jueves, 20 de septiembre de 2012

Tuvimos algunos traspiés, pero fue un día mágico. El encuentro entre Sofía y Florencia salió según lo planeado... Lo espantoso fue lo que pasó a la noche. Me dio tanta vergüenza que hubiera traspasado el monitor con la cabeza para plantármelo como sombrero: por error le envié una solicitud a mi amigo cibernético y durante más de media hora me espió por la cámara web sin decirme nada.
Viajábamos en el 101, cuando me di cuenta que había olvidado una parte importantísima del plan: avisarle a Sofía que había podido comunicarme con Florencia, y que, hoy a las cuatro, ella iba a estar esperándola en mi casa.
Maxi y yo, nos bajamos furtivamente en Las Heras, bordeamos el Cementerio de la Recoleta y encontramos, por casualidad, la parada de regreso a casa. No era tan grave pero teníamos que andar con cuidado, el tiempo estaba contado. Tomamos el colectivo a las 12:30 hs. Todavía faltaban cincuenta minutos antes de que Sofía saliera de la escuela. Pero el tránsito no nos acompañó. Nos tomó cuarenta minutos llegar, cuando, por lo general, ese es el tiempo en que se tarda, un día cualquiera, en arribar a la estación de Retiro desde mi casa. Llegamos con la lengua a un costado, como dos galgos sedientos, y los nervios hechos jirones, a causa del repentino trote que improvisamos desde Dean Funes hasta La Rioja.
Maxi se ofreció de voluntario y se quedó en el hall hecho estatua, aguardando a  Sofía para darle la feliz noticia. El tiempo que pasó abajo me pareció un siglo, un siglo helado y huracanado, porque la impaciencia me superó y terminé atrincherándome en el frío balcón, esperando alcanzarla antes que nadie, con mis ojos de lince. Al verla se me erizó el corazón. Doblaba por la esquina, asomando su fragmentado cuerpo de pasa de uva achicharrada.    
El tintineo de un juego de llaves rozó con violencia mis tímpanos y corrí a la puerta. Por la sonrisa de mi amigo pude entender que el mensaje había sido entregado con éxito. Pero no predije la mueca posterior. Había un pequeño gran inconveniente que habíamos pasado por alto; teníamos que esperar a un invitado importantísimo: el sueño.
Sofía le había dicho a Maxi que, el cabeceo de los abuelos Vargas, iba a comenzar en el mismo momento en que terminaran de engullir el almuerzo. Recién ahí, iba a poder robar las llaves. De todas formas no aseguró cuánto podía llegar a tardar aquel proceso. Había que esperar.
Unas horas después sonó el timbre. Era Florencia. Bajé a recibirla y me encontré con una adolescente hermosa y cordial, vestida de punta en blanco con un uniforme verde apagado y un palo de hockey negro y rosa. Tenía un flequillo de costado, algo revuelto, sujetado por un ganchito, lo que me hizo suponer que, hasta hacía poco, había estado jugando un partido.
Como no había almorzado mi mejor amigo le preparó un café con leche acompañado por uno de sus famosos sándwiches grasientos, cargados con manteca y mayonesa. Maxi compatibilizó con ella enseguida, y resultó un recurso bastante útil para romper la tensión inicial; resulta que a Florencia le fascina leer.
Entrada en confianza, nos contó que vivía con su papá y tres hermanos (dos varones y su melliza) y que no había vuelto a ver a su mamá desde que sus papás se habían divorciado. Con una amplia sonrisa nos relató, con lujo de detalles, el día en que había conocido a Sofía en el grupo de Perseverancia. También habló de las cabezas del grupo. Sus ojos turquesas se ensombrecieron cuando nombró al famoso Padre Carlos, y se cristalizaron cuando nos contó cómo, este hombre de religión, se encargó de advertirle a su mamá acerca de la “extraña” relación que mantenía con su compañera de grupo.
Las agujas volaron. Habíamos dejado las 17:00 hs en un pestañeo; volvimos a interrogar el reloj a las 17: 40 hs. La última que anunció la hora fue Florencia a las 18:00 hs, con tristeza. No hizo falta más. Unos minutos después, Sofía, tocaba la puerta de entrada con unos golpes bajos, pero, a la vez, incontrolables.
Tardaron en reconocerse, como si los nueve meses que llevaban separadas, hubieran vuelto sus jóvenes facciones irreconocibles. Se encontraron con la mirada y  en un abrazo que pareció interminable. Era un ciclo vicioso: reían, se detenían a mirarse, y volvían a reír. Y no era una sonrisa cualquiera. Era una sonrisa contagiosa, que nos involucraba a nosotros también. Porque Maxi y yo, como espectadores, tampoco podíamos parar de reír.
Las dejamos a solas. Bajamos y caminamos hasta el bar de la esquina. Volvimos una hora después, cuando Florencia se preparaba para irse a su casa. La despedimos con cariño y acordamos comunicarnos por teléfono para coordinar sus próximas visitas. Le aclaré que, como en unos días comenzaba a trabajar fuera de casa, quizás iba a resultar algo complicado organizarnos, pero, Maxi y yo, les aseguramos encontrar alguna solución.  
Maxi la acompañó hasta el hall y quedé a solas con Sofía. Ella estaba compungida, como si necesitara desatarse de la garganta algunas palabras anudadas. Llegaron con mucho esfuerzo:
 - Perdoname por haberte ocultado... todo.
Le batí el pelo con la mano y le dije una verdad que hasta a mí me pareció graciosa:
 - Siempre lo mismo. Todos eligen a Máximo... Igual ya lo suponía. Todo.
Sofía abrió la boca como un hipopótamo, pero de ella no salió ninguna palabra. Frunció el ceño con desmesura y comenzó a titubear. Me adelanté como un rayo:
 - Sino, ¿por qué razón iba a faltarme la película que vimos? 
La acompañamos hasta su departamento. Prometió dejarnos mensajes en el compartimiento cuando no pudiera cruzarse. Cerró la puerta con los ojos almendrados brillantes, como fuegos artificiales en plena explosión.
Maxi salió al rato. Hoy le esperaban las peores doce horas de la semana; tenía que ocuparse del cierre.
Apenas se fue, me preparé un cortado y me senté frente a la computadora. Aproveché la calma para arreglar la tanda de fotos que hace días vengo postergando, con entera dedicación. Nicolás fue mi salvavidas. Estaba haciéndome compañía en línea. Como me encontraba ocupada, intercambiamos a destiempo, algunos mensajes aislados. Hasta que no envió ninguno más. Abrí su ventana y entendí todo: cuando se me había caído el café, en la mesa de la computadora, por error, había presionado alguna tecla delatora. Me di cuenta tarde, tan tarde, que no me importó nada. Nicolás había visto, en vivo y en directo, el escándalo que tenía como pelo, la crema blanca entre las cejas, que embadurnaba mi inflamado grano rojo, la remera-pijama negra con el estampado de "Los Gonnies", la contracturada cara de concentración que adoptaba trabajando y la desesperación con la que había limpiado el café...
A él, el número, le pareció graciosísimo. Me enojé y  terminó disculpándose por no haberme avisado, aunque dijo que de todas maneras no se arrepentía. Creo que si acepté su pedido y me dejé ver, por propia voluntad, a través de la camarita, no fue por la bandada de piropos, ni porque me había encontrado “una belleza” agitando el trapo amarillo. Fue porque me estaba muriendo de ganas de verlo. Él resultó mucho más bello.