jueves, 16 de agosto de 2012



Casi paso por alto el nuevo tachón en mi almanaque mental. Ayer se cumplieron tres meses desde mi último viaje en el colectivo 101, y de que el médico octogenario de barba color cenicienta me diagnosticara con un aire frío y rutinario que estaba pasando por un cuadro nervioso. Tanto él, como el psiquiatra que me atendió al día siguiente, (el que me aseguró un principio de agorafobia), se deben haber olvidado de mí y de mi situación. Desconocen que hace más de tres meses que no llevo una vida normal; que vivo del trabajo que realizo desde casa, que para la mayor parte de las tareas normales dependo de terceros, y que mis lazos y mis hobbies quedaron seriamente restringidos. Me impacienta la idea de imaginar que todos los días, otras mujeres y otros hombres, cerca o lejos, deben descubrir por boca de otros especialistas, helados como témpanos, que sus problemas en realidad tienen raíces más profundas y significativas. 
Extrañamente, el que no se olvidó de mi aniversario fue Maxi. Hoy, a las 7:30 am, me despertó con un circo de sonidos. Me convenció de salir de la cama cuando me zarandeó en la cara una porción de torta milhojas que, sus compañeros de cierre, se habían repartido entre ellos. Para darle un detalle festivo, se le ocurrió adornarlo con un sahumerio que incrustó torcido en el centro del triángulo. Mientras Maxi se duchaba, yo me mantenía ocupada tragando sin pausa el masacote de hojaldre y dulce de leche. Debía cumplir la obligación que tenía para con Joaquín. Cuando llamé a la productora eran las 9:00 am. Me atendió una voz que no reconocí; que no correspondía a la de Paola, la recepcionista de cera, ni tampoco a la de la víbora cascabel de Rebeca. Se presentó así misma con el nombre de Fabiana y con un destello ingenuo, me recalcó orgullosamente que era la nueva empleada administrativa. No me llamó la atención; estaba acostumbrada a que, cada cinco meses, se incorporaran al staff caras jóvenes y extrañas. Pero nunca hubiera imaginado que, esta vez, el recambio iba a afectarme directamente a mí. 
Corté su enérgica presentación y le pregunté por Joaquín. Revolvió en su memoria precoz, y se disculpó por no conocerlo. Me pidió su apellido y se lo deletreé. Ahora tenían otro método. Lo buscó en la computadora, y tras un largo silencio me dio la peor noticia de todas; que impactó en mi frente como un chorro bajo presión. A Joaquín lo habían echado a principio de mes. Seguido, me preguntó mi nombre, y escuché como sus dedos se desplazaban velozmente sobre el teclado. También lo estaba mecanografiando. Mientras registraba su novedosa base datos y clickeaba el ratón compulsivamente, una serie de detalles, a los que no les había prestado demasiada atención, se unieron para clarificarme el panorama: recordé que en las últimas tres semanas no había recibido ni un solo e-mail guía de Joaquín, que en la última quincena había colaborado con Marisa para un nuevo proyecto del que no sabía demasiado, y que la cantidad de fotografías que Rodrigo me mandaba semanalmente habían disminuido considerablemente.
Escuché un último enter seco y traté de hundir el auricular en mi oreja para captar cada una de sus palabras. Por un instante pensé que el corazón se me iba a escapar por la boca. La administrativa me dijo que tenía que comunicarme con la nueva encargada del departamento de diseño, porque no figuraba en su lista de empleados. Dijo su nombre y me mareé. La nueva encargada era Rebeca. Transfirió la llamada directamente a su interno y cinco minutos después, en una espera casi eterna, Rebeca, me atendió con una voz sosa y soberbia. Escuchaba que se mecía una silla,  y no pude evitar pensar que disfrutaba esta clase de situaciones. Lo confirmé cuando me dijo que todos estaban al tanto de que mi enigmática ausencia tenía que ver con una licencia psiquiátrica. Como no le contesté continuó hablando. Me informó que estaban analizando mi ''caso'', y me recomendó que la volviera a llamar el martes por la mañana. Solté un gritito ahogado. Traté de ser cordial y corté antes de que se me escapara alguna barbaridad. Me sentía agotada. 
Corrí al cuarto de Maxi. Aunque se había acostado limpio, todavía vestía con el uniforme de trabajo. Preferí no despertarlo. Era la técnica que usaba de vez en cuando; los días que generalmente estaba muy cansado y debía despertarse para cumplir nuevamente con el ciclo de trabajo.
Me adorné lo mejor que pude, arremoliné mi pelo en un rodete prolijo, busqué el paraguas beige y caminé hasta el bar. Había dejado la libreta y el cronómetro. No me importó, porque sabía que de todas maneras mi cuerpo me iba a informar el momento exacto en el que debía volver a casa. Pedí un cortado en jarrito y miré a la gente perderse en la niebla de agosto. El celular sonó en el mismo momento que llegó el pedido a la mesa. Era Juan. Se disculpó por su ausencia. Habló de temas aburridos; de mediaciones y de audiencias. Me sedujo con frases románticas y me invitó a disfrutar la tarde con él.