura, cuando pasó a buscarme con Luqui a la hora del almuerzo. Como desde que Olga nos abandonó, el perro, no volvió a lijar en el asfalto sus garras de dinosaurio poseído, lo uní al grupo. Compramos unos sandwichitos de miga de jamón y queso, en la panadería de La Rioja, y caminamos, disfrutando cada paso, hasta la Plaza Martín Fierro. Nos sentamos en un banco y, cubiertas por las ramas de un árbol verde musgo, mientras controlábamos que Luqui se portara civilizadamente con los señores mayores con los que jugaba al ajedrez a diez metros de distancia de nosotras. Sin perderlo de vista, Laura, comenzó a hablar con excesiva meticulosidad sobre las maravillosas novedades que me había adelantado estos días por teléfono: mi amiga no se anotó para retomar derecho. Se inscribió en la facultad decidida a hacer una licenciatura en psicopedagogía. Realmente la noté muy entusiasmada. Ahora que Luqui se desgasta casi de manera obsesiva con sus clases particulares de ajedrez, anhelando ser el próximo Bobby Fischer de Argenina, y que Franco ahora está recibiendo un sueldo acorde a los kilómetros de viaje que hace semanalmente, por primera vez están analizando contratar una niñera especializada para que cuide de él. Es decir que, mi amiga, va a poder estudiar tranquila una carrera que no sólo la va ayudar a hacer comprender el compartimiento de su propio hijo; también va a poder entender el accionar de otros Luqui que no tienen la misma suerte de tener una madre como ella.
Volví cuando faltaban diez minutos para que empezara la sesión, por eso, subí al cuarto piso, sin pasar por mi casa. VilmaMiriam me recibió con un calidísimo “¡feliz de la primavera!” y, de improvisto, me insertó en el pelo una pequeñísima flor de loto, hecha con un papel suave al tacto y de un color azul violacio intenso. Entré a su despacho y me aterré; sentí que no estaba en este planeta y en este país. Estaba en un cementerio ubicado en el país de las maravillas de Alicia, porque su escritorio estaba cubierto por un enjambre de flores extrañísimas hechas por ella misma, con la milenaria técnica del origami. Me escapé con la afiladísima flor de loto pinchándome el cuero cabelludo hasta el living, y allí encontré a Clara casi desnuda. Retrocedí. Veía su ropa interior mecerse, y no podía fijar la vista en otro lugar que no fuera el voladito naranja que le decoraba el elástico finito de la bombacha. Todo era por culpa del vestido que llevaba puesto. Parecía que, Clara, se había tomado muy en serio la llegada de la primavera. Realmente me sorprendió que con estas bajas temperaturas se animara a vestir semejante transparencia  floreada, sin mangas. También tenía puestas unas sandalias que dejaban expuestos sus diez dedos del pie, prolijamente pintados con un esmalte amarillo fluorescente. Aquel color, como otras tantas cosas, no le favorecía para nada. Al contrario, le ensanchaba asombrosamente las proporciones de sus dos empanadas gallegas. Me recordaban a los pies inhumanos del Cacique Paturuzú.
Le conté a Clara como resolví mi dilema laboral, y se reservó la opinión, pero cuando me di tiempo y argumenté a favor de lo que ese cambio significaba para mí, enseguida se mostró positiva. Seguido, hablamos sobre mis exitosos viajes en el 101. Entre otros  temas, algo menos importantes, también le conté acerca de la discusión que, el domingo pasado, había mantenido con mi mamá.
En realidad, no había mucho más para decir. Estaba feliz y Clara lo sabía: me sentía muy bien. Encerraba muchísimas sensaciones que se entremezclaban y me provocaban unas ganas incontenibles de gritar de la felicidad.
Pese a que voy a comenzar a trabajar, Clara y yo, convenimos seguir la terapia algunos meses más. Lo único que modificamos fue el horario; ahora voy a atenderme los miércoles a las 20 hs.
A las 17: 15 hs saludé a VilmaMiriam y, con un abrazo de agradecimiento,  y una sonrisa sincera, me despedí de Clara hasta que la próxima sesión nos volviera a encontrar.
La tercera noticia llegó del teclado de Nicolás. Leer las líneas que me había dejado en Facebook, me provocaron un intenso ardor estomacal, que instintivamente asocié con el estallido de un volcán a punto de erupcionar. Eran los nervios. Me retorcí boquiabierta. Nicolás me invitaba muy amorosamente a encontrarnos mañana por la tarde. Todavía no sé que contestarle... aunque al final, seguro voy a decir que sí.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Tuvimos algunos traspiés, pero fue un día mágico. El encuentro entre Sofía y Florencia salió según lo planeado... Lo espantoso fue lo que pasó a la noche. Me dio tanta vergüenza que hubiera traspasado el monitor con la cabeza para plantármelo como sombrero: por error le envié una solicitud a mi amigo cibernético y durante más de media hora me espió por la cámara web sin decirme nada.
Viajábamos en el 101, cuando me di cuenta que había olvidado una parte importantísima del plan: avisarle a Sofía que había podido comunicarme con Florencia, y que, hoy a las cuatro, ella iba a estar esperándola en mi casa.
Maxi y yo, nos bajamos furtivamente en Las Heras, bordeamos el Cementerio de la Recoleta y encontramos, por casualidad, la parada de regreso a casa. No era tan grave pero teníamos que andar con cuidado, el tiempo estaba contado. Tomamos el colectivo a las 12:30 hs. Todavía faltaban cincuenta minutos antes de que Sofía saliera de la escuela. Pero el tránsito no nos acompañó. Nos tomó cuarenta minutos llegar, cuando, por lo general, ese es el tiempo en que se tarda, un día cualquiera, en arribar a la estación de Retiro desde mi casa. Llegamos con la lengua a un costado, como dos galgos sedientos, y los nervios hechos jirones, a causa del repentino trote que improvisamos desde Dean Funes hasta La Rioja.
Maxi se ofreció de voluntario y se quedó en el hall hecho estatua, aguardando a  Sofía para darle la feliz noticia. El tiempo que pasó abajo me pareció un siglo, un siglo helado y huracanado, porque la impaciencia me superó y terminé atrincherándome en el frío balcón, esperando alcanzarla antes que nadie, con mis ojos de lince. Al verla se me erizó el corazón. Doblaba por la esquina, asomando su fragmentado cuerpo de pasa de uva achicharrada.    
El tintineo de un juego de llaves rozó con violencia mis tímpanos y corrí a la puerta. Por la sonrisa de mi amigo pude entender que el mensaje había sido entregado con éxito. Pero no predije la mueca posterior. Había un pequeño gran inconveniente que habíamos pasado por alto; teníamos que esperar a un invitado importantísimo: el sueño.
Sofía le había dicho a Maxi que, el cabeceo de los abuelos Vargas, iba a comenzar en el mismo momento en que terminaran de engullir el almuerzo. Recién ahí, iba a poder robar las llaves. De todas formas no aseguró cuánto podía llegar a tardar aquel proceso. Había que esperar.
Unas horas después sonó el timbre. Era Florencia. Bajé a recibirla y me encontré con una adolescente hermosa y cordial, vestida de punta en blanco con un uniforme verde apagado y un palo de hockey negro y rosa. Tenía un flequillo de costado, algo revuelto, sujetado por un ganchito, lo que me hizo suponer que, hasta hacía poco, había estado jugando un partido.
Como no había almorzado mi mejor amigo le preparó un café con leche acompañado por uno de sus famosos sándwiches grasientos, cargados con manteca y mayonesa. Maxi compatibilizó con ella enseguida, y resultó un recurso bastante útil para romper la tensión inicial; resulta que a Florencia le fascina leer.
Entrada en confianza, nos contó que vivía con su papá y tres hermanos (dos varones y su melliza) y que no había vuelto a ver a su mamá desde que sus papás se habían divorciado. Con una amplia sonrisa nos relató, con lujo de detalles, el día en que había conocido a Sofía en el grupo de Perseverancia. También habló de las cabezas del grupo. Sus ojos turquesas se ensombrecieron cuando nombró al famoso Padre Carlos, y se cristalizaron cuando nos contó cómo, este hombre de religión, se encargó de advertirle a su mamá acerca de la “extraña” relación que mantenía con su compañera de grupo.
Las agujas volaron. Habíamos dejado las 17:00 hs en un pestañeo; volvimos a interrogar el reloj a las 17: 40 hs. La última que anunció la hora fue Florencia a las 18:00 hs, con tristeza. No hizo falta más. Unos minutos después, Sofía, tocaba la puerta de entrada con unos golpes bajos, pero, a la vez, incontrolables.
Tardaron en reconocerse, como si los nueve meses que llevaban separadas, hubieran vuelto sus jóvenes facciones irreconocibles. Se encontraron con la mirada y  en un abrazo que pareció interminable. Era un ciclo vicioso: reían, se detenían a mirarse, y volvían a reír. Y no era una sonrisa cualquiera. Era una sonrisa contagiosa, que nos involucraba a nosotros también. Porque Maxi y yo, como espectadores, tampoco podíamos parar de reír.
Las dejamos a solas. Bajamos y caminamos hasta el bar de la esquina. Volvimos una hora después, cuando Florencia se preparaba para irse a su casa. La despedimos con cariño y acordamos comunicarnos por teléfono para coordinar sus próximas visitas. Le aclaré que, como en unos días comenzaba a trabajar fuera de casa, quizás iba a resultar algo complicado organizarnos, pero, Maxi y yo, les aseguramos encontrar alguna solución.  
Maxi la acompañó hasta el hall y quedé a solas con Sofía. Ella estaba compungida, como si necesitara desatarse de la garganta algunas palabras anudadas. Llegaron con mucho esfuerzo:
 - Perdoname por haberte ocultado... todo.
Le batí el pelo con la mano y le dije una verdad que hasta a mí me pareció graciosa:
 - Siempre lo mismo. Todos eligen a Máximo... Igual ya lo suponía. Todo.
Sofía abrió la boca como un hipopótamo, pero de ella no salió ninguna palabra. Frunció el ceño con desmesura y comenzó a titubear. Me adelanté como un rayo:
 - Sino, ¿por qué razón iba a faltarme la película que vimos? 
La acompañamos hasta su departamento. Prometió dejarnos mensajes en el compartimiento cuando no pudiera cruzarse. Cerró la puerta con los ojos almendrados brillantes, como fuegos artificiales en plena explosión.
Maxi salió al rato. Hoy le esperaban las peores doce horas de la semana; tenía que ocuparse del cierre.
Apenas se fue, me preparé un cortado y me senté frente a la computadora. Aproveché la calma para arreglar la tanda de fotos que hace días vengo postergando, con entera dedicación. Nicolás fue mi salvavidas. Estaba haciéndome compañía en línea. Como me encontraba ocupada, intercambiamos a destiempo, algunos mensajes aislados. Hasta que no envió ninguno más. Abrí su ventana y entendí todo: cuando se me había caído el café, en la mesa de la computadora, por error, había presionado alguna tecla delatora. Me di cuenta tarde, tan tarde, que no me importó nada. Nicolás había visto, en vivo y en directo, el escándalo que tenía como pelo, la crema blanca entre las cejas, que embadurnaba mi inflamado grano rojo, la remera-pijama negra con el estampado de "Los Gonnies", la contracturada cara de concentración que adoptaba trabajando y la desesperación con la que había limpiado el café...
A él, el número, le pareció graciosísimo. Me enojé y  terminó disculpándose por no haberme avisado, aunque dijo que de todas maneras no se arrepentía. Creo que si acepté su pedido y me dejé ver, por propia voluntad, a través de la camarita, no fue por la bandada de piropos, ni porque me había encontrado “una belleza” agitando el trapo amarillo. Fue porque me estaba muriendo de ganas de verlo. Él resultó mucho más bello.







