sábado, 11 de agosto de 2012

Ayer las cancelaciones se extendieron como una gran epidemia. La primera que desparramó el virus fue Olga, que me llamó al mediodía, para avisarme que estaba enferma y que no podía venir. Creía que su garganta se había contagiado de Parkinson. Su voz, al principio firme y segura, se había convertido en un hilo entrecortado y tembloroso. Fue en medio de una de las pausas que tuve un presentimiento extraño; escuché algo parecido a un traqueteo doble, y me pareció que, del otro lado, sus pulmones se habían tragado todo el oxígeno, como si tuviese miedo de que algo se le escapara. No le presté demasiada atención. Era el ascensor que aterrizaba en un piso no muy alejado. Acordamos que iba a venir el lunes, si antes mi mamá no se le adelantaba y cortamos. Llamé al consultorio de Clara y me atendió VilmaMiram. No quería mentirle. Pero, Juan, terminaba la reunión con el cliente de la calle Pavón, a la misma hora que empezaba la sesión. Usé la excusa de Olga. Me tapé la nariz con una hebilla, y me permití sobreactuar un ataque de tos sobre los microagujeros del tubo del teléfono. VilmaMiriam me compadeció. Me recomendó guardar cama, y me dictó de memoria, la famosa receta que había inventado su tatarabuela. Era una sopa con cabellos de angeles y un mix de vegetales crudos con huesos de caracú, que fingí anotar mientras repetía unos "ajás" que intentaban sonar interesados. Me dijo que si algún paciente cancelaba, podíamos acordar un día de recupero, y nos despedimos. Me acicalé de cabo a rabo; y aunque los nueve pisos me hicieron transpirar hasta la última gota de cafeína, corriéndome el delineador y el rimmel que había repasado tan prolijamente, no me podía quejar. Me había atrasado quince minutos, y los valieron. No quiero exagerar, pero estaba despampanante. En la calle intenté congeniar pasos seductores y decididos, pero cuanto más me esforzaba, más adolescente me sentía. Me hacía pis del miedo y la risa; hasta ese momento no había reparado en la idea de que después de tantos años iba a volver a tener una cita con alguien nuevo; alguien que no era Martín. Y me encantaba. Desde que habíamos acordado la hora y el lugar, me había imaginado la imagen perfecta: cuando llegara a la esquina, ahí iba a estar él. Informal pero de traje, con una mueca seductora, revolviéndose impaciente sobre su asiento y sosteniendo en su mano un ramo de rosas blancas, envuelto por un papel transparente de regalo. Yo me iba a  morder el labio, iba a revolear los ojos y me iba a excusar por mis cachetes pálidos enrojecidos. Como no me podía arriesgar demasiado, había planificado que, después de media hora, lo iba a invitar  a continuar la charla en mi casa. Pero nada de esto pasó. Juan no me esperaba. Pese a que las mesas estaban totalmente vacías, no me desalenté. Mi humor siguió intacto. Irradiaba una luz superior a los últimos rayos del día. Me sorprendí sonriéndole a todos los transeúntes; hasta saludé con un gesto a Andrea la  anti del 1° "A", que me descubrió acomodándome el push up izquierdo del corpiño cuando arrastraba, por la misma vereda, su changuito de compra baqueteado. Y lo esperé. Diez minutos. Veinte minutos. Treinta minutos. Treinta y cinco. Era la segunda vez que le rechazaba el menú al mozo, cuando me sonó el celular. Leí la primera frase y se me apelmazó el pecho. No iba a venir, se había ''atrasado''. Volví inmediatamente. En menos de cinco minutos mi humor dejó el subsuelo para descender hasta el subterráneo. La puerta del ascensor se descorrió en el mismo momento que atravesaba el pasillo. Pude confirmar lo que creía cuando asomaron sus panzas. Primero salió Florindo, luego salió Olga, con una distancia fingida. Olga dio un respingo y soltó la cartera que llevaba en la mano. La ayudé a recoger el estuche de los anteojos, la pomada de las várices y el lápiz labial rosa. Así como la encontre, la dejé. Me di media vuelta y subí las escaleras.