viernes, 14 de septiembre de 2012


A veces las noticias se asoman en tu ventana y te apuntan con una ráfaga huracanada de mil kilómetros justo dentro de la boca y te hinchan-hinchan-hinchan como a un globo de cotillón; esos que algunos animadores suelen usar para fabricar perros salchichas o aureolas de ángeles en los shows de cumpleaños. En los peores casos te tumban al primer vientito y te dejan con la cola desnuda apuntando en dirección al sol, y en los mejores, te dan un envión tan potente que te escupen entre las nubes de la esperanza. Hoy, ¿dónde estoy yo? Entre un nubarrón, mostrando media nalga pálida por encima de mis calzas; tengo una semana para pensarlo: o vuelvo a mi trabajo o pruebo con Joaquín.
“¡Feliz falso aniversario!”, me deseé a mí misma hoy a la mañana cuando aventé enfurecida la almohada que tenía tapándome la cara. Estuve un rato sin moverme. Me negaba. Si apoyaba el pie descalzo sobre la baldosa buscando la pantufla de Kitty era el fin. Mi día iba a comenzar. Y definitivamente no quería eso. Si comenzaba iba a hacerlo de la peor manera: dándole el parte de presentismo a Rebeca. Tenía que recordarle que estaba a un día de mi aniversario y que pronto iba a volver. Lo postergué. Dejé pasar las horas, pero cuantas más horas pasaron fue peor. De costado y boca arriba. Tapada o descubierta... No sólo pensaba en Rebeca. También en Sofía, ¿estaría en la escuela?, ¿cómo se sentiría?, ¿creerá que la abandonamos? ¿Y Nacho? Seguro que mientras yo me revolcaba en mis angustias, él se revolcaba con alguna de sus alumnas. Me cansé de mí y mi lástima. Huí arrastrando los pies y pateándome el alma. Me preparé un café con leche y corté tres porciones de budín marmolado de chocolate y vainilla con pasas de uva que tragué sin masticar, y que cayeron en mi estómago como un mazacote insípido. Pronto llegó el incendio. El ardor comenzó con una chispa dulce y se extendió por las paredes de mi garganta como si un dragón de la época del Rey Arturo soltara llamaradas en mis órganos. Tenía acidez.
Llamé. No me atendió nadie que conociera. Ni siquiera la chica que me había atendido las dos últimas veces; la que mecanografiaba a una velocidad supersónica. Me habló un tal Juan Manuel, que parecía no entender cuál era su trabajo ni qué era lo que hacía ahí. Despreocupado, no ocultó su ignorancia. Me preguntó a mí dónde era que debía teclear mi apellido. Silencio y clacks, clacks, clacks. A prueba y error logró confirmarme en la base de datos, y luego se atrevió a preguntarme el número del interno al que él debía llamar. El colmo fue cuando me consultó cuál de los botones era el que lo comunicaba directamente con Rebeca, ¿era el verde o el gris? Di por sentado que desconocía los horarios de mi jefa, por lo tanto, podía encontrarme con dos variables: que me atendiera mal, o que me atendiera más o menos bien y como era de esperarse, ocurrió lo primero, claro.
 -¿"Ferchu"?, mirá, estoy saliendo para una reunión. No quiero excusas
   ni problemas, ¿si? Supongo que llamas para que te extienda la licencia.
   Ni lo sueñes. Pradera dijo que  el veinticuatro, no más. Hasta el
   martes, “Ferchu”. 
Eso fue todo. Habló ella sola. Veinte minutos más tarde me sonó el celular. El identificador de llamadas no reconocía el número. Miré al aparato de reojo. Se me ocurrió pensar que era Rebeca desde otra oficina, para darme alguna noticia terrible que se le había olvidado, o que se le había ocurrido en el trayecto sólo por el placer de torturarme. Atendí de malhumor. No era Rebeca. La ironía de Joaquín me llenó de felicidad en cuestión de segundos:
 - ¿Alcorta? Te escucho tranquila, ¿todavía estás encerrada?
Nuestra charla duró más de una hora. Joaquín de ninguna manera aparentaba ser mi ex jefe, y yo tampoco parecía ser su ex empleada, chusmeamos como dos señoras en chancletas baldeando la vereda. Inmediatamente nos pusimos al día. Le transmití lo mal que me había sentido cuando me había enterado de su despedida, pero también me desquité; me cegó la prepotencia y lo acusé de haberme abandonado sin aviso. No contestó mis reproches. Simplemente me recordó que jamás debía fiarme de la información que circulaba en las oficinas de mi trabajo. Él era el ejemplo perfecto. Me puso al tanto de lo que había sucedido: no lo habían echado de la empresa; se había ido antes de que lo despacharan del puesto.
Lo olí en el aire; sabía que se estaba guardando medio mazo en el bolsillo y lo obligué a desabotonarse la armadura de caballero. Me dijo la verdad: Rebeca no se ganó su lugar en buena ley. Lo que sucedió fue que se enganchó al dueño de la productora. El dueño es un viejo sexagenario y millonario que, aún después de veinte años de ser la cara visible de la empresa, todavía no tiene ni la más remota idea a que rubro nos dedicamos. La productora es un regalo que adquirió como pago de una deuda no blanqueada, y un gran porcentaje está manejado por terceros que, para variar, desconocen el oficio tanto como él. Básicamente se podría decir que los únicos que entendemos lo que hacemos somos nosotros, los empleados. Sin lugar a duda Rebeca vio en él una oportunidad. Es muy cierto que el hombre no necesita inflar más su capital, por eso se la cedió. Le debe interesar tres rabanitos si la nueva novia le conduce el negocio derecho a la bancarrota; para el viejo una empresa menos en sus papeles significa lo mismo que un moretón nuevo en el codo. 
Joaquín, muy sabiamente, fue el primero que se anticipó al final de esta historia: a ella la iban a ascender. No negoció bajar escalafones, no era justo. Lo mejor que pudo hacer es irse con la frente en alto.
Contó su versión y el resto fue una sorpresa para mí; me dejó sin aliento. Cerró el tema de Rebeca con un suspiro y me develó que su llamado no tenía un carácter informativo. Quería hacerme una propuesta tentadora. Joaquín me explicó que si no se había comunicado antes conmigo fue porque sabía, por medio de los e-mails que mantenía con Rodrigo, que todavía seguía recuperándome de mi fobia. Además él estaba ocupado. Estuvo organizando la previa de su proyecto personal: su propia productora.