miércoles, 19 de septiembre de 2012


Tardé una hora y media en dar con ella. Fue desgastante. Removí la línea telefónica durante una hora y lo conseguí; me pude contactar con Florencia. Contentísima aceptó venir mañana, después de salir de clases.
Me encontraba frente a la puerta de Los Vargas cuando me di cuenta que estaba a punto de cometer una locura. Menos mal que lo hice a tiempo. Hablar con Sofía directamente no era una buena opción. Más cuando llegaron a mis oídos una seguidilla de gritos sepulcrales superpuestos con un rejunte de oraciones mecanizadas, recitadas por algún pastor cristiano de alguna FM barrial. Su voz llegaba entrecortada y latosa. Evidentemente había algún tipo de interferencia, motivo por el cual la abuela de Sofía despotricaba y maldecía, en iguales proporciones, a Satán y a la tecnología. Con el puño cerrado y en altura, retrocedí. Lo único que iba a conseguir era disturbar con una nueva riña la tranquilidad  del noveno piso. Y antes de reavivar las llamas de odio de los Vargas, prefería las llamas del infierno.
De pronto, el depósito se iluminó ante mis ojos. No dibujé la idea hasta que abrí la puerta del compartimiento y repasé el interior. Una ola aromática a brócoli fermentado me tapó las fosas nasales. El olor se desprendía de las mismas paredes, porque el compartimiento estaba totalmente vacío. Las deducciones se imantaron involuntariamente: si el depósito estaba vacío significaba que los Locos Vargas todavía no habían sacado la basura, y si los Locos Vargas no se habían desprendido de sus desperdicios diarios, envueltos en las bolsas de supermercado del chino Huang de enfrente, también significaba que no habían mandado a Sofía a hacer su pequeña tarea hogareña. Me sonreí. Volví a mi departamento, estrujé el cerebro al máximo y finalmente logré escribir en un pequeño papel un mensaje en clave que pudiera ser claro y sintético. Corté con los dientes dos trozos de cinta de pintor y me pegué las tiras en el brazo. Espié por la mirilla y me aseguré de que nadie estuviera rondando por el pasillo. Impaciente, volví al compartimiento con pasos suaves y pegué el pequeño cartel. Un minuto después llamé al ascensor, caminé hasta la parada y subí al 101. Dormí profundamente hasta que el chofer me zamarreó. Había llegado a la estación.
Volví apurada. Estaba impaciente por encontrarme con la respuesta de Sofía; también estaba intranquila. Tenía miedo de que Florindo se adelantara y despegara el papel adherido a la pared pestilente. Llegué a nuestro piso a los tropezones y volví al compartimiento. Pero no encontré ninguna respuesta. Tampoco encontré el papel; lo que sí encontré fueron los dos trozos de cinta que había usado. Supuse que el culpable podía haber sido cualquiera: El "Sin Cara", Florindo, o algún miembro del clan Vargas.
Hasta que Capitán no me derribó, pensé que mi estrategia de utilizar el compartimiento como conector había sido una completa chiquilinada; que la película de acción que había montado había mutado inexplicablemente a un sketch de comedia de bajo presupuesto. Me dejé abrazar por las garras de Capitán y me sorprendí al comprobar que de su hocico se asomaba un papel babeado encerrado en sus colmillos. Era la contestación de Sofía. Sólo había trazado un "OK" compacto pero prolijo; además había agregado en el reverso el número de Florencia.
La primera vez que marqué el número no contestó nadie. Corté antes de que atendiera el contestador y volví a intentarlo algunos minutos después. El teléfono daba ocupado. A la tercera vez, del otro lado, contestó un chico que no parecía tener más de doce años, que aseguraba no conocer a ninguna Florencia. Corté pensando que el número era incorrecto y que el chico tenía razón. Pero los digitos estaban escritos con cuidado y eran inconfundibles. Lo intenté nuevamente. El teléfono repiqueteó y volvió a responder el mismo chico con la misma postura: en su casa no vivía ninguna Florencia. Estaba a punto de cortar cuando se me ocurrió pedirle que me pasara con alguna persona mayor. Tenía que confirmar lo que suponía. Unos minutos después, un hombre alegre se puso al teléfono y me comentó que tenía entendido que la familia de Florencia se había mudado hacía algunos meses al barrio de Barracas. Como él era el nuevo propietario del inmueble, todavía conservaba un número que le habían dejado luego de cerrar la operación. Esperé quince minutos en silencio, con la lapicera preparada para apuntar.
El proceso se aceleró. Al segundo timbrazo una mujer se puso al teléfono. Era la madre de Florencia. Hice lo primero que se me ocurrió: agudicé la voz hasta el máximo y me hice pasar por una ex amiguita, algo tonta y desorientada, de la primaria. Fue una interpretación maravillosa. La madre de Florencia me explicó con malhumor que su hija no vivía con ella; vivía con el papá. La disposición de la mujer fue cediendo de a poco; logré conmoverla con un recuerdo inventado. Con un entusiasmo forzado evoqué los tiempos en que su hija y yo jugábamos en el arenero del patio del jardín. La cursilada funcionó; ella terminó recordando conmigo la existencia del supuesto arenero piojoso. Discutimos. Yo decía que estaba pintado de amarillo y ella decía que me confundía: el arenero era  un rectángulo de roble pintado de azul. Al final se entregó a mí con total confianza, como si le hablara a una hija más y pude conseguir el número de celular sin dificultades.
Florencia contestó enseguida. Tenía la voz tan dulce que me heló. Se parecía muchísimo a la de Sofía. Le conté quién era, el por qué de la llamada, y expuse en breves líneas la situación de mi pequeña amiga. Me escuchó atentamente y al terminar no acotó. El silencio se prolongó, como si el cúmulo de información la hubiese desbordado. Su respiración fue incrementando de a poco hasta volverse exageradamente turbulenta. La había puesto nerviosa. Era lógico; estaba hablando con una desconocida que sabía demasiados detalles de su vida íntima. Intenté sonar lo más maternal que pude y Florencia se tranquilizó, especialmente cuando me sinceré y le expliqué porqué me tomaba semejante molestia: por ahora no tenía otra forma de ayudar a Sofía. Reunirlas, aunque fuera una vez al mes, era la única solución que encontraba para hacer de su vida, una vida más alegre. Se desarmó. Soltó unos sollozos inacabables. No supe distinguir si lo hacía por el llamado en sí, por los nervios, la emoción o porque iba a volver a encontrarse con Sofía. Hablamos unos minutos más y le pasé la dirección, mi nombre completo, y el número de Maxi por si algo llegaba ocurrir. Me agradeció y prometió pasar mañana a la tarde sin falta.
Estaba tan contenta con las noticias que apenas corté necesité trasmitírselo a alguien. Como Maxi no estaba y Laura había desconectado el teléfono, recurrí al único que encontré disponible: mi compañero de fobia. Nicolás me estaba esperando en línea como las dos últimas noches, aguardando la novedades de mi segundo viaje en el 101.

