Algún día tenía que ser. Y ese día va a llegar pronto. El Dr. Pradera
me extendió la licencia; se termina el período y tengo que volver al trabajo.
Como diría mi abuela, no hay tutía (menos con Rebeca al mando del cuartel).
En un principio creí que no iba a poder llegar a la clínica. Laura me iba a acompañar; pero hoy a la mañana me llamó para
disculparse. No podía hacerme el favor porque mis horarios se superponían con
los de Franco y su primera visita al hospital después del incidente de las gotas y de la fractura de muñeca.
Estuve agradecida. Me pareció el pretexto perfecto para faltar y aplazar mi
deber en el calendario. No intenté llamar a mi hermana; sabía que estaba
ocupada con los últimos arreglos antes de viajar a Mendoza nuevamente. A mi
mamá le corté antes de que atendiera. Lo que me detuvo fue imaginármela
entrometiendo su permanente entre el hueco de los dos asientos delanteros del taxi, para
parlotear con el conductor. Iba a terminar contándole toda mi vida y seguro, le iba comparar mi problema con un sarpullido de acné. Esa escena tenía un solo
final; de los nervios, dentro mío, se iba a desatar una ola de ataques de
pánico y para detenerlo iba a arrojarme sobre el pavimento con el taxi en movimiento.
La cigarrera rosa y plateada que encontré apoyada en la mesa de la
cocina mataron mi abstinencia. Le robé dos cigarrillos a Mandy, me preparé un
cortado y me fui a sentar en la reposera del balcón, acompañada por un Capitán
adormilado. Se me empaparon los pies y los tuve que dejar al descubierto. El balcón
tenía unos charcos que todavía no habían caído por el desagüe común. Por los agujeros de la reja husmeé la vereda. Los hombres caminaban a sus trabajos
vestidos con remeras de mangas cortas, como si las altas temperaturas de estos
dos últimos días los hubieran convencido de estar en medio de un verano
permanente. No escuché los golpecitos de Maxi en el ventanal; eso hizo que me lanzara un par de ojotas en la nuca. Las calcé en mis pies y entré al living hecha una
furia. Los humores se invirtieron, y terminó enojándose conmigo porque no
quería ir al psiquiatra. Me arrastró hasta la habitación y me obligó a
cambiarme. Él se fue a la suya y diez minutos después lo encontré en la cocina
desayunando con Mandy. Los dos querían llevarme.
El viaje pasó desapercibido. Mandy cruzó algunos semáforos en rojo y se
concentró más en agarrar la entrepierna de Maxi que el volante de su
escarabajo violeta, pero como conductora asignada se ganó todos mis respetos. Y
Maxi fue hermoso. La mayor parte del recorrido logró mantenerme entretenida con
el juego “Ni sí, ni no, ni blanco, ni negro”. Lo mejor fue la competencia
beatlemaníaca. Ganaba el que canturreaba un disco ordenado y completo de Los
Beatles. Ganó Mandy, que había elegido el álbum Revolver y se sabía las once
canciones de memoria. El tránsito estaba horrible y pesado, pero la conductora
logró escurrirse hábilmente en cada hueco que
dejaban los conductores atontados que todavía no habían logrado abrir
los ojos por tanta lagaña apelotonada en los lagrimales.
Maxi no bajó del auto; cada uno tiene su fobia y la de él tiene que ver
con un pasado que encierra hospitales, clínicas, médicos y salas de espera. Los
repele desde que el cáncer se llevó a Mónica, su mamá. Le pedí a Mandy que se
quedara con él, pero ninguno de los dos quiso dejarme sola. Maxi me deseó suerte y nos perdimos en la calle
Uruguay.
Subimos cuatro pisos por escalera y bordeamos tres pasillos blancos e
infinitos. Cada intersección estaba decorada por unos maceteros anchos de
aluminio de los que se asomaban unos girasoles de plásticos desnutridos y
berretas, y unos loritos de madera parecidos a los que suelen ofertar los
locales del Puerto de Frutos. Mandy me hizo sentar en la sala, junto con dos
señoras mayores que no dejaban de celarse las revistas que habían elegido. Me obligó a hojear una
revista que hablaba sobre el polo en Argentina. Cuando notaba que no quería leer, hacía preguntas sobre mi familia, Laura
y Maxi. Se la notaba nerviosa, como si tuviera miedo de que no llegara al
consultorio.
El Dr. Pradera tardó porque no podía deshacerse de un paciente
extrañamente reiterativo que, aparentemente, lo había retenido en el
consultorio, en la puerta de su despacho, en el pasillo y en la misma sala.
Logró liberarse de él cuando gritó, por encima de su cabeza, “María Alcorta”.
Tardé en reconocer mi primer nombre pero me levanté de un tirón. Estuve sola
durante más de quince minutos sentada en una silla cuadrada y rígida. Utilicé
el tiempo en ordenar mi discurso. Pero Pradera tenía un método estructurado y
totalitario, en el que yo, paradójicamente, no tuve una presencia realmente
activa. Él preguntaba y yo contestaba con sí o con no; no admitía los “no sé” o los
“depende” y cuando se me escapaban, volvía a preguntar con impaciencia.
Respondí más de cincuenta preguntas que no puedo recordar. Traté de intervenir
en la mayoría, pero Pradera enseguida me interrumpía con otra y no daba
respiro: ¿hace terapia?, ¿toma drogas?, ¿salió ayer?, ¿evita a la gente?, ¿su
último episodio fue hace más de una semana?, ¿sufrió algún síntoma durante el
viaje de hoy?...
La impotencia me dejó aniquilada. El doctor ni se inmutó; al final se retorció las puntas del bigote blanco, y
después de garabatear y sellar el certificado médico me fulminó:
- Mire, si trabaja con su terapeuta como es debido, su cuadro debería
mejorar de acá a veintiocho días. Es un caso que no debería presentar
mayores inconvenientes; pasado este lapso estaría en condiciones de
mayores inconvenientes; pasado este lapso estaría en condiciones de
volver a las actividades normales.
Casi lo asfixio con la cortina blanca que se desprendía del barral metálico
de la camilla. Traté de hacer mi último esfuerzo:
-¿Cómo sabe que mi caso no va a empeorar?
Y me calló.
- Mírese. Lleva dos horas fuera de su casa.
Durante el viaje de vuelta hice que dormía. No tenía ganas de hablar
con ninguno de los dos. Me dejaron en la puerta del edificio y subí al
departamento arrastrándome por las escaleras. Me quedé dormida en el sillón. Y
me desperté dos horas antes de la sesión.
VilmaMiriam me atendió extremadamente festiva. No
acepté su café y pasé directamente al living para hundirme en el sillón de
Clara. Le conté que mi nueva jefa me quería de vuelta y que el psiquiatra me
había extendido la licencia hasta el próximo mes. Como todas estas últimas
semanas, Clara me alentó. Fue positiva. Cambió el enfoque apoyando a Pradera. Dijo que esta era una buena oportunidad para avanzar y esforzarse como nunca. Apostó
todas las fichas, tanto, que volvió a cambiarme el ejercicio.