miércoles, 16 de mayo de 2012

Laura me vino a buscar para ir a la clínica. Llegó una hora y media más temprano de lo previsto. Le abrí la puerta vistiendo los bóxers que conservo de Martín y los pelos en guerra. Me contó que su suegra estaba haciendo un curso de crochet para retomar la práctica y que se auto visitaba todos los domingos en su casa, increpando a la familia con pequeñas bolsas de supermercado repletas de prendas tejidas. Me contó que su hijo Luqui, estaba teniendo problemas de conducta en el colegio y que en su última andanza se le ocurrió clavarle el punzón a su maestra en el culo. Laura tuvo que dar explicaciones y se defendió alegando que, "la culpa era de la maestra por enseñarle a los chicos actividades prácticas con armas blancas". Antes de salir le confesé que tenía miedo. Se rió de manera cómplice y me hizo entrega de un Clonazepam. Jamás se me cruzó que mi amiga se dopaba. Me dijo que no era para preocuparse, que sólo los usaba en casos de fuerza mayor, como la última vez, que fue para evitar escuchar a Franco, su esposo, romperle la paciencia por el descenso de River. Me lo tomé y esperamos una horita más. Después de automedicarme, no sentí el cuerpo, no sentí el viaje y tengo vagos recuerdos de la clínica. Lo que sí recuerdo es la cara de Ted Bundy del psiquiatra que me atendió y que musitó palabras como “licencia”, “terapia,” “pánico” y “agorafobia”. Cuatro horas después, me desperté en mi cama tapada con el buzo de Martín y abollando el papel que certifica que necesito unos cuantos días de licencia. Había soñado que me perseguía un asesino. Cuando me atrapó, me tenía en un cuarto oscuro a Titas y Coca.