lunes, 13 de agosto de 2012


Me fui a dormir con una lista mental de pensamientos negativos. Después de que Sofía se volviera a su casa, opté por hacer un arduo trabajo de campo, y me basé en las opiniones de los expertos que me rodean. Aproveché que Maxi me había encomendando despertarlo de su larga hibernación para completar su segundo día de horario nocturno y lo molesté en su lecho con mis inseguridades. Entre sueños me empapó con un balde de teorías ácidas. Antes de sentenciar una respuesta final, como un Gurú sumergido en su universo, meditó con los ojos cerrados, corrió las sábanas blancas dejando entrever sus partes y se rascó pausadamente la entrepierna dos veces. Se frotó otras dos veces el pecho y me reveló que la verdad que buscaba sólo la iba a hallar si primero aprendía a pensar como un hombre. Parpadeé una docena de veces, y me esforcé en procesar sus palabras. Le contesté que era un tarado. Jamás podía pensar como un hombre si efectivamente era una mujer. Limpiándose las lagañas de los lagrimales, bostezó y me resumió crudamente su razonamiento: si alguna vez llegaba a sincerarme, y le llegaba a explicar que sufría de agorafobia, Juan iba salir corriendo más rápido de lo que Speedy Gonzales tardaba en cruzar el desierto de Atacama. Salí de su habitación decepcionada y lo taché definitivamente de mi lista de consejeros.
Con Laura no me fue mejor. De hecho, no me prestó demasiada atención y acaparó la mayor parte de la conversación con su problemática. Me contó que el jueves, antes de cenar, había experimentado con las gotas que el homeópata le había recetado al nene. Secretamente, o no tanto, las volcó en el vermouth de Franco. Todo había resultado desastroso. Como consecuencia, el viernes, su marido tuvo que faltar al trabajo porque no podía mantenerse despierto. A la mañana siguiente pudo lograrlo con mucho esfuerzo, pero las extremidades no le respondieron, y una caída al suelo le provocó una fractura en la muñeca. Ante el panorama, juntos, determinaron que era hora de intentar una alternativa que no incluyera visitar ningún otro consultorio. Por eso, ayer, decidieron probar con los polideportivos. El plan era inscribir a Luqui en alguna actividad física que le absorbiera toda su hiperactividad sanamente; o en varias si una no llegaba a bastar. La llamada se había extendido más de lo soportable. Laura avanzaba y me describía las extensiones de las canchas de volley y de basket, la cantidad de asientos por gradas y sus colores. También contó la cantidad de duchas que colgaban en los vestuarios, y me detalló las condiciones de sus cueritos. Finalmente, llegó a los vidrios que separaban las piletas de natación climatizadas del bar, y me retuvo otros diez minutos preguntándome qué nivel era el que le podía llegar a tocar a su hijo; Laura descartaba terminantemente la categoría de delfín y la de mojarrita. Me enumeró las cualidades innatas por las que ella creía que definitivamente lo iban a posicionar en el de tiburón. Estaba que explotaba. Como quería terminar la charla rápido, le expliqué diplomáticamente que, en natación, todo dependía de cómo el nene se las ingeniara en el agua. Se desilusionó, y momentáneamente pude lograr captar su atención. Pero después de dar unas brazadas inseguras, se lavó las manos diciendo que ella no podía decirme lo que debía hacer. Todo dependía de mí.
La que sí me escuchó pacientemente fue mi hermana, y resultó que el único que logró aconsejar algo realmente sensato fue su novio, Ariel, que interfirió, muy confianzudamente, en nuestra charla por el alta voz. Ariel me alentó a que me encontrara con Juan, y me dio a entender que era muy pronto para que me fijara en los detalles extras. Deduje que mi hermana estaba de acuerdo con él, porque después de un intercambio de palabras fuertes, escuché que sus labios se agruparon para invadirme la línea con unos molestos ruidos de sopapa atrancada. Mi hermana cerró la conversación alegando que no debíamos dudar de Juan, y que ella siempre lo recordaba como un chico bueno y  comprensivo.  
Me quiero morir. Sólo me quedan algunas horas para repasar mi decisión. ¿Voy o no voy? Esa es la cuestión.