Me forcé a dormir bien temprano. Resultó
que en un estado incierto, mitad dormida-mitad despierta, el escenario común de
mi sueño se había vuelto una pesadilla. Repentinamente dejé de vagar por los
pasillos de un garaje, cuando el suelo se transformó abruptamente en una laguna
de color gris tiza. Sobre la laguna se sobreimprimían las caras de Martín,
Joaquín, Rebeca y de Juan. Juntos formaban un gran omelette giratorio. Un
omelette podrido y mohoso. Abrían y cerraban la boca, pero no hablaban. Me veía
a mí misma en tercera persona, tapándome la nariz y acercándome al borde de la
laguna con paso firme. Y me caí. Me desperté sobresaltada y angustiada. Traté
de conciliar el sueño nuevamente. Conté ovejas e intenté visualizarme tomando
sol en una isla paradisíaca que había visto en la contratapa de una revista de
chimentos que Maxi se había robado del bar, pero ninguna de estas técnicas
funcionaron. Se me ocurrió descargarme unos sonidos terapéuticos. En el fondo
debía estar completamente vencida, porque me volví a perder entre sueños a partir de la tercera
repetición del graznido de una bandada de gaviotas. Tampoco lo escuché llegar a
Maxi.
Me desperté pasadas las doce del mediodía
con un soundtrack que se extendía por todos los cuartos y llegaba desde la
cocina. Me parecía que los timbrazos aislados intentaban componer la música de
“Tapa tapita”. Era un sonido impaciente y quejoso que se repetía en mi cabeza hacía
rato. Toqué el portero y esperé cruzada de brazos en el pasillo. La recibí con
una sonrisa, pero mi mamá no se detuvo. Me gritó y pasó directamente al cuarto de baño. Olga venía detrás suyo con unos pasitos picarones e inseguros, rebalsada de bolsas
de supermercado. Parecía una ardilla remojada. Tenía los tirabuzones rojos
achatados sobre el cráneo, que bien, podían ser producto de la humedad o de una mala
praxis ejecutada por su peluquera de confianza. Siguió de largo hasta la
cocina y se quedó inmóvil al lado de la heladera. Me pareció que debía tener miedo de
que ventilara algo de lo que había visto la semana pasada, porque de vez en
cuando se asomaba por el marco de la
puerta para espiarme. Quería susurrarle que no
se preocupara; que no me interesaba comentarle a nadie la relación clandestina
que mantiene con Florindo; más que nada tenía intenciones de asesorarla sutilmente:
por lo que sé, su esposo, Victorio, es un viejo amargado y vividor, pero por
otra parte Florindo tiene otras características peores... Pero el aullido de mi
mamá me borró todo el discurso que había formulado. Corrí al living y los
encontré. Estaba recostada en el sillón con los ojos tapados, y Maxi, que
estaba agachado a su lado disculpándose, tapaba sus partes pudendas con un
libro abierto. A la escena casi pornográfica se había sumado Mandy que, en un
acto solidario, se había acercado hasta él para taparlo con el sobrante del
acolchado de los Thundercats que la envolvía. Como mi mamá no quería volver de
su estado de shock (igual vi que espiaba las partes bajas de Maxi por los agujeros que
dejaban sus dedos), los obligué a vestirse y los eché a la habitación. Por otra
parte, Olga, seguía refugiada en la cocina. Como su panza kilométrica afectaba
mis movimientos en el espacio, e impedía que le preparara un té relajante a mi
mamá, tuve que obligarla a los gritos a que sacara a Capitán a pasear. Me dejaron desquiciada. Esperamos a
que volviera, y nos despedimos. Mi mamá, Olga y Mandy compartieron el ascensor,
y yo bajé los cinco pisos a pie.
Por suerte me atendió Clara. Tenía pavor de que me recibiera
VilmaMiriam, porque seguro me iba a preguntar como me había salido el mejunje
de porquerías que me había recetado para mi falsa gripe. Nos sentamos en
nuestro espacio habitual, e inmediatamente la puse al tanto de las novedades de
las últimas dos semanas: los resultados del ejercicio y el encuentro (y desencuentro)
con Juan. Pasé por todos los estados emocionales. Lloré. Me reí de mí misma.
Volví a llorar. Volví a reír. Suspiré. Estrujé con furia un almohadón y perdí parte
del relleno. Volqué tres veces el kukicha que me había convidado. Pero la escuché y me calmé. Al final, como Clara
estaba satisfecha con los resultados, me propuso avanzar un escalón más.