sábado, 9 de junio de 2012

Si hubiese tenido la sospecha que detrás de mí se estaba montando un teléfono descompuesto, no hubiera atendido. 
Producto de las lágrimas de ayer y el ciclo natural de maduración, el orzuelo, alcanzó unas dimensiones semejantes a las de Júpiter. 
A la mañana resolví llamar a Laura para que me aconsejara. De todo lo que me dijo lo único que logré entender era que no podía hablar porque estaba en la sección de juegos de  el  "Parque de los Niños", y que también su esposo y su hijo estaban debatiéndose a duelo. Era verdad, porque por momentos alternaba la conversación con unos gritos de aliento desmedidamente agudos  destinados a Luqui. Por lo que me relataba pude entender que Luqui estrellaba sistemáticamente el autito chocador que ocupaba contra el de Franco. Del otro lado, Laura, no podía contener la emoción de ver a su pequeño hijo transformarse en un pequeño bárbaro. Preferí llamarla después y le corté. 
Hice a un lado el poco amor propio que me tengo y llamé a mi mamá. Apenas le conté para qué la llamaba se molestó y me contestó indignadísima que cómo ella podía saber algo así, si nunca había tenido "mutaciones en el globo ocular". De todas maneras se solidarizó y quedó en averiguarme qué podía hacer.
Cuando nos comunicamos nuevamente, me recomendó hacer una infusión caliente con hierbas, y remojar el líquido resultante sobre el bulto. 
Revolví todas las alacenas pero solamente encontré una cajita de Té Taragui. Me sentí como una curandera sabia del medio evo: cuidadosamente desmenucé los saquitos y extraje pacientemente todas las hebras: las herví en agua, las colé y finalmente serví el contenido en una copita de licor. Esperé hasta que alcanzara una temperatura prudencial. Cinco minutos después me encontré presionando la copita con té sobre el párpado afectado. Cinco segundos después terminé frotando el párpado y el ojo desorbitado con dos hielos. Al minuto me cubrí el ojo con un repasador envuelto con cinco hielos y me acosté para poder llorar más cómodamente. Cuando pude corroborar la inmundicia que me había hecho tuve ganas de plastificar mi ojo contra la ventana del balcón de Florindo. Me alegré de no haber tenido una cuchara a mano porque no hubiese dudado en enterrarla hasta lo más profundo de la cavidad para usarla como catapulta. En vez de eso, terminé llamando a mi mamá. Necesitaba transferirle cierta culpa por haber contribuido a sumarle nuevas características a mi visión. Ahora además de purulenta estaba toda chasmucada. Mi mamá hizo su descargo y apuntó a Nora; aunque después de unos segundos de silencio, confesó: la verdadera culpable era la ocasional compañera de juego de Alicia. Parece ser que cuando cortamos, mi mamá, llamó a Nora, su mejor amiga. Como Nora no estaba segura qué era lo que debía hacer llamó a Alicia, su hermana, y Alicia, que estaba desde las diez de la mañana en el bingo de Flores, tuvo la ocurrente idea de preguntarle a la señora que estaba a su lado, perpetuada desde la misma hora que ella en la mesa de juego del bingo. 
El día que me cruce con esa señora sin nombre, promotora insalubre de las quemaduras de primer grado, juro que no me va a temblar la mano en el momento de intercambiarle sus ojos por dos bolas de bingo.