lunes, 20 de agosto de 2012


Batí un nuevo récord. No huí a mi casa. No me refugié en el baño. No tuve palpitaciones; no sentí ni un solo calambre. Pero no estoy completamente feliz; no llegué a escuchar lo que Sofía tenía para decirme.
De treinta y cinco minutos pasé a cronometrar cincuenta minutos. Me gustaría haber empezado ayer, pero no pude porque el “Sin Cara” y su cerradura le robaron a Maxi el poco tiempo de ocio que tenía. Intenté con Laura, pero ya había planeado pasar una tarde romántica con Franco que, hoy a la mañana, viajaba por cuestiones laborales a Carmen de Patagones. Tenía miedo de dar un espectáculo; sola no iba a ir. Además, para este ejercicio, Clara me aconsejó un millón de veces que alguien de confianza se prestara a hacerme compañía por si algo no salía bien.
Hoy, como Laura estaba sola y deprimida, me llamó para ofrecerme su ayuda. Nos encontramos en hall de mi casa y caminamos juntas hasta la esquina. Por un momento me tentó la costumbre. Miré a la mesita de afuera con melancolía; la sentía como una vieja amiga de parrandas abandonada. Pero Laura me empujó hasta la puerta principal, que se abrió sola por el peso de mi cuerpo. El llamador de ángeles hizo que los tres comensales que se encontraban desparramados en las puntas nos examinaran meticulosamente. Me sentí como una radiografía humana; especialmente cuando el mozo se paró delante de nosotras y meneó el pañuelo blanco en la mano, señalándonos un estacionamiento libre al fondo. Como mis piernas no respondieron a su sugerencia, Laura continuó empujándome. No le hice caso a ninguno de los dos. Me giré y me senté en la mesa que estaba más cerca de la puerta. Me pareció la mejor opción en caso de que volvieran los síntomas. Leí y releí el menú aunque sabía que al final, mis nervios, me iban a llevar a pedir lo de siempre. Pedí un cortado en jarrito y  Laura se pidió un submarino con una porción de tarta de manzana, y le explicó al mozo que tenía angustia oral.
Al bar el nombre le sienta perfectamente. “Harmony” es armonioso: cada vez que alguien abría la puerta una ráfaga fría se entremezclaba con el olor que despedían las medialunas de manteca y de grasa que estaban apoyadas sobre el mostrador. Los clientes solamente se molestaban entre ellos para pedirse los rubros aislados de los diarios despedazados. La música funcional era relajante. La que no estaba relajada era Laura, que cada dos por tres mutilaba furiosamente el aire con la cucharita. Me contó que a Luqui lo habían expulsado de natación porque, a diferencia del resto de los chicos del grupo, no había aprendido a flotar y usaba las cabezas de los compañeritos para mantenerse en la superficie, y  que también hacía tres días que lo habían inscripto en unas prácticas de básquet en el mismo polideportivo. También me habló de su crisis personal; quiere volver a retomar sus estudios pero no sabe como alternarlos con las tareas de la casa, el nene y los viajes de Franco. Volví a mirar el reloj cuando los temas se habían agotado, y cuando Laura ya no tenía ni un solo cristal de azúcar en el platito de café para pegarse en la yema del dedo índice. Era enfermizo verla. Parecía una rata nerviosa; demostraba su malestar mordisqueándolos con las paletas. La acompañé hasta el auto, la hice soltar los sobres de azúcar que se había robado, y nos despedimos. Subí los nueve pisos por escalera. En el pasillo me encontré con Sofía que estaba tocando la puerta de mi departamento. Pasó al living y le ofrecí gaseosa y Titas. Me convenció de mirar una película. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y leyó en silencio, durante más de diez minutos, las sinopsis del reverso de las cajitas. Del montón terminó eligiendo un drama; El niño pez. No hablamos durante toda la película. Faltando poco para el final me robó el control y la detuvo con el botón de pausa. No me había dado cuenta que lloraba hasta que giré la cabeza. La abracé. Fue peor; lloraba a cántaros. Su pregunta me incomodó y me tomó por sorpresa:
  -¿Te puedo contar un secreto?
No me miraba; estaba avergonzada por algo. Antes que le dijera que sí, que me podía contar cualquier cosa, unos gritos que repetían su nombre llegaban del pasillo. Era su abuela. Se limpió los ojos y se fue corriendo sin ver el final de la película.