martes, 11 de septiembre de 2012



¿Quién iba a decir que un catequista se iba a violentar así? 
Nacho terminó noqueado, con un grupo de constelaciones girándole alrededor de la cabeza, y una aureola azulada estampada sobre el ojo derecho. No pudimos hacer mucho; el padre de Sofía se llevó a su hija al departamento como un trofeo, y nos amenazó.
Hoy me bajé en la Avenida Juan Bautista Alberdi, y en vez de volver a casa caminando, volví a tomar el 53. Me fatigué, transpiré y corrí tres cuadras; luché contra el reloj, pero llegué justo cuando Sofía se estaba despidiendo del resto de sus compañeros en la esquina de la escuela. Volvimos caminando bajo el sol  del mediodía. Cocinamos milanesas con puré y almorzamos sentadas en el sillón.
Pasada la tarde, Sofía, insistió con reabrir el videoclub. Manoseó pilas y pilas de cajitas, hasta que curiosamente se decidió por un clásico del género de terror, como si de alguna manera, hubiese vaticinando lo que unas horas después iba a suceder. Se dejó llevar por un título que le pareció prometedor y por la imagen lúgubre que vendía la tapa del DVD: la fachada de una casa enrarecida y una figura humana, iluminada por un farol brillante y una ventana fantasmagóricamente sobreexpuesta.
Aunque se tapó la cara con las manos en la mayor parte del film, desde el minuto uno, se auto pronosticó largas pesadillas para el resto de la noche, y casi ciento veinte minutos después, quedó hecha un trapo lamentándose por la pésima elección: odió "El exorcista" y me odió a mí por no haberle advertido con qué tipo de personajes se iba a encontrar. Tardó en recuperarse. Pasó un largo rato escondida detrás de los almohadones del sillón y del lomo oloroso de Capitán, mientras yo le adjuntaba a mi compañero de trabajo, las fotografías que había corregido la semana pasada.
Dejamos de hablar cuando se quedó dormida... Y no lo vi venir. Otra vez un portazo; llegó como un flechazo directo mis tímpanos destrozándome los nervios. Instintivamente solté el mouse de mi mano, que quedó pendiendo en el aire gracias al cable. Para variar, Sofía, se despertó sobresaltada de su breve siesta, con un grito espantoso, mientras que Capitán se lanzaba a la puerta con unos gruñidos de Rottweiler sin antirrábica. Los pasos retumbaron por todo el pasillo, y el temblor llegó de inmediato a mis pies. El ventanal del balcón zumbó y los muebles se agitaron. Hasta me pareció ver que, el sillón en el que estaba recostada Sofía, se había despegado un centímetro del suelo. Alguien se estaba acercando. Nos miramos aterradas. La situación era más escalofriante que el cuello giratorio de Linda Blair. Sentía con seguridad que algún miembro del clan Vargas venía a contraatacar. Por algún motivo estaba idiotizada. Sentada en la silla, me paralicé imaginando que la puerta iba a ser atravesaba en cualquier momento por un hacha, y que por la hendidura no ese iba a asomar ningún Jack Nicholson exasperado, sino la cara sombría de la Abuela Vargas mostrando sus dientes filosos y amarillos... La puerta de entrada recibió cinco golpes escandalosos. No encontré ni a Jack Nicholson ni a La abuela Vargas. Era el Gauchito Gil, con exceso de vitaminas y mollejas, resucitado en el padre de Sofía. Lo identifiqué enseguida. A diferencia de la madre, recordaba haberlo visto entrar y salir de su casa, o de algún negocio del barrio. Era imposible olvidarlo. Es un gigantón con una melena piojosa de décadas y una barba rala gris, áspera como una virulana. Lo saludé cordialmente, y el hombre arrugó la cara demostrándome que no tenía interés en ser educado. Me pareció descabellado que ese titán sin modales fuera un catequista. No podía imaginarlo haciendo ninguna buena acción, ni siquiera ayudando a un ciego a cruzar la calle; era un ogro. Rechazó mirarme y caminó algunos pasos dentro de mi casa; me obligó a retroceder. Llamó a Sofía a los gritos, pero ella no apareció. Se desplazó unos metros más e instintivamente volví a correrme hacia atrás. Me arrepentí de haberle abierto la puerta, y me arrepentí mucho más, cuando me recordé a mí misma convenciendo a Maxi para que se fuera a dormir en lo de Mandy. Volvió a gritar y Sofía no respondió. Se me estrujó el corazón. Escuché que se abría una puerta, e imaginé que Los Vargas estaban saliendo, uno a uno, de su hormiguero para cobrarse la negativa del domingo...La voz de Nacho llamándome por mi nombre me tranquilizó. Como la puerta estaba abierta se asomó de cuerpo entero y nos vio. El papá de Sofía se dio vuelta, y lo examinó con insignificancia, mientras volvía a llamar impaciente a su hija. Nacho no ayudaba, estaba tarado. Lo miraba a él y me miraba a mí; me miraba a mí y lo miraba a él. El grandote miró su reloj pulsera y se fastidió. Giro sobré sí mismo y me asesinó con la mirada, ofreciéndome dos alternativas:
 - O la busco yo, o la traes vos. Decidí.
Como no le contesté y apenas me moví, el papá de Sofía se desplazó campante por el hall. Nacho impulsivamente le sujeto la camisa celeste y el hombre se volvió para darle una trompada en el ojo derecho. Nacho intentó devolvérselo pero lo retuve a tiempo, y terminó abofeteando al aire. Le sangraba el párpado. El llanto de Sofía llegó desde mi habitación. Supuse que la había encontrado. Volvió empujándola, y cargando su mochila colorada en la mano. Antes de destartalarme la puerta con otro golpe desmedido, se animó a decirnos:
 - No rompan más las pelotas. Y decile al otro, a tu amigo, el gordito, que
    no me vuelva a amenazar porque lo hago de goma. ¿Estamos chicos?