viernes, 31 de agosto de 2012


Olga no me devolvió la llamada. Pasó directamente por mi departamento y me encontró minutos antes de que saliera a hacer el ejercicio. Tenía el tiempo bien administrado: una hora estaba destinada a recorrer el barrio y media hora a llenarme el estómago antes de la sesión con Clara. Miré el reloj y le ofrecí acompañarme; a ella se le ocurrió que podíamos llevar a Capitán con nosotras, que hace semanas está escondido debajo de la mesa lamiéndose las patas atrofiadas o ladrándole a las palomas que se apoyan sobre el cableado de la Avenida San Juan.
Salió a los tropezones. Caminaba compungida mirando a los autos y al perro. Sentí que lo había traído como una excusa, porque se aferraba a la correa roja y amarilla, como si el perro la mantuviera atada y quieta junto a mí, y no al revés. Tomé aire y me concentré para interpretar el rol de Clara. Desde que habíamos bajado al hall no había vuelto a abrir los labios pintarrajeados con esa pasta rosa chicle con la que se suele untar. Inicié la conversación con un tono cálido y formulé las palabras claves: no iba a juzgarla. Mágicamente después de mirarme de reojo, durante unos segundos, se abrió como una ostra sobre la palma de mi mano. Después de caminar seis cuadras, cuando le pregunté por Florindo y por la mujer de él, Susana, se detuvo en seco en la esquina de la calle 24 de Noviembre y se derrumbó sobre mi cuerpo con el peso muerto del suyo. Me empapó el hombro con un torrente de lágrimas gruesas y pesadas que cayeron con la misma fuerza que los baldazos sorpresivos de los aires acondicionados empotrados en las paredes de los edificios. Acariciándole el pelo, noté que unas raíces negras brillantes empezaban a entremezclarse con el rojo oscuro de sus tirabuzones. Y cuando dejó los anteojos bamboleando sobre su pecho me espanté. Descubrí que detrás de los vidrios tenía unos pozos profundos, grisáceos y colorados, que automáticamente me hicieron imaginarla en una bata rosa, sumergida en la oscuridad del living de Florindo. Sí, estaba hecha una piltrafa. Olga se enjugaba las lágrimas delicadamente tratando de no correr la pintura de sus pestañas de plumerillo, mientras me contaba lo apenada y avergonzada que estaba. Se arrepentía de todo: de la fuga adolescente y de haber abandonado a su familia. Creo que cualquier otra persona hubiera abierto los ojos como platos; pero a mí no me movió ni un pelo de la ceja enterarme que Florindo la había engañado. No se había separado de la mujer, y por nada del mundo tenía pensado hacerlo.
Antes de ayer Olga había levantado los mensajes que tenía atascados en la casilla, y asustada, le pidió al pez globo una determinación. Y él, como buen cobarde que es, cambió de actitud, como si Olga se hubiera convertido en un carbón en llamas dentro de sus calzoncillos. Puso las cosas en claro: lo de ellos era una especie de luna de miel, pero sin casamiento. Y la luna de miel tenía una fecha de vencimiento: el lunes, el día en que Susana volvía de visitar a su media hermana tucumana.
Intenté ser objetiva y mantuve al margen mis pensamientos negativos acerca de Florindo. Se conmovió cuando le recordé que Gisella estaba en el quinto mes de embarazo, y que su ausencia seguramente estaba llenándola de disgustos. Se puso peor cuando le notifiqué que mi mamá se había enterado, por Gisella, que su angina, en realidad, era una mentira que ocultaba su romance secreto.
Caminamos durante una hora. El último tramo lo hicimos en silencio. Me pareció que repasaba mentalmente las explicaciones que iba a darle a su marido y a mi mamá. Si Florindo no la quería, no  tenía otra alternativa. Tenía que volver. Le ofrecí que se quedara en mi casa hasta que sus asuntos se resolvieran, pero con la condición de que primero llamara a todos y se disculpara. 
La acompañé hasta el piso de Florindo y la esperé sentada junto con Capitán, en las escaleras mohosas, mientras se despedía y juntaba sus pertenencias. Escuché que el portero le susurraba algunas barbaridades, temiendo despertar la atención de los vecinos; de todas maneras sus pitidos eran tan agudos que traspasaron las paredes marchitas sin esfuerzo.
Bajamos juntas por la escalera. Preparamos sándwiches y comimos en silencio. Le pedí que se bañara y que se acostara en mi cama, y me fui a la terapia.
VilmaMiriam me recibió con una sonrisa. Me preparó un cortado frío y lo tomé mientras esperaba que el turno del paciente anterior terminara. Hablamos poco; estaba muy concentrada rellenando unos formularios. 
Clara despidió al paciente en horario y me hizo pasar al living, mientras se ataba una bandana amarilla en la frente. Tenía un enterito veraniego y corto, que dejaba sus rodillas al descubierto. Parecía estar hecho de una tela fina y sedosa, y el estampado, de flores lilas y amarillas, le daban un aspecto primaveral; combinaban con el cielo azul profundo, sin una sola mancha blanca, que se asomaba por el ventanal. Apartó las hojotas lilas a un costado del sillón, se cruzó de piernas y estiró los dedos del pie hacia arriba. 
Hablamos del ejercicio. Le enumeré las calles que recorrí y contabilicé el tiempo aproximado que estuve fuera. Le conté acerca de mi pelea con Maxi, el incidente con Olga, y los nervios que me generaba la cita con Nacho.
Las advertencias del próximo ejercicio sucedieron como un ritual; tengo que empezar los viajes urgentemente, en lo posible debo hacerlos acompañada, y los primeros no deben durar demasiado.