viernes, 24 de agosto de 2012


Algún día tenía que ser. Y ese día va a llegar pronto. El Dr. Pradera me extendió la licencia; se termina el período y tengo que volver al trabajo. Como diría mi abuela, no hay tutía (menos con Rebeca al mando del cuartel).
En un principio creí que no iba a poder llegar a la clínica. Laura me iba a acompañar; pero hoy a la mañana me llamó para disculparse. No podía hacerme el favor porque mis horarios se superponían con los de Franco y su primera visita al hospital después del incidente de las gotas y de la fractura de muñeca. Estuve agradecida. Me pareció el pretexto perfecto para faltar y aplazar mi deber en el calendario. No intenté llamar a mi hermana; sabía que estaba ocupada con los últimos arreglos antes de viajar a Mendoza nuevamente. A mi mamá le corté antes de que atendiera. Lo que me detuvo fue imaginármela entrometiendo su permanente entre el hueco de los dos asientos delanteros del taxi, para parlotear con el conductor. Iba a terminar contándole toda mi vida y seguro, le iba comparar mi problema con un sarpullido de acné. Esa escena tenía un solo final; de los nervios, dentro mío, se iba a desatar una ola de ataques de pánico y para detenerlo  iba a arrojarme sobre el pavimento con el taxi en movimiento.
La cigarrera rosa y plateada que encontré apoyada en la mesa de la cocina mataron mi abstinencia. Le robé dos cigarrillos a Mandy, me preparé un cortado y me fui a sentar en la reposera del balcón, acompañada por un Capitán adormilado. Se me empaparon los pies y los tuve que dejar al descubierto. El balcón tenía unos charcos que todavía no habían caído por el desagüe común. Por los agujeros de la reja husmeé la vereda. Los hombres caminaban a sus trabajos vestidos con remeras de mangas cortas, como si las altas temperaturas de estos dos últimos días los hubieran convencido de estar en medio de un verano permanente. No escuché los golpecitos de Maxi en el ventanal; eso hizo que me lanzara un par de ojotas en la nuca. Las calcé en mis pies y entré al living hecha una furia. Los humores se invirtieron, y terminó enojándose conmigo porque no quería ir al psiquiatra. Me arrastró hasta la habitación y me obligó a cambiarme. Él se fue a la suya y diez minutos después lo encontré en la cocina desayunando con Mandy. Los dos querían llevarme.
El viaje pasó desapercibido. Mandy cruzó algunos semáforos en rojo y se concentró más en agarrar la entrepierna de Maxi que el volante de su escarabajo violeta, pero como conductora asignada se ganó todos mis respetos. Y Maxi fue hermoso. La mayor parte del recorrido logró mantenerme entretenida con el juego “Ni sí, ni no, ni blanco, ni negro”. Lo mejor fue la competencia beatlemaníaca. Ganaba el que canturreaba un disco ordenado y completo de Los Beatles. Ganó Mandy, que había elegido el álbum Revolver y se sabía las once canciones de memoria. El tránsito estaba horrible y pesado, pero la conductora logró escurrirse hábilmente en cada hueco que  dejaban los conductores atontados que todavía no habían logrado abrir los ojos por tanta lagaña apelotonada en los lagrimales. 
Maxi no bajó del auto; cada uno tiene su fobia y la de él tiene que ver con un pasado que encierra hospitales, clínicas, médicos y salas de espera. Los repele desde que el cáncer se llevó a Mónica, su mamá. Le pedí a Mandy que se quedara con él, pero ninguno de los dos quiso dejarme sola. Maxi me deseó suerte y nos perdimos en la calle Uruguay.
Subimos cuatro pisos por escalera y bordeamos tres pasillos blancos e infinitos. Cada intersección estaba decorada por unos maceteros anchos de aluminio de los que se asomaban unos girasoles de plásticos desnutridos y berretas, y unos loritos de madera parecidos a los que suelen ofertar los locales del Puerto de Frutos. Mandy me hizo sentar en la sala, junto con dos señoras mayores que no dejaban de celarse las revistas que habían elegido. Me obligó a hojear una revista que hablaba sobre el polo en Argentina. Cuando notaba que no quería leer, hacía preguntas sobre mi familia, Laura y Maxi. Se la notaba nerviosa, como si tuviera miedo de que no llegara al consultorio.
El Dr. Pradera tardó porque no podía deshacerse de un paciente extrañamente reiterativo que, aparentemente, lo había retenido en el consultorio, en la puerta de su despacho, en el pasillo y en la misma sala. Logró liberarse de él cuando gritó, por encima de su cabeza, “María Alcorta”. Tardé en reconocer mi primer nombre pero me levanté de un tirón. Estuve sola durante más de quince minutos sentada en una silla cuadrada y rígida. Utilicé el tiempo en ordenar mi discurso. Pero Pradera tenía un método estructurado y totalitario, en el que yo, paradójicamente, no tuve una presencia realmente activa. Él preguntaba y yo contestaba con sí o con no; no admitía los “no sé” o los “depende” y cuando se me escapaban, volvía a preguntar con impaciencia. Respondí más de cincuenta preguntas que no puedo recordar. Traté de intervenir en la mayoría, pero Pradera enseguida me interrumpía con otra y no daba respiro: ¿hace terapia?, ¿toma drogas?, ¿salió ayer?, ¿evita a la gente?, ¿su último episodio fue hace más de una semana?, ¿sufrió algún síntoma durante el viaje de hoy?...
La impotencia me dejó aniquilada. El doctor ni se inmutó; al final se  retorció las puntas del bigote blanco, y después de garabatear y sellar el certificado médico me fulminó:
 - Mire, si trabaja con su terapeuta como es debido, su cuadro debería
    mejorar de acá a veintiocho días.  Es un caso que no debería presentar
    mayores inconvenientes; pasado este lapso estaría en condiciones de
    volver a las actividades normales.  
Casi lo asfixio con la cortina blanca que se desprendía del barral metálico de la camilla. Traté de hacer mi último esfuerzo:
 -¿Cómo sabe que mi caso no va a empeorar?
Y me calló.
 - Mírese. Lleva dos horas fuera de su casa. 
Durante el viaje de vuelta hice que dormía. No tenía ganas de hablar con ninguno de los dos. Me dejaron en la puerta del edificio y subí al departamento arrastrándome por las escaleras. Me quedé dormida en el sillón. Y me desperté dos horas antes de la sesión.
VilmaMiriam me atendió extremadamente festiva. No acepté su café y pasé directamente al living para hundirme en el sillón de Clara. Le conté que mi nueva jefa me quería de vuelta y que el psiquiatra me había extendido la licencia hasta el próximo mes. Como todas estas últimas semanas, Clara me alentó. Fue positiva. Cambió el enfoque apoyando a Pradera. Dijo que esta era una buena oportunidad para avanzar y esforzarse como nunca. Apostó todas las fichas, tanto, que volvió a cambiarme el ejercicio.