Maxi y yo nos peleamos. Forcejeamos tanto
por el monigote que se robó, que lo solté asqueada cuando sentí que
interpretábamos un matrimonio rabioso en pleno divorcio debatiéndose por el
amor de un hijo. No aceptó devolverlo. Decidido, desempolvó un bolso del placard y desarmó el maniquí a los tirones, cobrándole la culpa de nuestra pelea. Se
escudó argumentando que estaba seguro de que el guardia de seguridad no iba a
aceptar reembolsarle la plata, y que tampoco se iba a arriesgar a montarlo en
la misma vitrina, ante la vista de los demás. Tenía otro punto a favor: el
cumpleaños de Mandy fue ayer. Era cierto que no había tiempo de encontrar un
regalo tan especial. El orgullo nos persiguió hasta el final; ninguno de los
dos dimos señales de reconciliación y se fue refunfuñando con el bolso cargado
al hombro y un dedo de plástico torcido,
asomándose por el hueco que dejaba el cierre azul.
Hoy me sentí sola; otra vez no contaba con la
ayuda de mi mejor amigo, que se había vuelto tan necesaria como imprescindible.
La casa estaba vacía y Capitán ni siquiera se acercaba a mí para refregarme en
las calzas sus pelos amarronados y rojizos impregnados con fragancia a
riachuelo. Hasta él rechazaba la dosis de caricias diarias, que bien dispuesta
estaba a darle. Estaba estancada en una palangana. El trabajo no resultó mejor.
Descargué los archivos que me envió Rodrigo con una determinación que duró lo
que un estornudo en la punta de la nariz. Visualicé las fotos, las cerré y
volví a repetir el proceso, sin encontrar la inspiración usual que pudiera
salvar los errores de los fotógrafos altaneros y engreídos del trabajo. Caras
subexpuestas, paisajes quemados y cuerpos fragmentados se mezclaban con la idea del
ejercicio incompleto que vengo posponiendo desde que Clara me lo planteó. Y de
repente: la revelación. Las palabras de apoyo florecieron en el aire
atravesando la puerta de cedro hasta llegar con fuerza hacia la silla giratoria
en la que estaba sentada. Tuve que asomarme al pasillo para comprobar que Clara
no estuviera vociferando lo que necesitaba escuchar a través de un megáfono. Y
no. Era mi imaginación. El pasillo estaba vacío y solamente se escuchaba al
abuelo de Sofía cantar una canción que hablaba sobre la multiplicación de
los panes. Cerré la puerta y me senté a repasar mis miedos. Me convencí con algo
cierto: en realidad, no había un peligro inminente. Lo que me alteraba era el
rechazo que despertaba el cambio de escenario. Dejar el bar y vagar por las
calles de los barrios de Boedo y San Cristóbal hasta encontrar la parada de un colectivo cuyo recorrido desconociera. Ahora tenía que volver a encontrarme con ellas
después de tantos meses. Sin lugar a dudas, el ejercicio previo era una
tontería comparado con el ejercicio real; el real es una verdadera batalla para
mí: el primer viaje en colectivo. Se me hace un nudo en la garganta cada vez
que me imagino sentada otra vez en donde comenzó todo.
Me arremoliné una bufanda bordo al cuello, y
elegí la campera más abrigada que encontré colgada en mi guardarropa. Cinco
minutos después estaba respirando la brisa violenta y fría de la mañana, que
inundó mis pulmones con un aire fresco y rejuvenecedor. Caminé las dos
primeras cuadras insegura; a la vista de cualquier fuerza de seguridad podía
parecer sospechosa de todos los delitos. Sentía que mis ojos reflejaban una
mirada temerosa e indescifrable. Hice las tres cuadras siguientes con alivio.
Doblé por Carlos Calvo porque siempre me resultó una calle poco transitada,
salvo por algún que otro grupito de adolescentes extraviados y rebeldes que se
amontonaban en las esquinas para compartir los primeros cigarrillos o las primera
petacas comunitarias. Hoy no había nadie, salvo por una joven parejita de
colegiales que se escondía en el hueco del garaje de un edificio gris para
darse los primeros besos. Por el resto, me sentí como en un pueblito desértico
y adormecido. Se habían enmudecido todo los sonidos; tampoco se oían avanzar
autos que mancharan el silencio con los carraspeos de sus motores. Volví sobre
mis pasos cuando habían pasado veinte minutos, porque todavía tenía que elegir la parada del colectivo. Retomé por La Rioja, y
recordé que sobre Humberto 1° pasaba el 53. La parada también era compartida por el 126, pero aunque nunca lo tomé con frecuencia recordaba su trayecto de memoria. Me quedé algunos
minutos sentada en los escalones de la despensa antigua de la esquina, disfrutando
del sol que me alumbraba la cara. En total vi diez colectivos pasar, y cuando
contaba el onceavo, sonó el celular. El tono histérico hizo que no la
reconociera. Tuvo que gritarme su nombre varias veces. Era Gisella, la hija de
Olga. Pasó por alto todo tipo de cortesía: no quiso saber cómo estaba, ni me entretuvo
con comentarios sobre el clima. Su
pregunta prepotente y acelerada me tomó desprevenida:
- ¿Quién es Florindo?
No hice
ningún tipo de declaración. Cordialmente le sugerí que hablara con su mamá. Y
qué sorpresa me llevé. No podía porque Olga había se había ido de la casa hacía
dos días.