miércoles, 12 de septiembre de 2012

No estoy asombrada. Aturdida resulta demasiado. Quizás, la palabra correcta para describir mi actual estado emocional, debería ser menos efusiva... Estoy desilusionada. Si bien se acerca un poquito más, no llega a explicar del todo, la oleada de sentimientos que me despertó encontrarlo en esa situación.  
Ayer, luego de la irrupción del resucitado Gauchito Gil adicto a los anabólicos, las reacciones fueron disparejas: yo quise manifestarle mi agradecimiento macerándole, a la fuerza, un bife congelado en el ojo para intentar bajarle la hinchazón y Nacho, arisco, me rechazó de mala gana. Salió sin despedirse y lo escuché encerrarse en su departamento.
Hoy pasé la mañana relatándole a Maxi hasta el último detalle lo que había sucedido; intentamos idear algún tipo de plan para rescatar a Sofía, pero no llegamos a ninguna conclusión. Maxi tenía razón: es un poco alocado denunciar a una familia de catequistas por fanatismo religioso y xenofobia. En la comisaría se nos iban a reír en la cara. La otra alternativa era enfocarlo desde la privación de la libertad. Pero es exactamente igual de disparatado; Sofía es menor de edad y Los Vargas, como padres, tienen el poder de moldearle la vida como se les venga en gana. Todas las ideas que se nos ocurrieron eran arriesgadas, y si a futuro no resultaban, la única perjudicada iba a ser Sofía. Así que después de devanarnos el cerebro por horas, coincidimos en lo mismo: lo mejor que podemos hacer estos días es esperar que los humores se calmen un poco.
Ya había atardecido cuando tuve la brillante idea de invitar a Nacho a cenar. Quería reivindicarme y agradecerle por haber intentado ayudarme. La culpa me estaba matando; sentía que había sido muy dura con él y que había arruinado todo por una estupidez. Exageré. Él tenía otras expectativas para nuestro encuentro del viernes, y no tenía por qué solidarizarse con Sofía; también recordé que no le había ido muy bien, aquel sábado de junio, cuando se enfrentó al abuelo Vargas. Ese día el abuelo de Sofía se encargó de darle motivos suficientes para que no volviera a meter sus narices en problemas ajenos.
Llamé a su puerta convencida de que podíamos darnos otra oportunidad. Pero Nacho estaba en medio de otros planes... Se asomó al quinto golpe, dejando su cabeza entre el marco blanco y la puerta de cedro oscura. El ojo le había virado a una mezcla extraña de colores, entre un azul y un violeta tornasolado. Esta vez él no se acercó a saludarme. Le agradecí por socorrerme y me lamenté nuevamente por su ojo. Nacho, apurado, me dijo que no me preocupara, mientras volvía la cabeza hacía atrás. Me pareció que estaba ocupado, por eso le pregunté:
 - ¿Estás dando clases?
Contestó que sí. Me disculpé por la interrupción y cuando estaba por invitarlo a cenar en casa, una risa tonta y aguda, que venía desde el interior de su departamento, regó el pasillo. Era una risa de mujer; rápidamente deduje que esa mujer estaba acostada, porque no llegó con demasiada intensidad; se había escuchado entrecortada, como si tuviera el tórax presionado contra algo mullido. Nacho me dedicó una mirada tímida. Me trastorné como un toro mecánico. Le pegué una patada a la puerta, que me hizo doler hasta el alma, y él, que seguía agarrado del picaporte, retrocedió junto a ella. No me equivoqué. Estaba vestido solamente con un slip. Fui masoquista. Podría haberme ido, para mí estaba todo clarísimo, pero aposté todas las fichas: empujada por la intriga me abalance en su living-dormitorio, hasta tener en primer plano a una rubia que me resultó vagamente familiar. Parpadeé y exploré en los archivos de mi memoria hasta encontrar el identikit que se ajustara a sus rasgos faciales. Era la rubia espantapájaros; la que había visto unos meses atrás salir junto a él de su departamento. Estaba acostada en el sillón-cama verde botella, cambiando los canales de la mini televisión.