Olga no me devolvió la llamada. Pasó
directamente por mi departamento y me encontró minutos antes de que saliera a
hacer el ejercicio. Tenía el tiempo bien administrado: una hora estaba
destinada a recorrer el barrio y media hora a llenarme el estómago antes de la sesión con
Clara. Miré el reloj y le ofrecí acompañarme; a ella se le ocurrió que podíamos
llevar a Capitán con nosotras, que hace semanas está escondido debajo de la
mesa lamiéndose las patas atrofiadas o ladrándole a las palomas que se apoyan
sobre el cableado de la Avenida San Juan.
Salió a los tropezones. Caminaba
compungida mirando a los autos y al perro. Sentí que lo había
traído como una excusa, porque se aferraba a la correa roja y amarilla, como si
el perro la mantuviera atada y quieta junto a mí, y no al revés. Tomé aire y me
concentré para interpretar el rol de Clara. Desde que habíamos bajado al hall
no había vuelto a abrir los labios pintarrajeados con esa pasta rosa chicle con
la que se suele untar. Inicié la conversación con un tono cálido y formulé las
palabras claves: no iba a juzgarla. Mágicamente después de mirarme de reojo,
durante unos segundos, se abrió como una ostra sobre la palma de mi mano.
Después de caminar seis cuadras, cuando le pregunté por Florindo y por la mujer
de él, Susana, se detuvo en seco en la esquina de la calle 24 de Noviembre y se
derrumbó sobre mi cuerpo con el peso muerto del suyo. Me empapó el hombro con
un torrente de lágrimas gruesas y pesadas que cayeron con la misma fuerza que
los baldazos sorpresivos de los aires acondicionados empotrados en las paredes de
los edificios. Acariciándole el pelo, noté que unas raíces negras brillantes
empezaban a entremezclarse con el rojo oscuro de sus tirabuzones. Y cuando dejó
los anteojos bamboleando sobre su pecho me espanté. Descubrí que detrás de los
vidrios tenía unos pozos profundos, grisáceos y colorados, que automáticamente
me hicieron imaginarla en una bata rosa, sumergida en la oscuridad del living de
Florindo. Sí, estaba hecha una piltrafa. Olga se enjugaba las lágrimas delicadamente
tratando de no correr la pintura de sus pestañas de plumerillo, mientras me
contaba lo apenada y avergonzada que estaba. Se arrepentía de todo: de la fuga
adolescente y de haber abandonado a su familia. Creo que cualquier otra persona
hubiera abierto los ojos como platos; pero a mí no me movió ni un pelo de la
ceja enterarme que Florindo la había engañado. No se había separado de la
mujer, y por nada del mundo tenía pensado hacerlo.
Antes de ayer Olga había levantado los mensajes
que tenía atascados en la casilla, y asustada, le pidió al pez globo una
determinación. Y él, como buen cobarde que es, cambió de actitud, como si Olga se
hubiera convertido en un carbón en llamas dentro de sus calzoncillos. Puso las
cosas en claro: lo de ellos era una especie de luna de miel, pero sin
casamiento. Y la luna de miel tenía una fecha de vencimiento: el lunes, el día en que Susana volvía de visitar a su media hermana tucumana.
Intenté ser objetiva y mantuve al margen
mis pensamientos negativos acerca de Florindo. Se conmovió cuando le recordé
que Gisella estaba en el quinto mes de embarazo, y que su ausencia seguramente estaba llenándola de disgustos. Se puso peor cuando le notifiqué que mi mamá se
había enterado, por Gisella, que su angina, en realidad, era una mentira que ocultaba su romance secreto.
Caminamos durante una hora. El último
tramo lo hicimos en silencio. Me pareció que repasaba mentalmente las
explicaciones que iba a darle a su marido y a mi mamá. Si Florindo no la quería, no tenía otra alternativa. Tenía que volver. Le
ofrecí que se quedara en mi casa hasta que sus asuntos se resolvieran, pero con
la condición de que primero llamara a todos y se disculpara.
La acompañé hasta
el piso de Florindo y la esperé sentada junto con Capitán, en las escaleras mohosas, mientras se
despedía y juntaba sus pertenencias. Escuché que el portero le susurraba algunas
barbaridades, temiendo despertar la atención de los vecinos; de todas maneras sus pitidos eran tan agudos que traspasaron las paredes marchitas sin esfuerzo.
Bajamos juntas por la escalera.
Preparamos sándwiches y comimos en silencio. Le pedí que se bañara y que se
acostara en mi cama, y me fui a la terapia.
VilmaMiriam me recibió con una sonrisa.
Me preparó un cortado frío y lo tomé mientras esperaba que el turno del
paciente anterior terminara. Hablamos poco; estaba muy concentrada rellenando unos formularios.
Clara despidió al paciente en horario y
me hizo pasar al living, mientras se ataba una bandana amarilla en la frente.
Tenía un enterito veraniego y corto, que dejaba sus rodillas al descubierto.
Parecía estar hecho de una tela fina y sedosa, y el estampado, de flores lilas
y amarillas, le daban un aspecto primaveral; combinaban con el cielo azul
profundo, sin una sola mancha blanca, que se asomaba por el ventanal. Apartó
las hojotas lilas a un costado del sillón, se cruzó de piernas y estiró los
dedos del pie hacia arriba.
Hablamos del ejercicio. Le enumeré las calles que recorrí y contabilicé
el tiempo aproximado que estuve fuera. Le conté acerca de mi pelea con Maxi, el incidente
con Olga, y los nervios que me generaba la cita con Nacho.
Las advertencias del próximo ejercicio
sucedieron como un ritual; tengo que empezar los viajes urgentemente, en lo posible
debo hacerlos acompañada, y los primeros no deben durar demasiado.