sábado, 8 de septiembre de 2012


Creo que ayer fue una de las noches más horribles de mi vida. Me cuesta creer que Nacho haya sido tan idiota. Todavía no sé lo que pasó. Hasta ahora, Sofía, no quiso hablar demasiado. El único que logró sonsacarle algunas palabras fue Maxi.
Estuve a las diez. A Nacho no le importó mi retraso. Tardé una hora más de lo previsto, y aunque me acicalé hasta la uña del dedo gordo del pie, la imagen final no consiguió satisfacerme. El error fue haberme obsesionado con la idea de innovar el peinado. Me había parecido una idea brillante imitar, como en internet, el look inolvidable de Audrey Hepburn en "Desayuno con diamantes". Pero cuarenta minutos de peluquería doméstica y unos tutoriales en la red, no lograron que el rodete castaño oscuro y las hebillas negras se me derritieran desde el centro de la cabeza hacia los costados, como un cucurucho de chocolate amargo con pasas al rhum. 
El encuentro fue torpe: Nacho me arrancó del pasillo con un tirón al interior de su casa, acorralándome en la puerta de entrada. Sus manos, descontroladas por un breve brote de pasión, hicieron que soltara bruscamente la bolsa de nylon que llevaba en la mano. El resultado fue desbastador. Las dos botellas de cerveza artesanal, que había robado de la bodega personal de Maxi, estallaron en el mismo momento que tocaron el suelo, y la mitad de la noche nos la pasamos estrujando, por turnos, los trapos rejillas amarillos en la bacha de la cocina. 
En cuestión de segundos, el líquido, se había avecinado como un maremoto al pequeño living-dormitorio, remojando los dos pequeños puffs negros de cuero ecológico que Nacho tenía opuestos en una mesa ratona negra forrada del mismo material. Como la ventana de su living-dormitorio está encerrada por el resto de la construcción del edificio, el aire no circulaba. El vaho a alcohol se encadenó a todos los materiales que se encontraban a nuestro alrededor. Lo mismo había pasado con nuestras pieles y nuestras ropas, éramos dos sahumerios de malta y cebada.
El portero sonó cuando ya habíamos terminado de limpiar, y Nacho bajó a buscar el pedido al segundo timbrazo.
En su breve ausencia noté que la decoración del departamento se basaba únicamente en las guitarras. Tiene siete guitarras distintas colgadas en la pared. Dos son eléctricas y las cuatro restantes, a simple vista, parecían iguales; salvo por los colores. 
Mi cena terminó en la segunda porción de pizza, y Nacho abandonó el triángulo que había empezado, cuando me vio sentarme en el sillón-cama, color verde botella. El sillón era lamentable. El rechazo inicial fue mutuo. Los resortes metálicos sobresalían por encima del colchón, rasposos e inflados incrustándose en mi cola. El roce me hacía dar pequeños respingos de dolor.
Nacho apiló las servilletas en la caja de cartón y llevó la gaseosa a la cocina. Volvió al living-dormitorio en un parpadeo, con una risa juguetona que, hasta ese entonces, no había conocido. Me invitó a ponerme más cómoda,  y estiró el sillón-cama, atléticamente, a lo largo de la diminuta habitación. El colchón era tan chato como un disco de vinilo.  
Con la mirada fija en mí, Nacho, se desató los cordones, y logró descalzarse un borcego con la ayuda del otro. Sin consultas ni planes, inclinó mi cuerpo hacía atrás, y se entretuvo limpiándome los mechones de pelo de la cara. Me besó. Se lo devolví. Me volvió a besar. Y de repente, no quise que lo volviera hacer. Estaba incómoda. Me sentía recostada sobre la cama de un faquir. Con cada mínimo movimiento, el sillón-cama, maullaba dolorido. Por otra parte, él emanaba una ráfaga a ebrio que espantaba.
Como en una película de terror, el grito, llegó de lejos para estacionarse en la puerta de Nacho. Fue tan desaforado que me heló:
 - ¡¡El señor que castiga a los pecadores!!
Seguido pude advertir un llanto familiar. Y otra vez el grito de la mujer:
 - ¡¡El señor que castiga a los pecadores!!
El llanto dejó de ser familiar, era personal. Venía más allá del pasillo; venía de la derecha. De la casa de Sofía. Me recliné apoyando los codos sobre la cama para escuchar mejor:
 - ¡¡Como a vos!!
Nacho oía atento. Pero a la vez, seguía igual de cargoso, acariciándome el pelo que me bordeaba las orejas. 
El llanto de Sofía me parecía cada vez más cercano. Dudé.  Y después de darme cuenta que no podía estar imaginándolo, me levanté alborotada del sillón-cama. Pero enseguida volví a caer, empujada por el tirón de Nacho. Me giró la cara hacia él y me volvió a besar. Hasta que la misma voz desencajada repitió:
 -¡¡Pecadora!!
La puerta de los Locos Vargas se cerró. La distinguí enseguida. También pude reconocer los pasitos que se arrastraban por el pasillo. Conocía ese  roce: provenían de las chancletas rosas de Sofía. Volví a tomar impulso y Nacho consiguió retenerme. Intenté soltarme, pero mantuvo su mano firme apoyada en mi hombro. Lo miré furiosa:
 -¿Qué haces, nene?
Del otro lado escuchaba que Sofía estaba derribando mi puerta a golpes. Nacho se rió. Me miraba con gracia. Hasta que no habló, no estuve segura de abandonarlo:
 - Bueno, no te pongas así. Es la pendeja que llora los sábados.
Eso bastaba. Me quería ir. Me levanté con tanta bronca que Nacho se balanceó hacia atrás con las manos en el aire. Dio un suspiro largo:
 - Dale, Fer, ¿te vas a ir por esto?
Y fue lo último que dijo antes de que cerrara la puerta. 
Todo había sido real. Sofía estaba sentada con la espalda vencida sobre mi puerta. Desde mi lado del pasillo, por debajo de la puerta de los Vargas, se podía llegar a ver una sombra intermitente pasearse de un lado a otro. 
Cuando Maxi llegó del trabajo, Sofía, nos contó que la de los gritos había sido su mamá. Durmió la mayor parte del sábado.