martes, 18 de septiembre de 2012


Definitivamente hoy sí es mi día. Repetí el viaje en el 101 tal y como lo había hecho la última vez con una pequeñísima excepción: todo resultó muy bien. Y además se me ocurrió una idea genial para ayudar a Sofía.
El lunes a la mañana, luego de despedir a Justo, completé mi último paseo en el 53. Me bajé muchísimo después de que el colectivo dejara atrás la concurrida Plaza Flores, pero antes de que abandonara la Avenida Rivadavia y se perdiera en los famosos barrios arrabaleros de la Capital. Hoy, en cambio, respeté la consigna de trabajo que el viernes pasado Clara me había asignado. Hice exactamente lo que me aconsejó: exprimí cada segundo del día que estuve fuera de casa sin dejar sobrantes; ninguna cáscara, no dejé ni siquiera los pellejos blancos y agrios.
Crucé La Rioja sintiéndome como la Fea Durmiente, luego de estar desmayada en su departamento durante una eternidad y algunos días más. Respetando el orden de llegada de las demás personas, me detuve detrás de una señora mayor y abstraída por el castañeo de su dentadura, mi cableado interno se desconectó una vez más de los motores nerviosos. Tuve la rarísima impresión de que el tiempo en verdad no había avanzado, que todavía estábamos en el mes de Mayo; más precisamente en el quince de Mayo: ¿habían pasado tantos días? Encontraba la situación surreal, como una autentica pesadilla. Tosí y mi sistema operativo volvió a funcionar. Miré a mí alrededor. Me di cuenta de que estaba equivocada; estaba viviendo mi realidad. El viento se había trastornado; parecíamos estar en sintonía. Y además había algo más concreto que me aseguraba que no estaba alucinando: esperaba con expectativa al colectivo de la desgracia. Saqué pecho. Me  prometí que el desenlace iba a resultar mejor que el de un sueño; esta vez por nada del mundo me iba a dejar derrotar. 
Aguardé diez minutos y me animé a subir al colectivo más hinchado que pudimos detener. A fuerza de empujones, propinados por quienes hacían cola abajo, pude encajar en el rompecabezas humano sin mayores complicaciones. Me agité y me quedé sedada por el olor a humedad que despedía el saco negro de un hombre que estaba estancado en la mitad del pasillo. La situación se presentó como un tentempié, porque el plato fuerte o, mejor dicho, “la prueba de fuego” me estaba aguardando a tres cuadras de distancia... A través de las cabezas de mis compañeros de viaje, pude tener una fotografía completa. Abajo había un matorral de personas que intentaban infiltrase hasta por las puertas traseras; eran una cuadrilla de futuros psicólogos recién salidos de la facultad, que subieron zamarreando sus vasos extra large de expresos ocupando, aún más, el ancho y el largo de todo el vehículo. Por culpa de la sumatoria de los trotes atropellados, el colectivo tembló de igual manera que una fuerte onda expansiva. Cuando la comunidad del 101 consiguió recobrar el equilibrio, todos convinimos en que era mejor perder la estabilidad que perder el aire y el espacio. Estábamos en una especie de punto piñata: es decir casi a una persona de reventar y estallar en millones de trocitos contra el parabrisas del chofer. 
Algunos pasajeros un poco más individualistas, viajaban con las muñecas colgando deprimidas de los pasamanos. El viaje se había vuelto tan poca cosa para mí que me permití asociar aquella imagen con una de las primeras citas que tuve con Martín: fue la única y última vez que había visitado el Zoológico de Buenos Aires; no terminé el tour. Huí despavorida después de ver a unos monitos arañas amotinados en un microclima prefabricado, hecho de cartón y tanzas, al que decían llamar el “Rain Forest”. Pero no todo fue tan malo. Los cuerpos se mantenían rectos gracias a nuestra veta más solidaria. El torso del compañero de la izquierda y el torso del de la derecha fueron los principales sostenes que pudimos tener. Entre todos nos mantuvimos enlatados y parejos, como unas sardinas en conserva. Por el resto no me puedo quejar: me fue bárbaro. Un chico me cedió el asiento que ocupaba, y tuve la bendición de llegar sentada hasta la terminal. Claro que evité el colmo de los colmos. Si parada el brote no me había alcanzado, de ninguna manera iba a permitírselo sentada. 
Intenté disfrutar de lo que quedaba del viaje; me fundí sobre la ventana y me dejé llevar hasta Retiro. Tengo que admitir que estaba tan cómoda que esta vez, si hubiese sido por mí, hubiera acompañado al chofer hasta el  fin del camino. Bajé del colectivo en plena oscuridad, pero loca de felicidad. 
El trayecto de la vuelta fue muchísimo mejor. Sentía que mis pulmones se habían inflado de un optimismo y un amor propio que hacía tiempo no reconocía como tal. Flotaba.
Llegué a casa hecha un cubo; todavía tenía las ropas húmedas y mi campera se había impregnado con el hedor a humedad que destilaba el pasajero del cual me había colgado a la ida. Cuando estaba cerrando la primera puerta del ascensor me invadió una repentina onda de mal humor; escuché unos ruidos de basura e imaginé que el que estaba en el pasillo era "El Sin Cara", y no. Sofía salió del compartimiento de la basura asustada. No me dio tiempo a nada. Cuando me estaba acercando para comentarle mi propuesta, me miró brevemente y se escondió dentro de su casa.