martes, 21 de agosto de 2012


La víbora me mordió, y para deshacerme momentáneamente de ella tuve que pedirle ayuda al mamut. 
Llamé al trabajo a la mañana. Me atendió la recepcionista de la semana pasada con su acostumbrado tonito robótico y orgulloso. Me pidió mi nombre y lo mecanografío en su base de datos. Me dejó en espera. No me quiso transferir al interno de Rebeca; le había dicho que estaba ocupada y me transmitió su mensaje sin filtros. Rebeca quería que la contactara en un horario en que no la molestara. Eran las 9:30 hs. Yo sé que a esa hora, en la productora, no suelen haber grandes movimientos; todos están ocupados repitiendo el desayuno. Intenté llamar pasadas las 15:30 hs. La recepcionista repitió el proceso, y Rebeca volvió a estar ocupada.
Joaquín tenía la misma tendencia evasora. Trataba al personal de igual forma, pero podía permitírselo: trabajaba doce horas seguidas, se llevaba el trabajo a casa, y se ocupaba, mal o bien, de las necesidades del resto de sus empleados. 
Volví a llamar a las 18:50 hs antes de que se fueran todos. No quería que la espera se extendiera un día más.
Creo que las voces suelen reflejar el carácter y el aspecto físico de las personas; y la voz de Fabiana me transmitía la imagen más aburrida del mundo. Podía visualizarla como una muñequita de cera, pálida y alta, con el pelo estático, recogido por una coleta corta y casta. Seguramente debe vestirse todos los días con polleras y camisas aburridas, sin estampas; lisas y fibrosas de un color gris viejo y manchado. Me pidió mi nombre nuevamente. Se lo deletreé con rabia y me constató por tercera vez en su cacharro informático. Estuve esperando en la línea durante cinco minutos. A los quince presioné el altavoz, y me entretuve con una tarea mucho más productiva. Dejé el teléfono sobre la hornalla. Me calcé los guantes de goma naranja en las manos y rasqueteé el horno. Durante la espera despegué dos capas de grasa amarillentas y olorosas. Rasqueteé con furia; más cuando mis oídos se empacharon por el “Hola, Ferchu” de Rebeca. Tenía la misma mala energía de siempre y arrastraba las palabras con una marcada soberbia. Lo que sí le tengo que reconocer es que no se anduvo con vueltas; fue incisiva: 
 - Bueno, “Ferchu”, vamos a seguir los pasos. Hay que ser prolija. Te va
    a visitar un médico laboral a tu casa. Quiero cerciorarme de que todo
    esté en...orden.
Si quiso hacerme sentir incomoda lo logró. La confianza irónica con la que usó mi nombre hizo que me retorciera del asco, y también que no haya disimulado la necesidad imperiosa de ejercer el control en mi vida como suele hacerlo con el resto. De mala gana le hubiera escupido todas las preguntas que indirectamente me daba a entender con su últimatum: ¿qué otros pasos restaban?, ¿a qué llamaba orden?, ¿pensaba que estaba actuando, y que mandarme un médico era la solución a su incertidumbre? Preferí callarme la boca; no tenía por qué justificarme. Acepté la visita sin objeciones. El único error que cometí fue preguntarle por el día en que iba a venir el médico:
 - “Ferchu”, si estás en tu casa no importa. ¿No te parece?
Terminó la pregunta con unas carcajadas mefistofélicas. No la quise escuchar más. Me despedí amablemente y corté. Estaba colérica: tenía rabia y energía de sobra para derribar lo que se interpusiera en mi camino. En mi mente se formó la imagen de un mamut. Automáticamente se asocio con otra imagen. Me venció el impulsó y lo llamé. Juan me atendió al segundo llamado con un carraspeo seductor y viril. Traté de mantener las formas; fui distante y sincera. Le pedí que pasara la tarde conmigo; y le aclaré varias veces que era una tarde sin compromisos. Vino a la hora. No gané yo. El que me derribó en la cama fue él.