domingo, 29 de julio de 2012


Si Clara no hubiera atendido cuando la llamé, y si Sofía no se hubiera fugado de la casa, creo que todavía estaría sentada en el inodoro esperando una nueva recaída.
Los primeros en llegar fueron mi hermana y Ariel, su novio mendocino. Unos minutos después, mientras desplegaban sobre la mesita del living una mini feria artesanal compuesta por una montaña de recuerditos de Mendoza y de Salta, llegó Pablo con Mariana, su novia. El primer grito de la noche lo dejó escapar mi mamá. No me dio tiempo a saludarla que ya se estaba quejando porque mi perro “roñoso con olor a Richuelo" se había obsesionado con una de sus piernas. Como la única solución que encontró fue espantarlo a escobazos, tuve que encerrarlo en el balcón. Al rato, su paladar gourmet no pudo resistirse a la tentación. Criticó cada cosa que se llevó a la boca. Le reprochó a Pablo que los fosforitos estaban húmedos, y que el queso estaba rancio. Le aconsejó presentar en su panadería de confianza todas las pruebas; inclusive le separó algunos fosforitos sospechosos en un plato vacío, y me pidió que se los envolviera en una bolsita de plástico. Después le llegó el turno a los sándwiches de miga. Para su experiencia no contábamos con la suficiente variedad; le recriminó a Pablo que había pensado solo en él, porque no había encargado los que "a todo el mundo le gustaban": de ananá con jamón crudo, y de palmitos con mayonesa. Tardó en darse cuenta que los hombres estaban parados, y cuando lo hizo,  desde su asiento comentó que era una vergüenza que mi casa todavía no contara con las sillas suficientes. Hasta que se las agarró con el mendocino. Mi hermana, emocionada, nos relató a todos como había llegado a conocer a Ariel y lo bien que se estaban llevando; también hizo pública la idea de irse a vivir con él a Mendoza. Y ahí a mi mamá se le saltaron los tapones; por eso no dudó en derribar, con flechazos infectados, su burbuja de amor. En un momento de distracción, mientras Pablo abría los regalos, vi como empujaba a Ariel a la cocina. La escuché susurrarle que “no iba a permitir que raptara a su hija preferida", y que su actitud era propia de un “vagoneta”, porque era el hombre el que debía hacer el esfuerzo de mudarse de ciudad. Para alimentar un poco más su disgusto, antes de que no quedara ni un palito de queso sobre la mesa, Maxi, llegó acompañado por una de sus "preciosuras" (no me acuerdo si se llamaba Mariela o Marianela), que terminó acaparando mi computadora para oficiar, sin mi permiso, de DJ durante el resto de la velada. El cruce más fuerte de la noche ocurrió cuando mi mamá me acusó de irresponsable, porque me había olvidado de comprar  las velitas; y para hacerme sentir culpable prohibió cortar la torta de ricota que había traído. La llegada sorpresiva de Sofía me iluminó. Y cometimos un pecado: le pedí que profanara su casa. Aunque tenía miedo que sus abuelos se despertaran, aceptó y cinco minutos después volvió con un velón blanco de misa, que pudo satisfacer el capricho de mi mamá.
Media hora después, nadie criticaba a nadie. Todos charlaban como personas civilizadas. Y de repente, sin ningún aviso, se arruinó todo. Otra vez pensé que me moría. Llegué al baño a tiempo, antes de que el ataque de pánico volviera recargado. Mi imagen era patética; me retorcía en el piso tomándome el pecho con las dos manos, tratando de robarme todo el aire que podía aspirar. Entonces, se me ocurrió llamar a Clara. Lo único que me serenó fue escuchar su voz; solamente hablaba ella. Me repetía, pacientemente, una y otra vez que no me iba a morir y que todo era una creación de mi mente. Se quedó en la línea hasta que asimilé todas sus palabras, y hasta que pude lograr controlarme. Me explicó que el desencadenante podía haber sido cualquier cosa, o un conjunto: la presión que tenía acumulada, la responsabilidad de organizar la fiesta, o tal vez la cantidad de personas concentradas en un espacio reducido. Le prometí que la iba a volver a llamar, y nos despedimos. Me senté en el inodoro y traté de recomponerme. LLoraba porque sentía que en veinte minutos había retrocedido lo poco que había avanzado en tres semanas. Sofía debió escuchar lo que había hablado, o algún sollozo que no pude silenciar; abrió la puerta sin tocar y, con la mano preparada, hizo correr el agua de la canilla, me ayudó a levantarme del inodoro y me alcanzó una toalla.