lunes, 10 de septiembre de 2012


A la mañana, después de la inútil protesta, la abuela Vargas y el abuelo Vargas, le entregaron de mala gana el uniforme azul y la mochila colorada a Maxi, (no sin antes haberle deseado un feliz descenso al infierno), y, Sofía, finalmente pudo llegar al colegio a tiempo.
Los trabajos fueron repartidos: yo me encargué de prepararles el desayuno y Maxi la escoltó hasta la escuela. Unos minutos después estaba de regreso, dispuesto a acompañarme en mi travesía.
Viajamos separados, sentados en asientos individuales. Maxi estaba lejos, pero desde mi lugar podía ver su cabeza derrumbada en el vidrio y sobre él, el reflejo de sus ojos muy abiertos, como si intentara revivir, escena por escena, los acontecimientos de las últimas horas.
Por mi parte, en lo que duró el traslado, no tuve tiempo de boicotearme con ningún pensamiento amenazador. Tenía la cabeza ocupada con miles de inquietudes.
Tuve un destello. A diferencia de la semana pasada, advertí que el colectivo 53 se estaba engranando en mi rutina como un deber más. Era un sentimiento de felicidad algo contradictorio; es difícil volver a acostumbrarse al rejunte de detalles vulgares que había sepultado junto con ese último viaje en el 101: la intolerancia del chofer, el malhumor de los pasajeros y la ensalada de cuerpos fragmentados, custodiando los asientos como si fueran los últimos bidones de agua mineral en el planeta tierra.
El camino de regreso se volvió más dinámico. Poco a poco nos fuimos despertando.  El viento había cambiado de dirección; el soplido dejó de golpearnos de frente, pero nuestros pasos estaban convulsionados y helados. Cruzamos las primeras palabras de la mañana temblando, tapados por nuestras bufandas hasta las orejas. La lana azul absorbía la voz de Maxi, y llegaba a mis oídos con algunos tonos menos. Caminamos quince cuadras; ese fue el tiempo que le llevó contarme esa parte de la historia que todavía no sabía:
Hace más o menos un año, la madre de Sofía, había inscripto a su hija en una actividad extra-curricular a cargo de un catequista, colega de la familia. El grupo cristiano "Perseverancia", estaba formado por algunos adolescentes de su barrio; se juntaban todos los viernes a la salida de la escuela, para leer algunos pasajes de la biblia, realizar pequeñas tareas de beneficencia, cultivar el espíritu cristiano, y lo más deseado por todos: prepararse para la confirmación. En este grupo, Sofía, conoció a Florencia.
Sofía y Florencia, trabaron amistad enseguida. De un día para el otro se hicieron inseparables. Inexplicablemente había dejado de ver a todas sus amistades fuera del colegio y comenzó a pasar las tardes en la casa de su nueva amiga. Los chicos mayores del grupo, un poco más experimentados, comenzaron a correr un rumor. El rumor decía que entre ellas había un lazo más profundo. Y no se equivocaron. El chisme llegó a los oídos del catequista a cargo, y el catequista no lo dudó. Se lo hizo saber al titular de la iglesia, gran amigo de los padres de Sofía: el Padre Carlos. El Padre Carlos, rápidamente tomó cartas en el asunto. Se le acercó, la sedujo y consiguió ganar su confianza. Sofía accedió voluntariamente a una confesión, buscando algún tipo de consuelo, y cometió el error de confirmar lo que todos ya sabían. Este Padre tenía la boca tan ancha como una fuente de agua bendita, porque en un acto "preventivo", invitó a los papás de Sofía a cenar y, rompiendo el pacto de silencio, ventiló los secretos impuros de su pequeña y única hija.
Es por eso que, desde aquella cena, Sofía tiene prohibido todo tipo de reunión social. Los padres, ayudados por sus abuelos, se encargan de mantener un estricto control en sus relaciones y si pueden en sus pensamientos...O eso era lo que pensaban hasta este viernes. Este viernes, en un chequeo de rutina, la madre de Sofía encontró dentro de un libro de matemáticas, la última película que habíamos visto juntas. Como ningún miembro de la familia tiene trato directo con la tecnología, la señora tuvo que cruzarse hasta el ciber de San Juan y La Rioja. Los empleados del negocio, motivados por una buena propina, la ayudaron a registrar el material desde el principio hasta el final. Las imágenes eran claras. Volvió endiablada, dispuesta a registrar cada milímetro de la habitación de su hija. El resultado fue un éxito: dio con su diario personal, enterrado en la espalda de un oso de peluche estático, cortado y pegado por abrojos. El diario comenzaba a partir del primer día de su nueva vida. La humillación no bastó. Sofía tuvo que leer el contenido en voz alta.
Maxi no continuó. Yo sabía mejor que nadie el desenlace: los gritos, el portazo y el pasillo.