¿Quién iba a decir que un catequista se iba a violentar así? Nacho terminó noqueado, con un grupo de constelaciones girándole alrededor de la cabeza, y una aureola azulada estampada sobre el ojo derecho. No pudimos hacer mucho; el padre de Sofía se llevó a su hija al departamento como un trofeo, y nos amenazó.
Hoy me bajé en la Avenida Juan Bautista
Alberdi, y en vez de volver a casa caminando, volví a tomar el 53. Me fatigué,
transpiré y corrí tres cuadras; luché contra el reloj, pero llegué justo cuando
Sofía se estaba despidiendo del resto de sus compañeros en la esquina de la
escuela. Volvimos caminando bajo el sol del mediodía. Cocinamos milanesas
con puré y almorzamos sentadas en el sillón.
Pasada la tarde, Sofía, insistió con
reabrir el videoclub. Manoseó pilas y pilas de cajitas, hasta que curiosamente
se decidió por un clásico del género de terror, como si de alguna manera,
hubiese vaticinando lo que unas horas después iba a suceder. Se dejó llevar por
un título que le pareció prometedor y por la imagen lúgubre que vendía la tapa
del DVD: la fachada de una casa enrarecida y una figura humana, iluminada por
un farol brillante y una ventana fantasmagóricamente sobreexpuesta.
Aunque se tapó la cara con las manos en la
mayor parte del film, desde el minuto uno, se auto pronosticó largas pesadillas
para el resto de la noche, y casi ciento veinte minutos después, quedó hecha un
trapo lamentándose por la pésima elección: odió "El exorcista" y me
odió a mí por no haberle advertido con qué tipo de personajes se iba a
encontrar. Tardó en recuperarse. Pasó un largo rato escondida detrás de los
almohadones del sillón y del lomo oloroso de Capitán, mientras yo le adjuntaba
a mi compañero de trabajo, las fotografías que había corregido la semana pasada.
Dejamos de hablar cuando se quedó dormida... Y no lo vi venir. Otra vez un portazo; llegó como un flechazo directo mis
tímpanos destrozándome los nervios. Instintivamente solté el mouse de mi mano,
que quedó pendiendo en el aire gracias al cable. Para variar, Sofía, se
despertó sobresaltada de su breve siesta, con un grito espantoso, mientras que
Capitán se lanzaba a la puerta con unos gruñidos de Rottweiler sin antirrábica.
Los pasos retumbaron por todo el pasillo, y el temblor llegó de inmediato a mis
pies. El ventanal del balcón zumbó y los muebles se agitaron. Hasta me pareció ver que, el
sillón en el que estaba recostada Sofía, se había despegado un centímetro del suelo.
Alguien se estaba acercando. Nos miramos aterradas. La situación era más
escalofriante que el cuello giratorio de Linda Blair. Sentía con seguridad que algún miembro del clan Vargas venía a contraatacar. Por algún motivo estaba idiotizada. Sentada en la silla, me paralicé
imaginando que la puerta iba a ser atravesaba en cualquier momento por un
hacha, y que por la hendidura no ese iba a asomar ningún Jack Nicholson exasperado,
sino la cara sombría de la Abuela Vargas mostrando sus dientes filosos y
amarillos... La puerta de entrada recibió cinco golpes escandalosos. No encontré
ni a Jack Nicholson ni a La abuela Vargas. Era el Gauchito Gil, con exceso de
vitaminas y mollejas, resucitado en el padre de Sofía. Lo identifiqué
enseguida. A diferencia de la madre, recordaba haberlo visto entrar y salir de
su casa, o de algún negocio del barrio. Era imposible olvidarlo. Es un gigantón
con una melena piojosa de décadas y una barba rala gris, áspera como una virulana.
Lo saludé cordialmente, y el hombre arrugó la cara demostrándome que no tenía
interés en ser educado. Me pareció descabellado que ese titán sin modales fuera un catequista.
No podía imaginarlo haciendo ninguna buena acción, ni siquiera ayudando a un ciego a cruzar la calle; era un ogro. Rechazó mirarme
y caminó algunos pasos dentro de mi casa; me obligó a retroceder. Llamó a Sofía a
los gritos, pero ella no apareció. Se desplazó unos metros más e instintivamente volví a correrme hacia atrás. Me arrepentí de
haberle abierto la puerta, y me arrepentí mucho más, cuando me recordé a mí misma convenciendo a Maxi para que se fuera a
dormir en lo de Mandy. Volvió a gritar y Sofía no respondió. Se me estrujó el
corazón. Escuché que se abría una puerta, e imaginé que Los Vargas
estaban saliendo, uno a uno, de su hormiguero para cobrarse la negativa del domingo...La voz
de Nacho llamándome por mi nombre me tranquilizó. Como la puerta estaba abierta
se asomó de cuerpo entero y nos vio. El papá de Sofía se dio vuelta, y lo
examinó con insignificancia, mientras volvía a llamar impaciente a su hija.
Nacho no ayudaba, estaba tarado. Lo miraba a él y me miraba a mí; me miraba a mí y lo miraba
a él. El grandote miró su reloj pulsera y se fastidió. Giro sobré sí mismo y me
asesinó con la mirada, ofreciéndome dos alternativas:
- O la busco yo, o la traes vos. Decidí.
Como no le contesté y apenas me moví, el
papá de Sofía se desplazó campante por el hall. Nacho impulsivamente le sujeto
la camisa celeste y el hombre se volvió para darle una trompada en el ojo derecho.
Nacho intentó devolvérselo pero lo retuve a tiempo, y terminó abofeteando al
aire. Le sangraba el párpado. El llanto de Sofía llegó desde mi habitación. Supuse
que la había encontrado. Volvió empujándola, y cargando su mochila colorada en la
mano. Antes de destartalarme la puerta con otro golpe desmedido, se animó a
decirnos:
- No rompan más las pelotas. Y decile al
otro, a tu amigo, el gordito, que
no me
vuelva a amenazar porque lo hago de goma. ¿Estamos chicos?