martes, 18 de septiembre de 2012


Definitivamente hoy sí es mi día. Repetí el viaje en el 101 tal y como lo había hecho la última vez con una pequeñísima excepción: todo resultó muy bien. Y además se me ocurrió una idea genial para ayudar a Sofía.
El lunes a la mañana, luego de despedir a Justo, completé mi último paseo en el 53. Me bajé muchísimo después de que el colectivo dejara atrás la concurrida Plaza Flores, pero antes de que abandonara la Avenida Rivadavia y se perdiera en los famosos barrios arrabaleros de la Capital. Hoy, en cambio, respeté la consigna de trabajo que el viernes pasado Clara me había asignado. Hice exactamente lo que me aconsejó: exprimí cada segundo del día que estuve fuera de casa sin dejar sobrantes; ninguna cáscara, no dejé ni siquiera los pellejos blancos y agrios.
Crucé La Rioja sintiéndome como la Fea Durmiente, luego de estar desmayada en su departamento durante una eternidad y algunos días más. Respetando el orden de llegada de las demás personas, me detuve detrás de una señora mayor y abstraída por el castañeo de su dentadura, mi cableado interno se desconectó una vez más de los motores nerviosos. Tuve la rarísima impresión de que el tiempo en verdad no había avanzado, que todavía estábamos en el mes de Mayo; más precisamente en el quince de Mayo: ¿habían pasado tantos días? Encontraba la situación surreal, como una autentica pesadilla. Tosí y mi sistema operativo volvió a funcionar. Miré a mí alrededor. Me di cuenta de que estaba equivocada; estaba viviendo mi realidad. El viento se había trastornado; parecíamos estar en sintonía. Y además había algo más concreto que me aseguraba que no estaba alucinando: esperaba con expectativa al colectivo de la desgracia. Saqué pecho. Me  prometí que el desenlace iba a resultar mejor que el de un sueño; esta vez por nada del mundo me iba a dejar derrotar. 
Aguardé diez minutos y me animé a subir al colectivo más hinchado que pudimos detener. A fuerza de empujones, propinados por quienes hacían cola abajo, pude encajar en el rompecabezas humano sin mayores complicaciones. Me agité y me quedé sedada por el olor a humedad que despedía el saco negro de un hombre que estaba estancado en la mitad del pasillo. La situación se presentó como un tentempié, porque el plato fuerte o, mejor dicho, “la prueba de fuego” me estaba aguardando a tres cuadras de distancia... A través de las cabezas de mis compañeros de viaje, pude tener una fotografía completa. Abajo había un matorral de personas que intentaban infiltrase hasta por las puertas traseras; eran una cuadrilla de futuros psicólogos recién salidos de la facultad, que subieron zamarreando sus vasos extra large de expresos ocupando, aún más, el ancho y el largo de todo el vehículo. Por culpa de la sumatoria de los trotes atropellados, el colectivo tembló de igual manera que una fuerte onda expansiva. Cuando la comunidad del 101 consiguió recobrar el equilibrio, todos convinimos en que era mejor perder la estabilidad que perder el aire y el espacio. Estábamos en una especie de punto piñata: es decir casi a una persona de reventar y estallar en millones de trocitos contra el parabrisas del chofer. 
Algunos pasajeros un poco más individualistas, viajaban con las muñecas colgando deprimidas de los pasamanos. El viaje se había vuelto tan poca cosa para mí que me permití asociar aquella imagen con una de las primeras citas que tuve con Martín: fue la única y última vez que había visitado el Zoológico de Buenos Aires; no terminé el tour. Huí despavorida después de ver a unos monitos arañas amotinados en un microclima prefabricado, hecho de cartón y tanzas, al que decían llamar el “Rain Forest”. Pero no todo fue tan malo. Los cuerpos se mantenían rectos gracias a nuestra veta más solidaria. El torso del compañero de la izquierda y el torso del de la derecha fueron los principales sostenes que pudimos tener. Entre todos nos mantuvimos enlatados y parejos, como unas sardinas en conserva. Por el resto no me puedo quejar: me fue bárbaro. Un chico me cedió el asiento que ocupaba, y tuve la bendición de llegar sentada hasta la terminal. Claro que evité el colmo de los colmos. Si parada el brote no me había alcanzado, de ninguna manera iba a permitírselo sentada. 
Intenté disfrutar de lo que quedaba del viaje; me fundí sobre la ventana y me dejé llevar hasta Retiro. Tengo que admitir que estaba tan cómoda que esta vez, si hubiese sido por mí, hubiera acompañado al chofer hasta el  fin del camino. Bajé del colectivo en plena oscuridad, pero loca de felicidad. 
El trayecto de la vuelta fue muchísimo mejor. Sentía que mis pulmones se habían inflado de un optimismo y un amor propio que hacía tiempo no reconocía como tal. Flotaba.
Llegué a casa hecha un cubo; todavía tenía las ropas húmedas y mi campera se había impregnado con el hedor a humedad que destilaba el pasajero del cual me había colgado a la ida. Cuando estaba cerrando la primera puerta del ascensor me invadió una repentina onda de mal humor; escuché unos ruidos de basura e imaginé que el que estaba en el pasillo era "El Sin Cara", y no. Sofía salió del compartimiento de la basura asustada. No me dio tiempo a nada. Cuando me estaba acercando para comentarle mi propuesta, me miró brevemente y se escondió dentro de su casa. 

