martes, 17 de julio de 2012

Ayer por la mañana había llamado a Joaquín, el jefe de diseño de la productora, pero como estaba ocupado en una reunión de producción hasta la tarde, hoy a primera hora volví a intentarlo nuevamente. 
A pesar de que me estoy comunicando casi a diario con Marisa, la otra fotógrafa; y con Rodrigo, el encargado del área gráfica, para entregarles corregidos los trabajos semanales que me envían; y de que también habíamos llegado a un acuerdo pacífico con Joaquín, tuve la necesidad de charlar un rato con él y hacerle saber que era consciente de que ya había pasado un mes desde la última conversación que tuvimos por teléfono. De las cuarenta personas que actualmente trabajan ahí, me atendió la peor de toda la lacra. Rebeca, la víbora de prensa, me retuvo más de veinte minutos revelándome algunos rumores que se están comentando acerca de mí y de mi "injustificada ausencia"
A medida que terminaba una hipótesis y comenzaba otra, dejaba entre medio un largo silencio esperando que yo confirmara alguna. Por supuesto que no le di el gusto y vacilé en todas, con el fin de despertar su envenenada expectativa. Por lo que me dijo, algunos anduvieron murmurando que estoy de licencia por embarazo; otros que dejé el trabajo para inaugurar, en la temporada diciembre-enero, un parador en Santa Teresita; otros comentan que la esquizofrenia que venía gestando empeoró y que me estoy recomponiendo por segunda vez en un centro de rehabilitación psiquiátrico; pero la mayoría apostaba fuertemente a la más disparata de todas: que no pude soportar el romance de Joaquín con Paola, la recepcionista de cera, y que por eso preferí renunciar. Después de veinte minutos se me bajaron todas las defensas. Estaba a punto de largarme a llorar. Por eso, le pedí que le avisara a mi jefe que me llamara y corté; también le corté el sueño de convertirse en la Paparazzi destacada del mes, porque de todas formas no participé activamente de su reventado Multiple Choice. 
Joaquín me llamó media hora después. Me preguntó si había podido avanzar, y también me preguntó para cuándo tenía pensado volver. Sin entrar en detalles le conté que había mejorado muchísimo, pero que todavía no podía darle una fecha exacta. Supongo que por mi tono de voz intuyó que estaba triste; y me levantó el ánimo con su agudeza: me aconsejó que no le prestara atención a los comentarios malintencionados de los demás empleados del gallinero; y que lo peor que podía hacer era escuchar a Rebeca, una señora treintañera que llama todos los días desde su oficina a Fono club, para mendigar una amistad ocasional.