miércoles, 5 de septiembre de 2012


Soy una estúpida. Quedé como aquello que no quería parecer: una neurótica. Pero todo había sido culpa de Maxi y sus teorías taradas.
Nacho debió haber llegado pasado el mediodía, cuando yo no estaba, porque al salir de mi departamento pude comprobar con la ayuda de una espátula de cocina, plana y alargada, que los papelitos que le había dejado todavía estaban ahí. En total, en tres días, le dejé tres notas distintas que reflejaban que era una acechadora en potencia. Las dos primeras decían algo así como:
-¿Querés hacer algo? Podemos tomar un café y visitar al mozo cantor. Fer.
- Cuando puedas tocame la puerta. ¡Vayamos a la terraza! Tu vecina.
El primer papelito era bastante sobrio y, el segundo, inofensivo en apariencia, parecía esconder otro tipo de mensaje. El que había dejado ayer a la noche, inspirada en el discurso de Maxi, era el peor:
-¿Te olvidaste de mí? ¿Hice algo mal? ¿Hablamos? Fernanda.
Era tristísimo. No era propio de una persona que acaba de conocer a otra; era de una novia arrastrada, asquerosamente melosa y celosa. Tenía que romperlo en veinte mil pedacitos. No quería demostrarle que estaba empezando a obsesionarme con él. Lo iba a espantar.
Mientras hundía la espátula más y más, en la pequeña abertura que dejaba la puerta y el piso, la pregunta seguía repitiéndose obsesivamente en mi cabeza: ¿si no había vuelto, dónde estaba?
En casi veinte minutos había conseguido recuperar las dos primeras notas, pero estaba empecinada en alcanzar el tercer papel. La suciedad me pesó en todos los sentidos; sabía que estaba haciendo algo incorrecto pero no podía detenerme. El pasillo estaba helado, sin embargo, sentía unas gotas, finitas y nerviosas, caer, como una cascada, desde el cuello hasta el tiro del pantalón; las rodillas se me estaban acalambrando y con cada cambio de postura, mis rótulas crujían como una galletita de agua partida al medio. Lo que me daba más asco era sentir las pelotitas negras del suelo apestoso pegarse en mis manos húmedas. Fue un trabajo difícil. Tanteé durante algunos minutos, a ciegas, sin saber exactamente en qué ángulo podía estar el papel más chico...Y sentí que me desmayaba. El ascensor se abrió. Me ahogué con mi propia saliva, y me paralicé completamente. Pero resucité. Era la abuela de Sofía que salía con un changuito de compras. Dejé escapar el aire que tenía atrancado, y me serené. No podía engañar a nadie, pero sí a una señora mayor. Me aferré al típico cliché como un salvavidas: disimulé buscando un “algo” microscópico que había dejado caer en el suelo. Afortunadamente la anciana no tenía los anteojos puestos y sentí alivio; no había podido ocultar el mango de la espátula que sobresalía, negro y brillante, como una extensión extraña de la puerta de madera. Si no lo miraba con detalle, podía confundirlo tranquilamente con un pie que salía, desde adentro del departamento, para trabar la puerta. Pasó por mi izquierda y la saludé. La señora no respondió; era lógico, debía seguir ofendida por la amenaza que, Maxi y yo, le hicimos a su hija la última vez que encontramos a Sofía en el pasillo común. La abuela se limitó a mirarme con el entrecejo fruncido mientras revolvía la cartera en busca de sus llaves. La perdí de vista cuando entró a su casa. Guardé la espátula y desistí. Sentía que, del otro lado del pasillo, la anciana estaba incrustado sus ojos amarillos y maliciosos en la mirilla, siguiendo cada uno de mis movimientos. Me paré con felicidad, simulando haber encontrado ese algo invisible que buscaba; sacudí la mugre que tenía pegada en la ropa y bajé por la escalera.
Exceptuando el susto que tuve a causa de unas contracciones repentinas que terminaron convirtiéndose en un fuerte ataque de tos, mi primer viaje sola fue todo un éxito. Salir sin compañía no fue un asalto de valentía; en verdad, tomé conciencia de que no tenía otra opción. Perder el trabajo no está en mis planes; de hecho podría empeorarlo todo. Y si mis amigos no pueden acompañarme, no puedo darme el lujo de sentarme a ver como avanzan los días. El veinticuatro de octubre está a un suspiro de distancia.
Por precaución, no me arriesgué a seguir más de lo debido. Bajé en las mismas calles que ayer. Y volví feliz de que todo hubiera resultado sin problemas...
Cuando llegué a casa, me invadió un mar de alegría. La luz del departamento de Nacho estaba encendida; debajo de la puerta se filtraban unas sombras en movimiento. Había vuelto. No lo dudé. Toqué la puerta con coscorrones exagerados. Eran los nervios. Repasé mis argumentos: quería explicarle que me había confundido; que lo que decía el mensaje no era exactamente lo que quería darle a entender. Que lo había escrito rápido al pasar y... Entreabrió la puerta y estiró el cuello, dejando solamente su cabeza y su pelo lacio desaliñado. Me dedicó una sonrisa rápida. Nos dimos un beso torpe, y seguido, echó una ojeada fugaz hacia el interior, como si temiera que alguien pudiera estar mirándolo. Eso bastó para que dudara. ¡Había alguien! Sino, ¿por qué iba a mirar hacia atrás? Mi tono, celoso e infantil, sonó tan estúpido como lo que pasó después:
 - Ahh...¿Tenés compañía?
Nacho, con un gesto de asombro, estiró las cejas hacia arriba, y no contestó. Me mordí el labio reprimiendo la mueca de malhumor que amenazaba con exponer mis sentimientos encontrados. Abrió la puerta y avanzó hasta a mí. Sus risas volvieron con un efecto boomerang; chocaron en las paredes del pasillo y volvieron a mis oídos nuevamente. No lo quería mirar, desvié mis ojos y sólo volvieron a encontrarse con los de él, cuando me dijo:
 - Disculpá, estoy dando clases.
Era verdad. Al fondo me pareció distinguir a la chica que ya había visto salir del edificio; la gótica salida de un fotograma de la película “Eduardo Manostijeras”. La distinguí desde la distancia: el contraste entre la piel transparente de su cara y sus pelos negros carbón fueron demasiado fuertes. Tenía una guitarra apoyada en las rodillas, y la vista clavada en una partitura. Me reí aliviada y le pedí disculpas. Nacho me dio un beso en la mejilla. Prometió avisarme cuando terminara, y antes de trabar la puerta, se quedó con la última palabra:
 - Leí el papel...nada. Dejá.
La puerta se trabó. Y yo me quedé descifrando que podía significar ese “nada” final.