lunes, 17 de septiembre de 2012

El que podría haber sido el banquete más normal de los últimos cuatro meses viró inesperadamente. A pesar de los reproches y las culpas, todo terminó increíblemente bien. Al final Justo estaba enterado de que Maxi venía mintiéndole desde hacía tiempo. Mi mejor amigo quedó como un tarado y mi mamá desapareció en el baño hasta que Pablo y Mariana, algo incómodos, decidieron emprender la retirada.
Esta vez llegaron todos juntos. Mi hermano Pablo y su novia Mariana se disfrazaron de remís y recorrieron once barrios porteños de más, para evitar que mi mamá hiciese un esfuerzo innecesario. Unas horas antes me había dicho por teléfono que no podía viajar ni en taxi ni en ningún medio de transporte público, porque “tenía la pantorrilla izquierda dolorida”. Ganó. Bastó con que me esbozara la postal catastrófica que me deparaba de acá a diez años: hace tiempo me viene anunciando, de manera fatídica, que como su osteoporosis está avanzando a unos pasos agigantados, pronto voy a verme obligada a cuidarla y a desplazarla por la ciudad en una silla de ruedas cromada. Sacudí la cabeza como un perro después de revolcarse entre el yodo de las olas y me deshice de la imagen patética que se desplegó de manera involuntaria en mi mente: yo hacía palanca e intentaba empujar inútilmente del manubrio de su silla, mientras ella, loca de celos, le propinaba una buenas patadas a los transeúntes que caminaban por sus costados, provocando una avalancha zigzagueante en forma de dominó. Mi mamá se lavó las manos y no llamó a Pablo; me encomendó avisarle a mi hermano su impedimento. Me cosí la boca y contuve las ganas de aconsejarle que pidiera otro turno con su endocrinólogo; me pareció que la osteoporosis estaba comenzando a hacerle metástasis en sus falanges perezosas. Al final fui una hija respetuosa, acepté. 
Cuatro horas después, los ojos hundidos de Pablo me asesinaron; lo entendí perfectamente: mi mamá nos había mentido y a él le había hecho el viaje imposible. 
En ningún momento la vi renguear o pedirnos a gritos que le encastráramos una pata de palo entre las carnes. Al contrario, ayer, igual que siempre, llevaba puestos unos zancos altísimos que ocultaban descaradamente la estatura de bonsái que hace años intenta esconder inútilmente. Caminó igual de enérgica que siempre, de hecho, me dio la sensación de que se burlaba de nosotros y se desplazaba por los cuatro ambientes campante, con la misma soltura que en un desfile de modas. Además, como siempre, se imantó a mi cuerpo esperando el momento preciso en el que se me escapara algún tipo de infracción para darse el gusto de hundir su uña postiza bordeaux en el error: me recalcó que al poner los vasos en la mesa había dejado mis huellas digitales en los bordes y me llevó hasta el baño para señalarme con un peine, que el espejo del botiquín estaba adornado con cuatro manchitas y media de pasta dental blanca. ¡Y menos mal que yo no cociné!, sino todo hubiese sido mucho peor. Justo me salvó de la responsabilidades del menú. Agradecido por el hospedaje me impidió que preparara el pollo al horno con papas y batatas que Maxi había comprado en una granja naturista de Boedo, y decidió invitarnos a todos con una parrillada acompañada con papas fritas, que encargó y pasó a retirar personalmente, luego de comprar en la panadería un kilo y medio de flautitas y un postre Balcarce tradicional, de vainilla y merengue con batatas en almíbar.
En el trasncurso de la cena Mariana, Pablo y yo, acaparamos la conversación completamente. Nos aburríamos espantosamente. Justo parecía apagado y solamente cotaba muy de vez en cuando. Su semblante había mutado a una extrañísima forma de W, que reflejaba un estado incierto; de reojo pude distinguir algo así como una mezcla de enojo y preocupación. Lo que más me llamó la atención fue el cambio de humor abrupto de mi mamá. Supongo que todo se debió a la charla íntima que mantuvo con Justo en el balcón. Fue como si alguien le hubiese renovado el cassette y hubiera limpiado a fondo su caparazón ennegrecido. De la mismísima nada, adoptó unas maneras protocolares agradables. Súbitamente había dejado de lado sus comentarios desubicados, en cambio, nos escuchaba a nosotros con atención. También noté que evitaba volver la mirada hacia la cabecera, donde se encontraba sentado el papá de Maxi y cuando podía soltaba alguna alabanza a favor de mi amigo hippie con olor a Riachuelo, que definitivamente nunca llegaban a encajar con el hilo conversacional que manteníamos.
La noche se desencadenaba en una armonía reconfortante hasta que Maxi llegó con Mandy. Justo, que tenía muchísimas ganas de conocerla, la recibió con los brazos abiertos y un palabrerío pomposo y gentil. Tanto de la boca de mi amigo como de la mía, la novia de Maxi había recibido unos cuantos comentarios positivos, así que Justo no se guardó nada. La frase más amorosa de la noche la soltó frente a todos nosotros, cuando el hombre reconoció que hoy en día era muy difícil hallar chicas con el talante de Mandy;  y no dudó en hacer una analogía que involucraba a una perla dentro de una mina de carbón. Frente a estos comentarios singulares Mandy y mi mamá compitieron para ver quién de las dos conseguía alcanzar más velozmente el tono rojizo de un tomate perita de cosecha. Las dos estaban que explotaban de la vergüenza. Lo de Mandy era entendible, pero lo de mi mamá resultó demasiado evidente: estaba anonadada con las palabras poéticas de Don Justo y por como lo miraba daba a entender que anhelaba fervientemente algún piropo similar de su parte.
La paz no duró demasiado. Sólo hasta que Maxi y Mandy se sentaron en la mesa con los restos de la comida fría, y  hasta que a mi mamá se le ocurrió la brillante idea de despertar la atención de Justo, a través de mi amigo:
 -¿Y querido?, ¿mucho trabajo en el bar?
El aire vibró. Sentí que las pupilas de Maxi me infectaban con unos rayos X, dejándome totalmente desitegrada en el asiento. Me había olvidado de advertirles a todos los presentes acerca de su absurda excusa del congreso de bibliotecarios. Y tenía mis motivos: ¿ella preguntando por alguien? Jamás se me hubiera ocurrido pensar que, del pozo ciego que mi mamá tiene por boca, pudiera haber emergido semejante preocupación.
Mandy y Maxi dejaron los cubiertos en el plato con una sincronización perfecta. Mariana y Pablo, que entendían poco y nada, recorrieron la mesa con los ojos vueltos como signos de interrogación. Con un chequeo fugaz vi como Justo reclinaba la cabeza hacia abajo y la dejaba caer derrotada sobre las manos entrelazadas, apoyadas sobre la mesa. También vi como mi mamá había canjeado su sonrisa curiosa y forzada, por una mueca desolada. No fue suficiente para ella, insistió:
 -¿Qué pasó?, ¿te fue mal?
Nadie dijo nada. Las poses se extendieron en el tiempo, y cuando presentí que mi mamá iba a arremeter con otra pregunta estúpida, tuve que salir al rescate:
 - Callate por favor, ninguno te soporta. Ni Justo. Dejá de actuar. Ya sabe
    que sos una víbora. Una víbora enana. 
Hablé con exasperación. Pero tenía la garganta obstruida con una cola de cenas desagradables, y no recordaba que ninguna hubiera resbalado hasta el fondo; pude revivirlas en un segundo y todas eran igualmente horribles. Maxi cortó el silencio con una voz firme y madura. Muy relajado invitó a su papá hablar a solas en la cocina. Se levantaron de la mesa arrastrando las sillas, haciéndolas chillar exageradamente. Era el ruido del ring. Ya se habían empezado a escuchar algunos gritos cuando mi mamá tartamudeó algunos monosílabos ininteligibles. Por más que lo intentó no llegó al baño, el lagrimeo se le despertó mucho antes.
Mandy, Mariana, Pablo y yo nos quedamos compartiendo un silencio mortuorio e indefinido. Hasta que finalmente la puerta de la cocina se abrió. Maxi tenía los ojos completamente desorbitados, pero de la felicidad.
Lo que pasó fue que Justo supo por boca de su hermana, Beatriz, que su sobrino estaba trabajando en un bar. Beatriz lo había visto de casualidad, en la segunda semana de las vacaciones de invierno, cuando había venido a Capital a visitar a sus nietos. La primera vez que  lo encontró no lo había reconocido, pero la segunda vez lo corroboró a través de un compañero suyo de trabajo. Ese día, la hermana de Justo, apareció muy tarde en el local y cuando intentó acercarse a él, Maxi había desaparecido en la cocina. Esa noche su turno había terminado.
La buena noticia es que Justo, enterado de toda esta farsa, también logró engañarnos a nosotros. No vino a comprar ninguna maquinaria como nos dijo. Vino a venderle la imprenta a un señor mayor de Devoto que tiene planeado volverse a su pueblo, e instalarse nuevamente con su familia en Pehuajó. Y la mejor parte de esta historia es que la plata que el papá de Maxi obtenga de la venta no es para él, es para su hijo.

