viernes, 7 de septiembre de 2012



Entreabrí los ojos y estaba todo en blanco. Blanquísimo; de un blanco especular. Quería despertarme, cambiar la diapositiva. Pero resultó imposible. No estaba soñando que viajaba sentada en una aerosilla al corazón del cerro montoto en pleno Bariloche; fue mucho mejor que un sueño. Tenía un cuadrado de papel en blanco pegado en mi frente, que caía sobre mis ojos, hasta taparme los labios. Con la respiración entrecortada, la hoja se levantó en el aire y gracias a la distancia, leí y releí unas palabras, de trazos suaves y grises, escritas con lapicera negra: era un mensaje de Nacho. Recuperé la conciencia totalmente y las asociaciones se unieron en mi cabeza sin esfuerzo. No había duda; la había dejado debajo de mi puerta y el tarado de Maxi se había encargado de cortar dos trozos de cinta de pintor para adherirlo en mi frente como una calcomanía en un parabrisas. El mensaje decía:
-Perdoname que no te avisé. Reemplazo de último momento. Pasa por mi 
  casa cuando te despiertes. Ignacio.
Volé de la cama y me vestí en un microsegundo. En la cocina, encontré a Maxi tomando mates y leyendo el diario. Mandy ya se había ido a trabajar. Automatizado, sin levantar la vista del suplemento, me señaló la cafetera. El café estaba fuerte y frío, pero lo tomé de un sorbo como un shot de tequila. Me envolví en mi  campera negra, y antes de salir, Maxi, me miró fijamente; entre risas, me advirtió:
 - Fer...lleva paraguas.
Le di un beso en la cabeza y salí del departamento. Nacho abrió la puerta enseguida. Me estaba esperando. Tenía la campera de cuero puesta y llevaba un morral del mismo color cruzado sobre el pecho. No entendí que era lo que le causaba tanta gracia, hasta que despegó un pedacito de cinta blanca que había resucitado inexplicablemente en mi cachete izquierdo. El dolor hizo que soltara un gritito ahogado. 
Salimos indecisos. Él no había desayunado y yo tenía ganas de comer un tostado king. Sin un acuerdo previo, caminamos hasta el bar. Había dejado de llover, pero los paños azules de las sillas seguían chorreando unas gotas del tamaño de unas pelotas de golf, que bajaban violentamente por los caños grises de acero hasta desembocar en la vereda.
Como la masa de nubes manchadas absorbieron por completo la luz natural, el interior del bar estaba iluminado al máximo por los paneles de luz naranja; y gracias a ellas, las paredes rojas, refulgían mostrándose en algunos sectores con un rojo sangre cegador. El mozo cantor no estaba de humor. Tardó añares en atendernos, confundió el pedido de Nacho con el de un señor mayor que estaba a seis mesas de distancia, y cuando volvió con el correcto, lo hundió con un golpe seco en la mesa, salpicando la espuma esponjosa del café irlandés en el mentón de Nacho. Se lo limpié riéndome, como él antes lo había hecho con la cinta de pintor.
Batiendo escandalosamente la cuchara, se disculpó por su repentina ausencia. El domingo por la tarde, Federico su mejor amigo y bajista del dúo, había conseguido, a último momento, la posibilidad de dar dos presentaciones en un teatro pequeño de la ciudad de Uribelarrea. También se disculpó por no avisarme que, el miércoles a la noche, tuvo que reemplazar a un guitarrista de una banda amiga, indispuesto por una gastroenteritis.
A la hora, Nacho notó mi cara de preocupación. Eran las doce y media del mediodía. Había  tiempo de sobra, pero la idea del ejercicio incompleto me impacientaba. Cuanto más tarde se hiciera menos probabilidades tenía de encontrar un colectivo vacío; además a las 16:00 hs tenía que estar en lo de Clara.  Nacho fue insistente:
 - Dejame acompañarte, por favor. Tengo un alumno recién a las tres.
Me negué por vergüenza. Me daba muchísimo miedo lo que pudiera llegar a pasar; pero a Nacho no le importó y cuando salimos del bar se me pegó a mi cuerpo como un perro de la calle sin dueño.
El 53 vino recargado. La multitud estaba desparramada por todos los recovecos aprovechando al máximo el ínfimo espacio de la cafetera destartalada; la comparación con una gran empanada de carne cortada a cuchillo, rebalsada de contenido, no me pareció tan alocada. 
Hicimos la mayor parte del viaje parados. Axilas, brazos y demás partes del cuerpo humano se entrecruzaron entre nosotros distanciándonos. Durante el viaje Nacho no me dio respiro. La seguridad que me demostró en tierra se desvaneció apenas arrancamos, con la verborragia que se le disparó inconscientemente. Me di cuenta de que era la manera que tenía para tranquilizarse. Estaba aterrado de que tuviera un ataque ahí mismo, junto a él. A los gritos me hablaba de sus películas preferidas, las bélicas. Me enteré de que tiene especial simpatía por Pelotón y ¡Viven!, y también por un norteamericano, ya fallecido, que cuenta con una docena de películas de culto. Inmediatamente continúo hablando de sus ex-parejas: solo tuvo una novia a los dieciocho años, y el resto fueron relaciones esporádicas que le llegaron a durar lo mismo que una púa de guitarra en un recital. Asentí con la cabeza restándole importancia a ese pequeño detalle, que contaba como un dato secundario y aleatorio; no me sorprendió que lo atribuyera a su complicada profesión. 
Bajamos en el cruce de la Avenida Pedro Goyena y Beauchef. Sentí que nos alejamos más de lo que hubiese querido.  
Hicimos la vuelta a pie, y Nacho recién comenzó a distenderse cuando cruzamos la Avenida Boedo. 
LLegamos al edificio cuando faltaba media hora para su clase. En el hall, no me pude negar a usar el ascensor. Nacho tenía razón: si había podido estar más de dos horas fuera de mi casa, por qué no iba a poder estar cincuenta segundos en un cubículo asfixiante. Me convenció con su promesa:
 - Ni lo vas a sentir.
Y fue verdad. Ni lo sentí; lo que sí sentí fueron sus labios, que durante todo el trayecto se apoyaron sin permiso, cálidos, sobre los míos.  
Nos despedimos en un espacio intermedio a nuestras puertas. La invitación de último momento me dejó sin aliento:
 - ¿Comes conmigo? A las nueve. Departamento del "Sin Cara" del "B".
Me miró desafiante; y no pude contener la epidemia de risas que estallaron de repente. Le dije que aceptaba, nos dimos un beso, y nos despedimos.
A las 16:00 pm estaba sentada en el despacho de VilmaMiriam, esperando que Clara se reorganizara. Diez minutos después me llamó desde el living. 
La encontré con las piernas despatarradas sobre el sillón opuesto, que descorrió apenas me vio. El vestidito crema, bordado con flores rojas y verdes, que llevaba puesto era lamentable; parecía una bolsa de arpillera de estilo country, erosionado por el paso del tiempo.
Se puso increíblemente feliz cuando le conté los resultados de los ejercicios. Me abrazó y me besó los cachetes. Llamó a VilmaMiriam con un rugido y le pidió que hiciera una ronda de Kukicha, que cinco minutos después estaba escupiendo en la taza de té. Clara quiere que mis viajes se extiendan más.