Tengo miedo de que en cualquier momento suenen las sirenas de la culpabilidad, derrumben la puerta de mi departamento a patadas y me lleven a rastras por encabezar el comando. Todavía no lo puedo creer. Siento que tengo toda la responsabilidad: mi mejor amigo es un ladrón del patrimonio histórico nacional.
Me desperté temprano y Maxi no estaba, en
cambio, en la cocina encontré una nota enganchada en el pico de la pava silbadora,
que más que enigmática me pareció infantil; es decir, muy propia de él: “No te
puedo acompañar. Fin de la exitosa Operación Maniquí”. El problema no era que
no me acompañara en el momento que más lo necesitaba; podía empezar el
ejercicio nuevo en otro momento, pero sentí que la estupidez de mi amigo se
estaba extendiendo como nunca.
Seguía siendo de mañana cuando me tocó la
puerta. Corrí y la abrí emocionada. Me decepcioné. Pensé que Sofía había
faltado a la escuela y venía a visitarme, pero no. Era el “Sin Cara” del “B”,
corrijo...era Nacho. Me descubrió vestida con los boxers de Martín y la remera
blanca con la cara de Humphrey Bogart. Avergonzada, me cubrí con las
manos y entorné la puerta con movimientos torpes. Rompió el hielo. De repente, con un dramatismo improvisado se acomodó un sombrero imaginario, bamboleó sus ojos serios sobre
los míos, como Bogart en los últimos minutos de "Casablanca" y repitió:
- Siempre tendremos París.
Ganó. Gracias a su espontaneidad me reí
como una tonta. Hizo otros dos chistes que me distendieron. Terminé entornando la puerta totalmente hasta dejar mi ridiculez al
descubierto. Se hizo un silencio incómodo; solamente se escuchaba el roce de su
mano sobre la puerta de madera y mi pie izquierdo pisando el derecho. La
invitación me tomó desprevenida:
-
¿Vamos a desayunar?
Dudé. No encontré motivos para decirle que
no. Me pareció un gesto hermoso. Acepté y, de los nervios, la
puerta se me escapó de las manos dando un portazo seco. Estuve lista en media
hora; quince minutos estuvieron destinados a vestirme y otros quince resultaron
suficientes para arreglar el desastre universal que tenía en el pelo. Cuando
salí Nacho seguía en el pasillo. Caminé directamente
hacia la escalera. No hizo preguntas y unos pisos después lo descubrí siguiéndome por detrás.
El camino se hizo eterno. La media cuadra que teníamos que
completar se extendió en el horizonte infinitamente, parecía que el bar no
quería ser encontrado. La culpa la tenían los comentarios ocurrentes de Nacho que
hacían que me detuviera constantemente para doblarme en dos producto de la risa.
El bar estaba desolado. No reconocía a ningún cliente; el único estaba seis mesas más atrás. Era un policía rechoncho atrancándose con una canasta de medialunas. El resto fue un dejà vu. El mismo mozo cantor de la semana pasada nos trajo el menú acompañado por las primeras líneas
de “Café la humedad”. El show se repitió cuando volvió haciendo malabares con las dos tazas con café con leche y los dos tostados de jamón y
queso, mientras repetía con una voz rasposa y festiva “cara de tramposo y ojos
de atorrante, con el pelo largo y la lengua picante...”. Sonaba espantoso. Fue como
escuchar un gato sarnoso apaleado. No quisimos herirlo; se lo festejamos, aunque nos arrepentimos cuando volvió a tomarse el atrevimiento de destrozar el hit de Cacho Castaña.
Desayunamos tranquilos. Ninguno de los dos
parecía nervioso. Nacho me contó algunas curiosidades de su vida en general, y
de su profesión de músico: tiene veintinueve años. Toca la guitarra desde los
diez. Su primera banda se llamó "La balada del rey" en homenaje a Elvis Presley,
su cantante preferido. También me contó que toca en bares con su
mejor amigo, y que da clases de guitarra cuando está ajustado con el dinero. La peor parte fue cuando me tocó hablar de mí; me costó ordenar la información.
Escatimé tanto en los detalles que, al final, resulté demasiado evidente. Y Nacho fue tan
exacto que estuve a punto de escupirle la espuma en la cara:
- ¿Cómo estás con la agorafobia?
Mi actitud fue previsible: primero no
contesté, después negué la afirmación que escondía su pregunta y al final fui
sincera. Al parecer Nacho se dio cuenta de mi problema la vez que nos encontramos
en la puerta de nuestro edificio; el día que me escondí detrás de la columna
para evitarlo. No me supo explicar cómo era que lo sabía. Solamente dijo que tenía una conducta similar a la de su hermano menor, que sufrió el mismo trastorno hace algunos
años. Hablar de su hermano hizo que su sonrisa blanquecina
se ocultara tras una mueca de angustia, así que desviamos la conversación a otros tópicos.
Una hora y diez después el bar se empezó
a llenar con los primeros clientes del mediodía, la mayoría eran empleados que
buscaban un respiro en el almuerzo. Como los cuchillos se
estrellaban con los tenedores y dejaban nuestras voces en segundo plano, salimos
despavoridos. La avenida explotaba de autos pero inmediatamente encontramos paz
para nuestros oídos. A diferencia de la ida, el camino de regreso se había
vuelto demasiado corto. Quería seguir conversando con él por horas; fui tan impulsiva que me sorprendí: lo invité a tomar un café en mi casa. Consultó el reloj y se disculpó. Tenía que dar clases; era muy tarde para cancelar. Nos despedimos en el pasillo.
La felicidad duró muy poco. En el living
me encontré con una imagen absurda, que rondaba, en algún punto, la depravación. Maxi
estaba encastrándole un brazo al torso de un maniquí amarillento y
polvoriento que estaba recostado sobre el piso. Realmente no sé que fue más terrible, el
entusiasmo con que lo dijo, o como zarandeó la mano desarticulada cuando lo
dijo:
- ¿A qué no sabes de quién es?
Fue instantáneo. El mareo arrastró mi
cuerpo hasta el sillón. Me quería tapar los oídos; desentenderme de lo que
podía llegar a escuchar. Resultó imposible. Su voz se filtró igual. Maxi
consiguió el regalo "único" y "extravagante" con la ayuda
de uno de los guardias de seguridad del Museo Evita; que tras un largo trabajo de hormiga se las ingenió para contrabandear las extremidades del maniquí del diseñador más famoso del país: Paco
Jamandreu.