domingo, 16 de septiembre de 2012




Justo llegó ayer al mediodía. Lo recibimos con unas empanadas fritas, de carne y pollo, que cocinamos durante la mañana con la ayuda de unos consejitos que encontramos en línea, subidos por una señora jujeña especializada en cocina gourmet, y un vino importado que Maxi tomó prestado del bar. El papá de Maxi arribó un poquito más tarde de lo que en realidad tenía planeado. Había tenido un problema con el caño de escape de su flamante Citroen de colección. Sin saberlo, durante el camino, fue recogiendo algunos residuos del pavimento, que evidentemente se encontraban esparcidos sobre la ruta y que mágicamente lograron encestarse directamente en el interior del reluciente caño de escape sobresalido, tapándolo por completo. Afortunadamente, la tortuga, recorrió exitosamente los casi 370 kilómetros que separan la Capital con Pehuajó. Como lo estábamos esperando en la calle, tuvimos la oportunidad de ver el espectáculo en vivo. Lo identificamos sobre San Juan, en medio de una humareda blanca. La nebulosa nos acompañó hasta que el motor se apagó en un estacionamiento de la Avenida Pavón, en donde pudimos encontrar una vacante libre hasta el lunes por la mañana. Almorzamos tarde y cuando terminamos, Maxi, acompañó a su papá hasta el barrio de Devoto para finiquitar la compra de las maquinarias. 
El plan de mi amigo no resultó tal y como lo había imaginado. Consiguió que le cedieran el sábado, pero no pudo negociar el cambio de horario para hoy a la noche. Es una muy mala noticia para mí, porque a su papá no le queda otra opción: hoy tiene que participar en la cena que mi mamá viene programando desde el día jueves. 
La cara de Justo reflejaba que no se estaba creyendo nada de lo que su hijo le decía. De todas maneras aceptó las supuesta obligación de Maxi sin chistar. Solamente se rascó la barba candado blanca y lo escuchó pacientemente, asintiendo esporádicamente con la cabeza. Yo estuve a punto de dejarlo expuesto. Con mucho esfuerzo tuve que tragarme las ganas de decirle que era la excusa más idiota e inverosímil que se le podía haber ocurrido. Justificó las diez horas, que un domingo a la tarde iba a pasar fuera, con un supuesto congreso de bibliotecarios en un hotel ubicado en Microcentro, y subrayó exageradamente su discurso argumentando que no podía ausentarse porque todos los empleados estaban obligados a acudir sin excepción.
De Sofía no hay noticias. Hoy nos levantamos expectantes. Los dos pensábamos que iba a escaparse de sus compromisos domingueros, y que esta mañana la íbamos a ver sin falta. La estuvimos esperando con una docena de churros, pero nunca vino. Lo más probable es que no se haya podido escapar ni de su familia, ni del coro de la iglesia.

sábado, 15 de septiembre de 2012



Sí, es verdad que el viaje en el 53 podía haber terminado en un desastre. En un verdadero Apocalipsis. Cuando me di cuenta en dónde estaba por unos instantes pensé que iba a experimentar una especie de regresión. Sin embargo, nada de esto pasó. Me controlé y superé mi negligencia demostrándome a mí misma que estoy preparada para afrontar cualquier situación como cualquier persona normal. Esto último no lo dije yo, lo dijo Clara en la sesión, mientras yo cruzaba las piernas y evitaba humedecerle el sillón con los litros de pis que había acumulado en las tuberías, a causa de los nervios. Evidentemente esto tenía que pasar, sino, jamás hubiese estado a nueve cuadras de distancia de la casa de Nicolás.
Estoy segura de que el motor que despertó mi ansiedad fue la llamada que le hice a Rebeca, pero más que nada tuvo que ver la llamada que recibí de Joaquín. Ni hablar de su invitación desprevenida a unirme a su flamante emprendimiento, o cuando me propuso quedar al frente del departamento de imagen. Toda una responsabilidad. Demasiada. Ahí realmente vibré. Creo que si en ese momento mi coxis se hubiera transformado en una cola canina, por tanto revoleo desenfrenado, se hubiese desprendido de la articulación dándole al aire unos violentos latigazos. 
Apenas cortamos me olvidé de mi acidez. Despanzurré el resto de budín y me encargué de exterminar hasta la última miga que quedaba en el molde. Me vestí a la velocidad de la luz. Salí del departamento a los tumbos y cuando abrí los pulmones y respiré un viento casi primaveral, sentí que, por primera vez, me animaba a pisar las veredas del barrio con una necesidad distinta. No sé cómo sucedió; simplemente me olvidé de que mi salida formaba parte de un tratamiento diagramado por mi esquizofrénica terapeuta. Esta vez buscaba desesperadamente despejarme y acomodar las ideas.   
En el 53 encontré un asiento que parecía aguardarme a mí, y también me topé con un entretenimiento hipnotizador. Un chico rapado con un par de anteojos telescópicos, destartalaba, con una serie de movimientos maniáticos, un cubo de Rubik. Los párpados comenzaron a pesarme cuando el  aparatejo de gafas ya tenía unas tres caras completas. Sólo alcancé a ver como completaba una más, porque el resto me lo perdí. Cerré las pesadas persianas y todo quedó a oscuras. Volví a abrir los ojos y el chico del cubo ya no estaba. En cambio me encontré recostada sobre el hombro de un señor obeso que me respiraba en el cuello una fragancia a ajo pasado, que debía tener hace años atascado en el estómago. Me costó tomar consciencia. Todavía dormida, estuve a punto de caerme de boca directamente sobre su entrepierna, pero el hombre llevaba un bolso negro enorme en las manos que ayudaron a que mantuviera mi cuerpo en su lugar. Vi el cartel y me sobresalté. Estaba en la Avenida Rivadavia. Con mucho orgullo puedo decir que, de la variedad de reacciones que pude haber tenido, actúe de la manera más natural: me quedé paralizada en el asiento lamentando mi error. No huí. No me permití pensar en las cosas malas que podían sucederme y tampoco me sujeté de los rollos del obeso como un salvavidas. Un poco más calmada, inhalé y exhalé, recordando las técnicas que, Ariel, el novio de mi hermana me había enseñado la vez que vino a casa. En cuestión de segundos encontré la paz. Me tranquilizó saber que no tenía motivos reales para preocuparme; salvo llegar a tiempo a la sesión. Bajé dos paradas después, en Plaza Flores. Desmenucé el paisaje con la mirada: pequeños grupos esparcidos formaban extensas colas aguardando a otras líneas de colectivos, más en el centro, en la plaza, había personas que disfrutaban el clima recostadas sobre una mantas improvisadas, y otros, más a lo lejos, esperaban que el semáforo les ordenara de una buena vez cruzar la avenida. Me uní a este último grupo. Cruzamos la calle en manada, y ya del otro lado, busqué rápidamente el cartel de mi 53. El colectivo vino en menos de cinco minutos. Aunque me ofrecieron sentarme dos veces, viaje parada desde Flores hasta Boedo. Estaba inquieta. Sospeché que si llegaba a sentarme, el trayecto, iba a volverse mucho más duro; necesitaba mover las piernas y descargar la tensión. Me fui desentumeciendo a medida que nos acercábamos a casa; a la altura de Alberdi ya sonreía.
Llegué al cuarto piso veinte minutos tarde, con el riñon inflamado, la cara desencajada y con los pelos chorreados de grasa de torta frita. Los roles se invirtieron. Esta vez la que me examinó de arriba abajo fue Clara. En los cuarenta minutos de sesión, mi terapeuta, se encargó de relajarme y de enumerarme la aspectos positivos de mi travesía. Me convenció. Como siempre, Clara tenía unos muy buenos fundamentos. También nos enfocamos en el lunes veinticuatro, el día de mi reincorporación obligatoria, y en los ejercicios de esta semana. Recién sobre los últimos minutos de nuestro encuentro me animé a comentarle la propuesta que me había hecho mi ex jefe. Pero Clara no opinó. Sí me dejó entrever que, en comparación con mi actual trabajo, el proyecto de Joaquín es bastante reciente, por no decir incierto.
Por otra parte, Nicolás, se volvió loco de la alegría cuando le conté mi pequeño incidente en el colectivo; me felicitó y estuvo de acuerdo con Clara, pero se quiso morir cuando le dije en dónde me había bajado. A esa misma hora, a tan sólo a unas poquísimas cuadras de distancia, él estaba haciendo sus ejercicios diarios. La coincidencia nos llenó de asombro y nos dio mucha gracia a los dos. Se me detuvo el corazón cuando escribió, mitad en chiste mitad verdad, que, en el fondo, pensaba que nuestra cercanía había sido una especie de señal. 

