jueves, 19 de julio de 2012


Creo que Martín y yo, no vamos a volver a vernos. Después de lo que pasó ayer, tenía pensado quedarme escondida en la cama. Quería que el colchón se abriera en dos, me absorbiera hasta su interior y me asfixiara con una tormenta de plumas. Pero a mi cuarto llegó el olor a tostadas quemadas, y me acordé de que estaba conviviendo con Maxi. Salí de la habitación a los tumbos; en un microsegundo había imaginado que lo iba a encontrar danzando alrededor del primer foco de incendio de la temporada. Y yo estaba dispuesta a apagarlo con las inútiles bombachas que había juntado de la pila de ropa. Por suerte, solamente lo encontré untando cuatro tostadas de pan negro con manteca y mermelada. No lo podía creer. Dos eran para mí. Mientras me sentaba y lo mirada algo extrañada, me sirvió café y me alcanzó la azucarera. Sabía que no podía durar mucho tiempo:
 - Qué fea que sos a la mañana.
No le contesté. Hoy sí tenía razón. Durante toda la noche había llorado por el estúpido de Martín. Me levanté para reflejarme en el microondas y lo comprobé; tenía los ojos aglobados y alrededor de ellos, por tener la piel paspada, se me había formado una pequeña comunidad de arrugas. También sentía que por la noche el Ratón Pérez me había visitado un poco confundido, y me había reemplazado la nariz por dos kilos de morrones rojos. Maxi me miraba. Esperaba que le dijera algo, pero la verdad lo único que quería era llenar un poco el estómago y volverme al cuarto, para matar la mañana petrificada bajo las sábanas. Pero dio el primer paso:
 - Ayer cuando volví, vi a Martín dentro de su auto.
Como Maxi me había avisado con antelación que iba a salir con una “preciosura”, me pareció innecesario comentarle que Martín iba a venir a cenar. No tenía ganas de escuchar el discurso de nadie. Preferí no darle importancia, y le respondí que había pasado un rato para dejarme unas cosas mías.
 -¿Te dejó un vino?
Despegó los brazos que tenía apoyados en la cintura a modo de protesta, y me señaló con un dedo fugaz y vergonzoso, la botella que estaba apoyada en una bolsa de nylon sobre la mesada. El mugriento se las había dado de Sherlock Holmes y la había desenterrado del fondo de la basura;  cuando noté que tenía pegados unos pedacitos de mozzarrella con óregano de la pizza que habíamos encargado a la noche, no me pude contener y exploté de la risa. Inmediatamente volví a recordar la pelea que tuve con Martín y volvió a visitarme el llanto. Maxi me serenó y pude contarle, hasta con una pizca de humor, por qué creía que Martín y yo no nos íbamos a volver a ver: Martín llegó dispuesto a sacarme a cenar afuera. Por las dudas, estaba preparada con una excusa coherente en caso de urgencia; me negué y le dije no podía irme, porque Maxi todavía no tenía las llaves para entrar. Desistió, y un rato después llegó la pizza. Acercamos la mesita ratona y comimos en el sillón. Cuando terminamos, me abordó:
 - El viernes pasado te llamé al trabajo.
Martín lo sabía, y me había puesto a prueba  desde el principio. Tendría que haberlo sospechado cuando la invitación se había tornado a un tono más imperativo; pero no me extrañó. Era él, el que siempre tomaba las riendas, y yo era la que siempre lo seguía, meneando la cola sin chistar.
 - Me atendió una mujer. Me dijo que hace más de dos meses que no vas
    a trabajar. No me sabía decir  ni por qué. Hasta me preguntó a mí. ¿Por
    qué me mentiste?
Estuve a punto de preguntarle si la había atendido la víbora de Rebeca, pero Martín siguió acorralándome:
 - No salís de tu casa. Desde el lunes hasta ayer, te vi salir una vez y
   te quedaste parada en la puerta.
Lo odié profundamente. No lo quería escuchar más. Le quería tapar la boca con las porciones de fainá que habían venido de regalo, y los agujeros nasales con las aceitunas negras que había dejado en el borde del plato. Estaba escandalizada. No razoné lo que le respondí:
 - No. Salí tres veces. En vez de espiarme, ¿por qué no me preguntaste?
 - Porque no me ibas a decir nada.
 - Vos tampoco me dijiste que cagaste a FLA con una guía de turismo.   
Después de reprocharnos un montón de estupideces más, nos  quedamos en silencio durante media hora. Acordamos hablar en otro momento. Nos despedimos con un beso en la mejilla, y se fue.