Laura me vino a buscar para ir a la clínica. Llegó una
hora y media más temprano de lo previsto. Le abrí la puerta vistiendo los bóxers que conservo de Martín y los pelos en guerra. Me contó que su suegra estaba
haciendo un curso de crochet para retomar la práctica y que se auto visitaba
todos los domingos en su casa, increpando a la familia con pequeñas bolsas de
supermercado repletas de prendas tejidas. Me contó que su hijo Luqui, estaba
teniendo problemas de conducta en el colegio y que en su última andanza se le
ocurrió clavarle el punzón a su maestra en el culo. Laura tuvo que dar
explicaciones y se defendió alegando que, "la culpa era de la maestra por
enseñarle a los chicos actividades prácticas con armas blancas". Antes de
salir le confesé que tenía miedo. Se rió de manera cómplice y me hizo entrega
de un Clonazepam. Jamás se me cruzó que mi amiga se dopaba. Me dijo que no era
para preocuparse, que sólo los usaba en casos de fuerza mayor, como la última
vez, que fue para evitar escuchar a Franco, su esposo, romperle la paciencia por
el descenso de River. Me lo tomé y esperamos una horita más. Después de
automedicarme, no sentí el cuerpo, no sentí el viaje y tengo vagos recuerdos de
la clínica. Lo que sí recuerdo es la cara de Ted Bundy del psiquiatra que me
atendió y que musitó palabras como “licencia”, “terapia,” “pánico” y
“agorafobia”. Cuatro horas después, me desperté en mi cama tapada con el buzo
de Martín y abollando el papel que certifica que necesito unos cuantos días de
licencia. Había soñado que me perseguía un asesino. Cuando me atrapó, me tenía
en un cuarto oscuro a Titas y Coca.