viernes, 14 de septiembre de 2012


A veces las noticias se asoman en tu ventana y te apuntan con una ráfaga huracanada de mil kilómetros justo dentro de la boca y te hinchan-hinchan-hinchan como a un globo de cotillón; esos que algunos animadores suelen usar para fabricar perros salchichas o aureolas de ángeles en los shows de cumpleaños. En los peores casos te tumban al primer vientito y te dejan con la cola desnuda apuntando en dirección al sol, y en los mejores, te dan un envión tan potente que te escupen entre las nubes de la esperanza. Hoy, ¿dónde estoy yo? Entre un nubarrón, mostrando media nalga pálida por encima de mis calzas; tengo una semana para pensarlo: o vuelvo a mi trabajo o pruebo con Joaquín.
“¡Feliz falso aniversario!”, me deseé a mí misma hoy a la mañana cuando aventé enfurecida la almohada que tenía tapándome la cara. Estuve un rato sin moverme. Me negaba. Si apoyaba el pie descalzo sobre la baldosa buscando la pantufla de Kitty era el fin. Mi día iba a comenzar. Y definitivamente no quería eso. Si comenzaba iba a hacerlo de la peor manera: dándole el parte de presentismo a Rebeca. Tenía que recordarle que estaba a un día de mi aniversario y que pronto iba a volver. Lo postergué. Dejé pasar las horas, pero cuantas más horas pasaron fue peor. De costado y boca arriba. Tapada o descubierta... No sólo pensaba en Rebeca. También en Sofía, ¿estaría en la escuela?, ¿cómo se sentiría?, ¿creerá que la abandonamos? ¿Y Nacho? Seguro que mientras yo me revolcaba en mis angustias, él se revolcaba con alguna de sus alumnas. Me cansé de mí y mi lástima. Huí arrastrando los pies y pateándome el alma. Me preparé un café con leche y corté tres porciones de budín marmolado de chocolate y vainilla con pasas de uva que tragué sin masticar, y que cayeron en mi estómago como un mazacote insípido. Pronto llegó el incendio. El ardor comenzó con una chispa dulce y se extendió por las paredes de mi garganta como si un dragón de la época del Rey Arturo soltara llamaradas en mis órganos. Tenía acidez.
Llamé. No me atendió nadie que conociera. Ni siquiera la chica que me había atendido las dos últimas veces; la que mecanografiaba a una velocidad supersónica. Me habló un tal Juan Manuel, que parecía no entender cuál era su trabajo ni qué era lo que hacía ahí. Despreocupado, no ocultó su ignorancia. Me preguntó a mí dónde era que debía teclear mi apellido. Silencio y clacks, clacks, clacks. A prueba y error logró confirmarme en la base de datos, y luego se atrevió a preguntarme el número del interno al que él debía llamar. El colmo fue cuando me consultó cuál de los botones era el que lo comunicaba directamente con Rebeca, ¿era el verde o el gris? Di por sentado que desconocía los horarios de mi jefa, por lo tanto, podía encontrarme con dos variables: que me atendiera mal, o que me atendiera más o menos bien y como era de esperarse, ocurrió lo primero, claro.
 -¿"Ferchu"?, mirá, estoy saliendo para una reunión. No quiero excusas
   ni problemas, ¿si? Supongo que llamas para que te extienda la licencia.
   Ni lo sueñes. Pradera dijo que  el veinticuatro, no más. Hasta el
   martes, “Ferchu”. 
Eso fue todo. Habló ella sola. Veinte minutos más tarde me sonó el celular. El identificador de llamadas no reconocía el número. Miré al aparato de reojo. Se me ocurrió pensar que era Rebeca desde otra oficina, para darme alguna noticia terrible que se le había olvidado, o que se le había ocurrido en el trayecto sólo por el placer de torturarme. Atendí de malhumor. No era Rebeca. La ironía de Joaquín me llenó de felicidad en cuestión de segundos:
 - ¿Alcorta? Te escucho tranquila, ¿todavía estás encerrada?
Nuestra charla duró más de una hora. Joaquín de ninguna manera aparentaba ser mi ex jefe, y yo tampoco parecía ser su ex empleada, chusmeamos como dos señoras en chancletas baldeando la vereda. Inmediatamente nos pusimos al día. Le transmití lo mal que me había sentido cuando me había enterado de su despedida, pero también me desquité; me cegó la prepotencia y lo acusé de haberme abandonado sin aviso. No contestó mis reproches. Simplemente me recordó que jamás debía fiarme de la información que circulaba en las oficinas de mi trabajo. Él era el ejemplo perfecto. Me puso al tanto de lo que había sucedido: no lo habían echado de la empresa; se había ido antes de que lo despacharan del puesto.
Lo olí en el aire; sabía que se estaba guardando medio mazo en el bolsillo y lo obligué a desabotonarse la armadura de caballero. Me dijo la verdad: Rebeca no se ganó su lugar en buena ley. Lo que sucedió fue que se enganchó al dueño de la productora. El dueño es un viejo sexagenario y millonario que, aún después de veinte años de ser la cara visible de la empresa, todavía no tiene ni la más remota idea a que rubro nos dedicamos. La productora es un regalo que adquirió como pago de una deuda no blanqueada, y un gran porcentaje está manejado por terceros que, para variar, desconocen el oficio tanto como él. Básicamente se podría decir que los únicos que entendemos lo que hacemos somos nosotros, los empleados. Sin lugar a duda Rebeca vio en él una oportunidad. Es muy cierto que el hombre no necesita inflar más su capital, por eso se la cedió. Le debe interesar tres rabanitos si la nueva novia le conduce el negocio derecho a la bancarrota; para el viejo una empresa menos en sus papeles significa lo mismo que un moretón nuevo en el codo. 
Joaquín, muy sabiamente, fue el primero que se anticipó al final de esta historia: a ella la iban a ascender. No negoció bajar escalafones, no era justo. Lo mejor que pudo hacer es irse con la frente en alto.
Contó su versión y el resto fue una sorpresa para mí; me dejó sin aliento. Cerró el tema de Rebeca con un suspiro y me develó que su llamado no tenía un carácter informativo. Quería hacerme una propuesta tentadora. Joaquín me explicó que si no se había comunicado antes conmigo fue porque sabía, por medio de los e-mails que mantenía con Rodrigo, que todavía seguía recuperándome de mi fobia. Además él estaba ocupado. Estuvo organizando la previa de su proyecto personal: su propia productora.  
  

