sábado, 15 de septiembre de 2012



Sí, es verdad que el viaje en el 53 podía haber terminado en un desastre. En un verdadero Apocalipsis. Cuando me di cuenta en dónde estaba por unos instantes pensé que iba a experimentar una especie de regresión. Sin embargo, nada de esto pasó. Me controlé y superé mi negligencia demostrándome a mí misma que estoy preparada para afrontar cualquier situación como cualquier persona normal. Esto último no lo dije yo, lo dijo Clara en la sesión, mientras yo cruzaba las piernas y evitaba humedecerle el sillón con los litros de pis que había acumulado en las tuberías, a causa de los nervios. Evidentemente esto tenía que pasar, sino, jamás hubiese estado a nueve cuadras de distancia de la casa de Nicolás.
Estoy segura de que el motor que despertó mi ansiedad fue la llamada que le hice a Rebeca, pero más que nada tuvo que ver la llamada que recibí de Joaquín. Ni hablar de su invitación desprevenida a unirme a su flamante emprendimiento, o cuando me propuso quedar al frente del departamento de imagen. Toda una responsabilidad. Demasiada. Ahí realmente vibré. Creo que si en ese momento mi coxis se hubiera transformado en una cola canina, por tanto revoleo desenfrenado, se hubiese desprendido de la articulación dándole al aire unos violentos latigazos. 
Apenas cortamos me olvidé de mi acidez. Despanzurré el resto de budín y me encargué de exterminar hasta la última miga que quedaba en el molde. Me vestí a la velocidad de la luz. Salí del departamento a los tumbos y cuando abrí los pulmones y respiré un viento casi primaveral, sentí que, por primera vez, me animaba a pisar las veredas del barrio con una necesidad distinta. No sé cómo sucedió; simplemente me olvidé de que mi salida formaba parte de un tratamiento diagramado por mi esquizofrénica terapeuta. Esta vez buscaba desesperadamente despejarme y acomodar las ideas.   
En el 53 encontré un asiento que parecía aguardarme a mí, y también me topé con un entretenimiento hipnotizador. Un chico rapado con un par de anteojos telescópicos, destartalaba, con una serie de movimientos maniáticos, un cubo de Rubik. Los párpados comenzaron a pesarme cuando el  aparatejo de gafas ya tenía unas tres caras completas. Sólo alcancé a ver como completaba una más, porque el resto me lo perdí. Cerré las pesadas persianas y todo quedó a oscuras. Volví a abrir los ojos y el chico del cubo ya no estaba. En cambio me encontré recostada sobre el hombro de un señor obeso que me respiraba en el cuello una fragancia a ajo pasado, que debía tener hace años atascado en el estómago. Me costó tomar consciencia. Todavía dormida, estuve a punto de caerme de boca directamente sobre su entrepierna, pero el hombre llevaba un bolso negro enorme en las manos que ayudaron a que mantuviera mi cuerpo en su lugar. Vi el cartel y me sobresalté. Estaba en la Avenida Rivadavia. Con mucho orgullo puedo decir que, de la variedad de reacciones que pude haber tenido, actúe de la manera más natural: me quedé paralizada en el asiento lamentando mi error. No huí. No me permití pensar en las cosas malas que podían sucederme y tampoco me sujeté de los rollos del obeso como un salvavidas. Un poco más calmada, inhalé y exhalé, recordando las técnicas que, Ariel, el novio de mi hermana me había enseñado la vez que vino a casa. En cuestión de segundos encontré la paz. Me tranquilizó saber que no tenía motivos reales para preocuparme; salvo llegar a tiempo a la sesión. Bajé dos paradas después, en Plaza Flores. Desmenucé el paisaje con la mirada: pequeños grupos esparcidos formaban extensas colas aguardando a otras líneas de colectivos, más en el centro, en la plaza, había personas que disfrutaban el clima recostadas sobre una mantas improvisadas, y otros, más a lo lejos, esperaban que el semáforo les ordenara de una buena vez cruzar la avenida. Me uní a este último grupo. Cruzamos la calle en manada, y ya del otro lado, busqué rápidamente el cartel de mi 53. El colectivo vino en menos de cinco minutos. Aunque me ofrecieron sentarme dos veces, viaje parada desde Flores hasta Boedo. Estaba inquieta. Sospeché que si llegaba a sentarme, el trayecto, iba a volverse mucho más duro; necesitaba mover las piernas y descargar la tensión. Me fui desentumeciendo a medida que nos acercábamos a casa; a la altura de Alberdi ya sonreía.
Llegué al cuarto piso veinte minutos tarde, con el riñon inflamado, la cara desencajada y con los pelos chorreados de grasa de torta frita. Los roles se invirtieron. Esta vez la que me examinó de arriba abajo fue Clara. En los cuarenta minutos de sesión, mi terapeuta, se encargó de relajarme y de enumerarme la aspectos positivos de mi travesía. Me convenció. Como siempre, Clara tenía unos muy buenos fundamentos. También nos enfocamos en el lunes veinticuatro, el día de mi reincorporación obligatoria, y en los ejercicios de esta semana. Recién sobre los últimos minutos de nuestro encuentro me animé a comentarle la propuesta que me había hecho mi ex jefe. Pero Clara no opinó. Sí me dejó entrever que, en comparación con mi actual trabajo, el proyecto de Joaquín es bastante reciente, por no decir incierto.
Por otra parte, Nicolás, se volvió loco de la alegría cuando le conté mi pequeño incidente en el colectivo; me felicitó y estuvo de acuerdo con Clara, pero se quiso morir cuando le dije en dónde me había bajado. A esa misma hora, a tan sólo a unas poquísimas cuadras de distancia, él estaba haciendo sus ejercicios diarios. La coincidencia nos llenó de asombro y nos dio mucha gracia a los dos. Se me detuvo el corazón cuando escribió, mitad en chiste mitad verdad, que, en el fondo, pensaba que nuestra cercanía había sido una especie de señal.