Primero el mentiroso de Juan, ahora Nacho. Es
la segunda vez en menos de un mes que me dejan plantada. Y lo peor es que, en la
espera, no me sentí como una plantita cualquiera, o un yuyo triste, como los
tréboles milagrosos que crecen entre medio de los ladrillos de algunas
fachadas, o como el rejunte de hojas mezquinas que venden con sobreprecio
algunos puesteros de la Chacarita, frente al cementerio. Me sentía como un
racimo importado, recientemente florecido, perfumado y vistoso. Me había
bañado, peinado y maquillado, casi, profesionalmente. Había elegido de mi
guardarropa una combinación de prendas exquisitas. No voy a exagerar; no estaba
para “matar”, pero sí estaba segura de que podía llegar a infartarlo. Todo para
nada.
Nacho no pasó cuando terminó de dar clases, como prometió. Lo esperé esperanzada hasta la madrugada. Se me ocurrió que quizás se le había hecho tardísimo, igual que el viernes. Pero no. Los segundos se apilaron unos sobre otros, para convertirse en minutos, y más tarde en horas. Y no vino. La metamorfosis fue un proceso. No era más un racimo florecido; intercambié el perfume especiado, de canela y vainilla, con el que me había embadurnado el cuello y las muñecas, por una fragancia invasiva a churrasquito sangriento y grasiento, que había cocinado para Maxi y para mí. Además, la humareda, que había escapado por los costados de la tapa de la sartén, removió la humedad que flotaba en el departamento, achicharrándome todos los pétalos que pacientemente había alisado con la planchita; mis pelos volvieron a su forma natural: las ondas tristes de un sauce eléctrico. A las doce y media me rendí. Deshojé, resignada, las prendas que llevaba puestas, y me vestí con una remera ancha de color marrón. Sí. No era un racimo despampanante venido del extranjero, tampoco era un trébol calvo. Ni siquiera era una hojarasca. Era un tubérculo podrido y oxidado. Una papa amarronada y negra que estaba comenzando a echar sus primeros brotes blancos y mohosos, como una enredadera, en la silla de la computadora.
Nacho no pasó cuando terminó de dar clases, como prometió. Lo esperé esperanzada hasta la madrugada. Se me ocurrió que quizás se le había hecho tardísimo, igual que el viernes. Pero no. Los segundos se apilaron unos sobre otros, para convertirse en minutos, y más tarde en horas. Y no vino. La metamorfosis fue un proceso. No era más un racimo florecido; intercambié el perfume especiado, de canela y vainilla, con el que me había embadurnado el cuello y las muñecas, por una fragancia invasiva a churrasquito sangriento y grasiento, que había cocinado para Maxi y para mí. Además, la humareda, que había escapado por los costados de la tapa de la sartén, removió la humedad que flotaba en el departamento, achicharrándome todos los pétalos que pacientemente había alisado con la planchita; mis pelos volvieron a su forma natural: las ondas tristes de un sauce eléctrico. A las doce y media me rendí. Deshojé, resignada, las prendas que llevaba puestas, y me vestí con una remera ancha de color marrón. Sí. No era un racimo despampanante venido del extranjero, tampoco era un trébol calvo. Ni siquiera era una hojarasca. Era un tubérculo podrido y oxidado. Una papa amarronada y negra que estaba comenzando a echar sus primeros brotes blancos y mohosos, como una enredadera, en la silla de la computadora.
Para colmo, cuando Maxi volvió del bar, ni
siquiera me agradeció por la comida. Estaba ocupado con Mandy. No le conté lo
que había pasado con el vecino. ¿Para qué, para que se rieran de mí?
El único que cambió mi humor fue
Nicolás. No sabía si estaba en la computadora, porque debajo de su “nickname”
tenía un cartel rojo amenazante, que daba a entender que estaba ocupado. No me
importó. Lo molesté igual, y, al minuto, me respondió. Las primeras líneas que
aparecieron en el pequeño recuadrito blanco sonaron frías; tenían un claro tono
de reproche e indiferencia, que no se había molestado en ocultar. Realmente
estaba muy enojado. Confesó. Estaba molesto por mi repentina
desaparición. Tenía razón. Me olvidé de él completamente. No había vuelto a
dejar ningún mensaje en el foro, y de un día
para el otro no volvimos a hablar. Tampoco le contesté los mensajes que me había dejado en mi
casilla personal.
Omití la explicación: Juan. Desde el encuentro casual con Juan, solamente había usado la computadora para cumplir mis obligaciones
laborales.
Costó, pero de a poco pude ablandarlo. A la hora, ya éramos los
mismos amigos cibernéticos de antes.
Durante mi ausencia pasaron tres cosas:
Margarita, la señora de misiones, se curó de su agorafobia. Todos nos habíamos
creído las estupideces que un tal Omar había publicado, en las que decía que
Margarita, en realidad, se dedicaba a unos negocios oscuros. Nicolás me secreteó que, hace tres semanas, la mujer escribió en el foro desmintiendo las acusaciones, y contó la verdad. Sus hijos le habían tendido una trampa. La sedaron y la llevaron al centro
de la ciudad, directamente a las manos de un curandero muy famoso. Margarita aseguró que
se recuperó del mal repentinamente, cuando el brujo le apoyó sus manos santas en la frente. También
nos invitó a hospedarnos en su casa, en caso de que quisiéramos probar ese
método efectivo.
Los chicos de Miramar no pudieron resolver sus
diferencias. Lucía contó en el foro, que se separaron y que ya no conviven más. Pero también dijo que siguen compartiendo el mismo edificio. Sebastián resolvió su problema fácilmente; pudo conseguir un departamento dos pisos más arriba del de ella. Igual se siguen hablando por la página; parece que Lucía está despechada
por el abandono, y porque él se llevó el dálmata sin su consentimiento.
La otra noticia tiene que ver con Nicolás:
había roto con Carola definitivamente. Fue ella la que lo dejó a él. No hice
ningún comentario, pero las razones de Carola me parecieron bastante egoístas:
le dijo que no podía soportar más la relación; sentía que se estaba volviendo
agorafóbica a la par de él. Y lo más feo de todo, es que le dio la noticia el día de
su cumpleaños.
Me puso muy contenta saber sobre los progresos de
Nicolás. Hace poco descubrió que correr no le provoca el mismo pánico que caminar.
Ahora, todo los días trota alrededor de tres manzanas.