miércoles, 18 de julio de 2012


Mi casa se convirtió en un centro de refugiados. Ayer a la tarde, los esperé derrumbada en el sillón anestesiando el estómago con un té digestivo. Desde que había hablado con Rebeca y con Joaquín, tenía un nudo en la garganta que no me había dejado comer en todo el día. Pero necesitaba prevenirme. Presentía que en adelante, cada palabra o cada acción iba a caer por mi garganta con la misma velocidad que un yunque en el vacío. Tan equivocada no estaba: mientras que Laura y Maxi pujaban juntos de uno de los extremos del colchón berreta de una plaza y media, prensado como un arrolladito primavera gracias a la cinta de pintor que lo envolvía; yo recorría silenciosamente las escaleras del séptimo y el octavo piso para recolectar, con la ayuda de una palita y un escobillón, las bajas de goma espuma que sufríamos en el camino; cuando logramos llegar al departamento, ya había rebalsado casi dos bolsas de nylon con unas bolas esponjosas de color verde musgo del mismo diámetro que el de unas pelotas de ping pong. Estaba segura que la cantidad era la suficiente como para hacerle una cuchita a la medida exacta de la diminuta VilmaMiriam.
Si en  los dos últimos meses había divagado con la idea de que mi libertad estaba restringiéndose cada vez más; mientras armaba la cama en la nueva habitación de Maxi, no podía dejar de sentir que la pequeña porción que todavía sujetaba esperanzadoramente, estaba empezando a ser absorbida por los agujeros negros de su harapienta colchoneta. También me había dado cuenta que gran parte de mi molestia tenía una explicación menos chiquilina... le iba ceder a Maxi, el único lugar en el mundo que todavía conservaba la esencia de mi abuela; inclusive en el escritorio había mantenido, junto con su antigua máquina de coser, el último trabajo que había dejado sin completar. Y guardé todo por él: Laura movilizaba el Monumento a la Literatura hasta la habitación, al mismo tiempo que yo me encargaba de desocupar el cuarto. 
Estaba agotada tanto física como mentalmente. Y las nuevas porquerías que encontré en el recibidor me terminaron por desacomodar los nervios. A mis espaldas, el tarado de Maxi había complotado con Laura para traer su centro musical que, junto con su colección de vinilos, ocupaban el mismo espacio que un lavarropas. Pero lo que más me indignó fue ver que también había traído su mesa de computación desmontable, carcomida en algunos sectores por alguna bandada de termitas, para que su computadora, más grande que las maquinarias instaladas en el centro de mando de los Power Ranger, tuviera un lugar de apoyo.
Armamos la mesa en la habitación, pero no cabía; la puerta del placar no tenía espacio suficiente como para abrirse. Así que tuvimos que emparejarla junto con la mía. A las diez de la noche, cuando Laura se había ido a su casa, y ya habían pasado unas cuatro horas y media de nuestro primer día de convivencia; mientras Maxi terminaba de arreglar la ropa que alfombraba el piso de su cuarto; huí del ciber comunitario que habíamos desplegado en el living, y bajé a completar los ejercicios. 
Creo que si pude flagelarme durante veinte minutos con los síntomas insufribles de siempre, fue porque en realidad estaba buscando una seguidilla de infartos.