domingo, 19 de agosto de 2012


Mi edificio tiene catorce pisos y cada uno de ellos cuenta con tres departamentos. El piso catorce corresponde a la terraza. La dejé de visitar incluso antes de que mi abuela falleciera; es una terraza tétrica y fantasmagórica. La puerta de entrada es de un aluminio vencido y peligroso que sigo odiando hasta el día de hoy; cada vez que subía y la rozaba perdía un pedacito de piel. Las ventanas tienen unos vidrios esmerilados de color caramelo, y todas están rajadas de arriba hasta abajo. Hay una bacha de un metro por un metro de acero inoxidable que podría usarse habitualmente sino estuviera tapada desde hace décadas con los pelos blanquecinos y crespos del pekinés marchito de la “Vieja Normis” del 3 “C”. Hasta hace algunos años mi abuela era una de las pocas vecinas que usaba el tender colectivo. En realidad, lo hacía por exquisita y coqueta. No le importaba cargar el canasto de ropa hasta el último piso, y siempre justificaba el esfuerzo diciendo que, en el balcón, la ropa se impregnaba con la fragancia penetrante de las macetas de romero y albahaca de los naturistas del octavo. Miles de veces, a la hora de vestir sus polleras y sus remeras floreadas, la escuché gritarles a los del octavo que se sentía adobada como un pizza a la piedra. Pero un día no subió más; alguien se había apropiado del tender. Cuando me mudé con mi abuela, sospeché que el ladrón era  Florindo. Evidencias no me faltaban. En repetidas oportunidades, al pasar, lo había escuchado quejarse por la suciedades que dejaban el resto de los inquilinos. Y robar el tender me parecía una buena extrategia para evitar que nadie más subiera. Pero no...
El Sin Cara del “B”, irrumpió nuestro domingo con unos desesperados golpes en la puerta. Como Maxi estaba planchado el pantalón negro de trabajo sobre la mesada de la cocina, y estaba mucho más cerca de la puerta atendió él. Yo estaba en la computadora. No dejé mi trabajo hasta que escuché su voz. Me asomé hasta el recibidor arrastrándome en la silla. Maxi, que estaba con unos boxers rayados, me tapaba la visión. Tuve que acercarme para confirmarlo: lo vi apoyado contra la pared del pasillo, frotándose la frente. Con las pocas líneas que cruzaron entendí que, nuestro vecino, había dejado las llaves dentro de su departamento, y necesitaba el número de un cerrajero. Maxi que, más de una vez, por borracho o por despistado se había quedado afuera de su ex departamento le comentó que le iba a salir carísimo y se ofreció a solucionarle el problema.
A veces odio la bondad espontánea de mi amigo. Puede parecer poco solidario, pero si hubiese estado sola me hubiera quedado espiándolo detrás de la mirilla engrasándome los dedos, una y otra vez, con una bolsa de papas fritas aireadas.
Sin mi consentimiento lo hizo pasar al living y me vi obligada a saludarlo. Maxi lo hizo sentar  en el sillón. A todo esto, yo ya había vuelto a concentrarme en mi tema. Después de escucharlo abrir y cerrar los cajones de su habitación, volvió con una ganzúa, y un alambre a medio doblar. Daba gracia. Protestaba porque le faltaba una pinza y me exigió a mí que se la pidiera prestada a Florindo. Como yo me negué, dejó las cosas y se fue refunfuñando hasta lo del portero. El silencio me incomodaba. Me arrepentí. Creo que prefería mendigarle una herramienta al pez globo del portero que escucharlo despegarse la cuerina de los jeans. Además, como lo tenía de espaldas a mí no me podía deshacer de la idea de que se estaba sonriendo, con esos dientes blancos y esculturales de propaganda de dentífrico. Me di vuelta para comprobarlo y efectivamente fue así. Me dio tanta bronca que lo hice evidente:
-¿De qué te reís nene?
- De los boxers de tu novio.
Solté una risita tonta. Traté de taparme la boca con la  mano pero lo notó enseguida:
- Así estás más linda.
Nos levantamos sobresaltados cuando escuchamos los  ruidos del pasillo; era Florindo desatornillando la cerradura. Maxi, estaba parado junto a él dándole forma al alambre con la pinza. Lo vimos transpirar durante quince minutos. Con una mano mecía el alambre y con la otra la ganzúa. Estaba por darse por vencido cuando la puerta mágicamente se destrabó. El viento que corría por  mi departamento hizo que se abriera de par en par. Ni el mismísimo Florindo lo notó. Lo reconocí porque estaba abierto de costado; parpadeé bastante antes de afirmarlo: al final del pasillo estaba el tender contra la pared. No lo reconocí a primera vista porque, debajo del mantel blanco, tenía apoyado algo macizo que lo hacía confundir con una simple mesita. Creo que el “Sin Cara” vio mi cara de asombro porque se empezó a reír.