martes, 26 de junio de 2012


Me armé un discurso convincente y llamé a Olga. Me atendió Gisella, su hija malhumorada, que después de montarme un laberinto colmado de excusas, me terminó diciendo que Olga no estaba y que no sabía cuando iba a volver. Volví a llamar a la tarde y me atendió Victorio, su marido, que intentó cubrirla con el pretexto más subnormal del mundo: Olga se había ido a un retiro espiritual para evangelistas y volvía por la noche. Yo sabía que estaba ahí porque en el mismo momento que se hizo un breve silencio detecté como, del otro lado de la línea, caía al suelo un objeto  de plástico. Era Olga. Seguro que de alguna de sus manos fofas se le había resbalado el control remoto. Por eso volví a intentar:
 - Bueno, Victorio. Dentro de unas horas vuelvo a molestar. Nada
    más, queríamos decirle a Olga que la extrañamos y que queremos 
    que vuelva con nosotras. También necesitaba hablarle sobre un
    aumento...
Fue sorprendente. La respiración humana de Victorio mutó, para repentinamente parecerse al resoplido de un cerdo constipado. Mientras tapaba el sonido de sus pasos con algunos gruñidos, y me comentaba lo desmemoriado que estaba últimamente, podía escuchar como  abría y cerraba una puerta teatralmente. Hasta que me dijo:
 - ¡Mirá!, justito está llegando.
Y le pasó el teléfono a Olga. Después de hacerle creer que el sábado la estaba esperando y de hacerme un poco la desentendida con el tema de su renuncia, terminé manipulándola con la culpa:
(...) Sinceramente, Olga, con una mano en el corazón, ¿vos
   renunciaste por lo de Capitán?
Como estuvo media hora hablándome de la vergüenza que sintió por haberme perdido al "pichicho", y yo no dejaba de pensar en la otitis severa que me estaba ganando; preferí minimizar el hecho, contarle una falsa anécdota y darle un cierre a la conversación: cuando tenía once meses, Capitán, se nos había escapado por la ventanilla del auto, y después de buscarlo todo el día, pudimos recuperarlo. Estaba en la panadería “La princesa”, alimentándose con unas tortitas negras, que le fueron suministradas por unos gentiles panaderos. 
Inesperadamente, logré distenderla y me terminó contando ciertas confidencias: el mismo viernes que extravió a mi perro, la presión se le había disparado al "corno" y desde entonces Victorio le tiene prohibido comer las “figazas rellenas con cantimpalo” que tanto le gustan; también que aparentemente le está costando mucho “mover las carnes” y por último (off the record) que de todas maneras ya estaba cansada desde hace bastante. Mi mamá la estaba volviendo un poco turuleka. Sin embargo, cuando le mencioné lo del aumento (mi mamá se va a querer morir), creo que la convencí.


DÍA 2. NOTAS PARA CLARA.
No salí. Estaba bañada, perfumada y cambiaba para empezar lo que no había hecho el día 1. Pero no encontré las llaves. Estaban en el lavarropas, dentro del bolsillo de mi buzo canguro. Ahora ya es tarde.