jueves, 23 de agosto de 2012


Insospechado. Jamás creí que iba a terminar tomando un café con el "Sin Cara" del "B". Debería dejar de llamarlo así, ya no tiene sentido. Tiene la cara completa y un lunar por encima del labio superior que bordea al cachete izquierdo, a lo Marilyn Monroe, que antes había pasado desapercibido. Además ya sé su nombre, sé su apellido y otros datos curiosos; por ejemplo por qué robó el tender.
Bajé sola a hacer el ejercicio. Durante la cena de anoche Maxi y yo nos devanamos el cerebro con los posibles regalos de cumpleaños de Mandy; la lista no me conformó. Mi consejo final fue que le regalara algo único y extravagante. No sé que habrá entendido por "único" y "extravagante": hoy a la mañana lo vi analizando detenidamente un mapa que imprimió de la página de un famoso museo, y lo escuché en el baño secreteando por teléfono. Me cambié y le pedí que me acompañara al bar. Se negó y me dijo que tenía algo muy importante que hacer. Me miró de manera cómplice esperando que le preguntara qué. Fui complaciente. Me susurró, como si algún oído intruso pudiera escucharlo, que tenía tres horas para comenzar la "Operación Maniquí". Resolví que no iba a preocuparme. Maxi es un vendedor de humo nato; y siempre se las ingenia para hacerme creer en historias ficticias enredadas en falsos suspensos, debe ser la manera que tiene de transmitir lo que los libros le enseñan. Bajamos juntos, nos despedimos en la esquina y le deseé buena suerte con la "Operación Maniquí".
Después de tantos días con lluvia me dio pena no poder sentarme a disfrutar los pequeños rayitos de sol que caían en la esquina del bar. Me senté en la misma mesa del lunes y me recibió un mozo rechoncho que no conocía y que, cada vez que se acercaba para retirar o para traer algo de la mesa, se ponía a entonar canciones de Sandro. Me dio un poco de pudor interrumpirlo, pero tuve que cortar fríamente el estribillo de "Así" para pedirle el cortado habitual. Fue necio. Hasta que no terminó la letra no dejó de refregar su trapo agujereado sobre la mesa. Volvió con el cortado y un repertorio renovado; entonó "Penumbras" hasta el final, y con una especie de giros rudimentarios de ballet terminó al lado de la mesa de un señor mayor, aferrándose dramáticamente a la bandeja de los pedidos.
No escuché que el llamador de ángeles se revolviera en la puerta de entrada, y tampoco lo vi caminar hacia mi mesa, estaba muy concentrada mirando al restaurador de marcos de la esquina de enfrente. A diferencia de la calle, en el interior del bar, la vista a su negocio es más personal. Alcanzaba a ver todo lo que había en el segundo piso. Hasta me pareció distinguir que enmarcaba la réplica de un cuadro de Quinquela Martín. Me hipnoticé con su paz; fue la única manera que encontré para evitar pensar en el ejercicio, en Rebeca y en el psiquiatra del viernes. Tardé en focalizarlo:
 - ¿Solita?, ¿Y tus novios?
Me reí. El "Sin Cara" me pidió permiso para sentarse, y accedí. Dejó la guitarra apoyada en la silla de al lado. Se desenredó el pelo negro y lacio, y cruzó los dedos sobre la mesa con confianza. El mozo cantor se acercó silbando una versión remixada de "Rosa, Rosa" y el "Sin Cara", distendido, le sirvió de público completando con un silbido envidiable las partes que el doble de Sandro dejaba inconclusas. Haber colaborado en su juego fue beneficioso, porque a diferencia de otros pedidos el porrón que pidió llegó fugazmente. Como ninguno de los dos habló, el "Sin Cara" me extendió la mano y se presentó formalmente:
 - Hola, soy Nacho. Mucho gusto.
Aunque no tuve nada que ver, me dio las gracias por haberlo ayudado con la cerradura. Yo le pedí disculpas por haberle incrustado en la frente el láser de metal, el día que se cortó la luz. Me dijo que le habían dado dos puntos por el incidente; y después de ver mi mueca de disgusto lo desmintió con una risotada. Le dije que era un tarado. Nos reímos y se hizo un silencio que me incomodó. Estaba inexplicablemente nerviosa; y preguntarle por el robo del tender fue lo primero que se me ocurrió. Se volvió a reír y reclinó su cabeza confidencialmente hasta acaparar mi lado en la mesa. Dejando sus dientes perfectos a la vista, me admitió que fue la única manera que consiguió para mantenerla desolada. Se cansó de que lo echaran de la terraza cada vez que daba sus conciertos a la luz de la luna. Me pareció desvergonzado, pero poético. Estaba empezando a oscurecer. Miré el reloj y sentí una punzada de alarma en panza. Había pasado una hora fuera de mi casa y tenía miedo de que el exceso se volviera en mi contra. Le dije que tenía que irme y se empecinó en pagar la cuenta. Caminamos juntos hasta nuestro edificio. Se colgó la guitarra al hombro y se despidió. Tenía que tocar en un bar de provincia.