Ayer, chateando con mi
hermana, develamos que posiblemente mi departamento se encuentre contaminado
con un aura negativa. Por eso, hoy, después de remojarme dos
horas el cerebro con unos vídeos introductorios a los conceptos
básicos del Feng Shui, terminé arrastrándome por todos los cuartos para
fulminar con la mirada a aquellos objetos sospechosos, posibles
responsables de perturbar mi paz mental. Me faltaron dos líneas negras en
cada cachete, cantar el Haka y plantarme un cinturón cruzado cargado con
un martillo de fantasía y una pinza imaginaria. De todas formas, después de un
largo ejercicio de observación terminé concluyendo que lo mejor era contratar
una buena aseguradora, sumarle unos ladrillos al changuito online de Easy
y detonar una bomba motolov en cada ambiente. Al parecer, mis ventanas, mis puertas y demás
objetos inamovibles, se oponen a la correcta orientación predicada por los sabios de Oriente; también concluí que para llevar a la práctica sus teorías
de Penthouse es requisito excluyente disponer de una cuenta encubierta en Suiza. La realidad es que solamente alcancé a ahumar la casa con
un sahumerio verde manzana con aroma a insecticida del monte, a enduir las
raquíticas patas de la mesa de la cocina (e interrumpirle la terapia
canina a Capitán) y por último, a deshacerme del felpudo apolillado del recibidor. Después de examinarlo un buen
rato, me sorprendí al darme cuenta que
las inscripciones delataban el estado sentimental en el que me encontraba hace
unas semanas atrás: la “w” de WELCOME había desaparecido (como mi relación con
Martín), en cambio ahora podía leer “ELCOME” (él va a venir). Sospecho que
tirarlo al tacho, junto con ocho bordes de pan lactal, fue un buen
síntoma. Quizás, ya no lo espero.