jueves, 13 de septiembre de 2012


El sábado tenemos visitas. Eso es lo que me confirmó Maxi cuando me llevó a nuestro bar para endulzar nuestras penas con dos porciones de torta de manzana y dos capuchinos, después del doble tour en el 53: Justo, su papá, va a venir de Pehuajó a inspeccionar unas maquinarias que la semana pasada encargó, por teléfono, a una fábrica de Devoto. Como son pocos días, convencí al desalmado de Maxi para que no lo despachara en un hotel como siempre suele hacer en sus visitas esporádicas. Se va a quedar con nosotros y en teoría, se iría a su pueblo el lunes por la mañana. Pero hay un pequeño detalle que Maxi me escondió: Justo no sabe que su hijo está trabajando de mozo; cuando mi amigo se quedó sin trabajo, su papá intentó convencerlo para que volviera a Pehuajó para trabajar en la imprenta familiar, pero Maxi se negó, diciéndole que había conseguido un puesto como administrativo en una biblioteca pública. A su progenitor la novedad lo puso tan contento que volvió a enviarle, a modo de felicitación, algún que otro dinero para que se lo gastara a su antojo. No hay otra palabra para describir la farsa que montó Maxi: es un fraude; pero es un fraude entendible. Si Justo se enterara de que su empleo es falso, se lo llevaría a rastras; al menos eso es lo que pasó hace unos años cuando descubrió que su hijo había dejado la facultad de cine que él estaba pagando con sudores y lágrimas, y que sólo invertía su tiempo trabajando de lunes a domingo caramelizando pochoclos en una importante cadena de cines. Hoy va a rogarle a su gerente que le cambie los horarios nocturnos que le tocaron para este sábado y domingo, y si la estrategia no funciona, tiene decidido hacerse pasar por enfermo.
A las cuatro nos despedimos en la en la esquina, y volví sola al edificio. Como si algún titiritero estuviese moviendo nuestros cuerpos con una tanza, para fastidiarme, en el hall del edificio me encontré con las dos personas que encabezan mi lista personal de los seres más detestables del planeta tierra: uno de ellos era Florindo agachado con los pantalones bajos, mostrándome el inicio de la raya de su cola, oscurecida y peluda, mientras aspiraba con un aparato antiquísimo y ensordecedor, las pelusas descomunales y acolchonadas que estaban comenzando a cubrir el recibidor como un castillito inflable. Y el otro ser horrible y desgraciado, era Nacho que hacía que esperaba el ascensor, o mejor dicho, me estaba esperando a mí para que subiéramos juntos en el ascensor estacionado en la planta baja. De tanto esperar se había momificado, parecía estar ahí desde hacía bastante; se dormía parado y cuando se dio cuenta de que era yo la que estaba atravesando la puerta de entrada, cabeceó, irguió su cuerpo curvado y se descruzó los brazos. Tanto teatro fue inútil. Yo había visto el ascensor desde la distancia, alumbrándole la cara. Pensé en subir por la escalera, pero me pareció injusto. No iba a ser semejante sacrificio para evitarlo. Me decidí a afrontar maduramente este cambio repentino en nuestra relación. Nos saludamos pacíficamente como dos buenos vecinos; abrió la puerta de madera y descorrió la plegable. Fue caballerísimo; con un gesto de su mano me invitó a pasar primera. Cerró las dos puertas, marcó el noveno piso y con una distancia abismal, nos apoyamos en las paredes de acero mirando hacia el frente. Durante el ascenso no lo espíe, no sentía curiosidad, al contrario, me sentía indiferente. Me dejé embobar por las paredes húmedas y los pisos que despedíamos a medida que nos elevábamos. En cambio, sentí que los ojos de Nacho intentaban salirse de sus cuencas para mirarme de reojo. Y fue así, porque al llegar a nuestro piso, cuando quise descorrer la reja plegable, Nacho detuvo el trayecto de mi mano en el aire. Lo miré indignada. Él me miró con tristeza, y de pronto se acercó. Vi como su labio superior se superponía con el inferior, aplastados y desnutridos, uno encima del otro. Lo sentí vulgar; estaba intentando besarme y veía sus movimientos en cámara lenta. Descorrí la boca a tiempo y salí. Él se quedó parado dentro del cubículo iluminado cenitalmente por la luz dicroica, con los brazos muertos sobre sus caderas. Sin lugar a dudas era la imagen de la desolación. Pareció una despedida programada; las líneas salieron naturalmente, como si un libretista las hubiera repetido en mi oído a través de una cucaracha invisible. Pero la verdad es que nunca en mi vida fui tan espontánea y precisa:
 - No tendremos París, pero siempre tendremos una terraza. Nos vemos,  
   “Sin Cara”.
Me di media vuelta, superada o intentando serlo, y cerré la puerta sin mirar atrás.


 






