domingo, 2 de septiembre de 2012


Olga se acaba de ir. La pasó a buscar Victorio en su Chevy. No quiso que la acompañara hasta la puerta, pero desde el balcón pude ver el auto naranja arrancar en dirección a la Autopista 9 de Julio.
Hoy, igual que el viernes y el sábado, Olga, se pasó la mañana sentada en las dos sillas unidas, embobada con los platos coloridos y atiborrados que proponía un cocinero de aspecto triangular y acento centroamericano. Parecía una gallina sobrealimentada; empollaba un mate de boca ancha y el termo negro de acero inoxidable entre sus piernas gruesas. Asombrosamente después de una hora de sorber litros y litros de agua, el contenido, se mantenía caliente gracias a la temperatura de sus carnes. El vapor se levantaba como una nube sobre su cara y le empañaban los vidrios de los anteojos, pero a Olga, eso, pareció no molestarle. Estaba ausente. Las tres veces que la llamé no respondió a su nombre. Sólo conseguí volverla a la realidad cuando desenchufé el cable del aparato de la zapatilla. Mi intención era captar su atención. Pero la pantalla gris inactiva sirvió de espejo; las manos jóvenes y el cuchillo descomunal, que rebanaban con destreza unos pimientos verdes aglobados en cuadraditos casi invisibles, desaparecieron bruscamente, y los ojos de Olga, recibieron el reflejo triste que daba de sí misma, como una bofetada en las retinas. El efecto volcán fue instantáneo. Los espasmos comenzaron en la panza y continuaron en la garganta, haciendo vibrar las dos sillas. Explotó en llanto en menos de un minuto. Las palabras de consuelo no sirvieron. Intenté con mucho esfuerzo bordear su panza con los brazos y la abracé en silencio hasta que el cuerpo se le desentumeció. Se limpió los mocos en la blusa y recuperó el aliento con los mates que le ofrecí. La acompañé en silencio sentada en el sillón, y cuando me dijo que estaba preparada para afrontar su situación, me cambié en mi habitación, dejé mi celular en la mesa del living y salí del departamento.  
Caminé por la calle 24 de Noviembre hasta llegar a la Avenida Independencia y volví con pasos cortos y lentos por Dean Funes hasta llegar a  la Avenida San Juan. Como había pasado solamente media hora, preferí seguir hasta la esquina, en donde está el bar, y me senté en mi mesita de afuera. Varié el menú, el viaje me había dado sed. Le pedí al mozo un jugo de naranja exprimido que tomé con sorbos mezquinos y volví después de cuarenta minutos. Me pareció el tiempo suficiente como para que Olga pudiera hablar por teléfono con todos los miembros de su familia y si gustaba, hasta con la vecina.
Cuando volví encontré mi celular en el mismo lugar y temí encontrarla tirada en mi cama mirando la televisión. Pero Olga estaba vestida y perfumada, arreglándose el pelo frente al espejo del baño. La mueca de angustia se había transformado en una sonrisa de alivio. Las noticias fueron buenas. El final feliz llegó solo. Olga no había presionado ni un solo botón para conseguirlo; no se animó a llamar a su marido. El valiente fue Victorio, que la llamó directamente a su teléfono rogándole que volviera con él.