miércoles, 12 de septiembre de 2012

No estoy asombrada. Aturdida resulta demasiado. Quizás, la palabra correcta para describir mi actual estado emocional, debería ser menos efusiva... Estoy desilusionada. Si bien se acerca un poquito más, no llega a explicar del todo, la oleada de sentimientos que me despertó encontrarlo en esa situación.  
Ayer, luego de la irrupción del resucitado Gauchito Gil adicto a los anabólicos, las reacciones fueron disparejas: yo quise manifestarle mi agradecimiento macerándole, a la fuerza, un bife congelado en el ojo para intentar bajarle la hinchazón y Nacho, arisco, me rechazó de mala gana. Salió sin despedirse y lo escuché encerrarse en su departamento.
Hoy pasé la mañana relatándole a Maxi hasta el último detalle lo que había sucedido; intentamos idear algún tipo de plan para rescatar a Sofía, pero no llegamos a ninguna conclusión. Maxi tenía razón: es un poco alocado denunciar a una familia de catequistas por fanatismo religioso y xenofobia. En la comisaría se nos iban a reír en la cara. La otra alternativa era enfocarlo desde la privación de la libertad. Pero es exactamente igual de disparatado; Sofía es menor de edad y Los Vargas, como padres, tienen el poder de moldearle la vida como se les venga en gana. Todas las ideas que se nos ocurrieron eran arriesgadas, y si a futuro no resultaban, la única perjudicada iba a ser Sofía. Así que después de devanarnos el cerebro por horas, coincidimos en lo mismo: lo mejor que podemos hacer estos días es esperar que los humores se calmen un poco.
Ya había atardecido cuando tuve la brillante idea de invitar a Nacho a cenar. Quería reivindicarme y agradecerle por haber intentado ayudarme. La culpa me estaba matando; sentía que había sido muy dura con él y que había arruinado todo por una estupidez. Exageré. Él tenía otras expectativas para nuestro encuentro del viernes, y no tenía por qué solidarizarse con Sofía; también recordé que no le había ido muy bien, aquel sábado de junio, cuando se enfrentó al abuelo Vargas. Ese día el abuelo de Sofía se encargó de darle motivos suficientes para que no volviera a meter sus narices en problemas ajenos.
Llamé a su puerta convencida de que podíamos darnos otra oportunidad. Pero Nacho estaba en medio de otros planes... Se asomó al quinto golpe, dejando su cabeza entre el marco blanco y la puerta de cedro oscura. El ojo le había virado a una mezcla extraña de colores, entre un azul y un violeta tornasolado. Esta vez él no se acercó a saludarme. Le agradecí por socorrerme y me lamenté nuevamente por su ojo. Nacho, apurado, me dijo que no me preocupara, mientras volvía la cabeza hacía atrás. Me pareció que estaba ocupado, por eso le pregunté:
 - ¿Estás dando clases?
Contestó que sí. Me disculpé por la interrupción y cuando estaba por invitarlo a cenar en casa, una risa tonta y aguda, que venía desde el interior de su departamento, regó el pasillo. Era una risa de mujer; rápidamente deduje que esa mujer estaba acostada, porque no llegó con demasiada intensidad; se había escuchado entrecortada, como si tuviera el tórax presionado contra algo mullido. Nacho me dedicó una mirada tímida. Me trastorné como un toro mecánico. Le pegué una patada a la puerta, que me hizo doler hasta el alma, y él, que seguía agarrado del picaporte, retrocedió junto a ella. No me equivoqué. Estaba vestido solamente con un slip. Fui masoquista. Podría haberme ido, para mí estaba todo clarísimo, pero aposté todas las fichas: empujada por la intriga me abalance en su living-dormitorio, hasta tener en primer plano a una rubia que me resultó vagamente familiar. Parpadeé y exploré en los archivos de mi memoria hasta encontrar el identikit que se ajustara a sus rasgos faciales. Era la rubia espantapájaros; la que había visto unos meses atrás salir junto a él de su departamento. Estaba acostada en el sillón-cama verde botella, cambiando los canales de la mini televisión. 
    

martes, 11 de septiembre de 2012



¿Quién iba a decir que un catequista se iba a violentar así? 
Nacho terminó noqueado, con un grupo de constelaciones girándole alrededor de la cabeza, y una aureola azulada estampada sobre el ojo derecho. No pudimos hacer mucho; el padre de Sofía se llevó a su hija al departamento como un trofeo, y nos amenazó.
Hoy me bajé en la Avenida Juan Bautista Alberdi, y en vez de volver a casa caminando, volví a tomar el 53. Me fatigué, transpiré y corrí tres cuadras; luché contra el reloj, pero llegué justo cuando Sofía se estaba despidiendo del resto de sus compañeros en la esquina de la escuela. Volvimos caminando bajo el sol  del mediodía. Cocinamos milanesas con puré y almorzamos sentadas en el sillón.
Pasada la tarde, Sofía, insistió con reabrir el videoclub. Manoseó pilas y pilas de cajitas, hasta que curiosamente se decidió por un clásico del género de terror, como si de alguna manera, hubiese vaticinando lo que unas horas después iba a suceder. Se dejó llevar por un título que le pareció prometedor y por la imagen lúgubre que vendía la tapa del DVD: la fachada de una casa enrarecida y una figura humana, iluminada por un farol brillante y una ventana fantasmagóricamente sobreexpuesta.
Aunque se tapó la cara con las manos en la mayor parte del film, desde el minuto uno, se auto pronosticó largas pesadillas para el resto de la noche, y casi ciento veinte minutos después, quedó hecha un trapo lamentándose por la pésima elección: odió "El exorcista" y me odió a mí por no haberle advertido con qué tipo de personajes se iba a encontrar. Tardó en recuperarse. Pasó un largo rato escondida detrás de los almohadones del sillón y del lomo oloroso de Capitán, mientras yo le adjuntaba a mi compañero de trabajo, las fotografías que había corregido la semana pasada.
Dejamos de hablar cuando se quedó dormida... Y no lo vi venir. Otra vez un portazo; llegó como un flechazo directo mis tímpanos destrozándome los nervios. Instintivamente solté el mouse de mi mano, que quedó pendiendo en el aire gracias al cable. Para variar, Sofía, se despertó sobresaltada de su breve siesta, con un grito espantoso, mientras que Capitán se lanzaba a la puerta con unos gruñidos de Rottweiler sin antirrábica. Los pasos retumbaron por todo el pasillo, y el temblor llegó de inmediato a mis pies. El ventanal del balcón zumbó y los muebles se agitaron. Hasta me pareció ver que, el sillón en el que estaba recostada Sofía, se había despegado un centímetro del suelo. Alguien se estaba acercando. Nos miramos aterradas. La situación era más escalofriante que el cuello giratorio de Linda Blair. Sentía con seguridad que algún miembro del clan Vargas venía a contraatacar. Por algún motivo estaba idiotizada. Sentada en la silla, me paralicé imaginando que la puerta iba a ser atravesaba en cualquier momento por un hacha, y que por la hendidura no ese iba a asomar ningún Jack Nicholson exasperado, sino la cara sombría de la Abuela Vargas mostrando sus dientes filosos y amarillos... La puerta de entrada recibió cinco golpes escandalosos. No encontré ni a Jack Nicholson ni a La abuela Vargas. Era el Gauchito Gil, con exceso de vitaminas y mollejas, resucitado en el padre de Sofía. Lo identifiqué enseguida. A diferencia de la madre, recordaba haberlo visto entrar y salir de su casa, o de algún negocio del barrio. Era imposible olvidarlo. Es un gigantón con una melena piojosa de décadas y una barba rala gris, áspera como una virulana. Lo saludé cordialmente, y el hombre arrugó la cara demostrándome que no tenía interés en ser educado. Me pareció descabellado que ese titán sin modales fuera un catequista. No podía imaginarlo haciendo ninguna buena acción, ni siquiera ayudando a un ciego a cruzar la calle; era un ogro. Rechazó mirarme y caminó algunos pasos dentro de mi casa; me obligó a retroceder. Llamó a Sofía a los gritos, pero ella no apareció. Se desplazó unos metros más e instintivamente volví a correrme hacia atrás. Me arrepentí de haberle abierto la puerta, y me arrepentí mucho más, cuando me recordé a mí misma convenciendo a Maxi para que se fuera a dormir en lo de Mandy. Volvió a gritar y Sofía no respondió. Se me estrujó el corazón. Escuché que se abría una puerta, e imaginé que Los Vargas estaban saliendo, uno a uno, de su hormiguero para cobrarse la negativa del domingo...La voz de Nacho llamándome por mi nombre me tranquilizó. Como la puerta estaba abierta se asomó de cuerpo entero y nos vio. El papá de Sofía se dio vuelta, y lo examinó con insignificancia, mientras volvía a llamar impaciente a su hija. Nacho no ayudaba, estaba tarado. Lo miraba a él y me miraba a mí; me miraba a mí y lo miraba a él. El grandote miró su reloj pulsera y se fastidió. Giro sobré sí mismo y me asesinó con la mirada, ofreciéndome dos alternativas:
 - O la busco yo, o la traes vos. Decidí.
Como no le contesté y apenas me moví, el papá de Sofía se desplazó campante por el hall. Nacho impulsivamente le sujeto la camisa celeste y el hombre se volvió para darle una trompada en el ojo derecho. Nacho intentó devolvérselo pero lo retuve a tiempo, y terminó abofeteando al aire. Le sangraba el párpado. El llanto de Sofía llegó desde mi habitación. Supuse que la había encontrado. Volvió empujándola, y cargando su mochila colorada en la mano. Antes de destartalarme la puerta con otro golpe desmedido, se animó a decirnos:
 - No rompan más las pelotas. Y decile al otro, a tu amigo, el gordito, que
    no me vuelva a amenazar porque lo hago de goma. ¿Estamos chicos?