viernes, 3 de agosto de 2012


Si pude llegar a la parte áspera, fue por la pequeña ayuda de mi amigo. Maxi volvió del infierno clínico para torturarme. No vi la hora, pero sabía que era demasiado temprano. Me zamarreó y me destapó criminalmente. Estaba con los ojos enrojecidos y  venosos, lo que me hizo recordar que se había despertado a las 7:00 am para viajar hasta el hospital Argerich. El martes, el día de la entrevista, la chica de recursos humanos además de facilitarle discretamente el número de teléfono para una cita futura, le exigió la libreta sanitaria para poder iniciar el entrenamiento. Me arrastró de la cama a la fuerza, y repitió el proceso de ayer. Yo sabía que quería ayudarme, pero también presentía que necesitaba una compañía que le diese ánimo para esquivar lo que se le estaba aproximando. Como recompensa me preparó un tostado de jamón y queso, rebalsado con manteca y mayonesa, y un café con leche. 
Ayer, habíamos acordado que íbamos a salir temprano para evitar la muchedumbre; no tenía intenciones de dar un espectáculo público a la gorra. Esperamos que la lluvia cesara. Él leía desparramado en el sillón, mientras yo completaba, robóticamente, el trabajo del día. Aunque Maxi chequeaba constantemente el pronóstico en la televisión, sabíamos que no iba a parar. No hacía falta ser un meteorólogo experto, para darse cuenta de que el cielo se estaba cayendo a pedazos. Me acordé de que a las 15:00 hs venía Olga para traerme las bolsas con los tuppers de mi mamá, y también para sacar a pasear a Capitán. Recordé que a las 16:00 hs tenía que estar en lo de Clara con el ejercicio completo. Sin pensarlo dos veces, apagué el monitor y me cambié en la habitación. Salí con el paraguas apuntando quijotescamente en dirección al pasillo y le dije:
 - Vamos.
Cuando salimos tuve la misma sensación de siempre: que la avenida San Juan no es precisamente una avenida muy feliz, y menos con lluvia. Debe ser una de las calles con los registros de suicidios más altos de toda la Capital. Diez minutos después, estábamos ubicados en las sillas balnearias del bar Harmony. Nuestras caras estaban embadurnadas por una capa gruesa de grasa, y nuestra mesa estaba cubierta con un rocío pegajoso. Instintivamente, Maxi, se encargó de la parte práctica: llamó al mozo con un gesto de urgencia, le pidió dos cortados en jarrito, lo pagó por adelantado y también, le repitió tres veces que estábamos apurados. Habían pasado otros seis minutos. Tenía la espalda en el aire y los pies enterrados en las baldosas. Cronometré otros dos minutos, y al minuto siguiente llegaron los cortados. Maxi me sonreía. Para distraerme me recordó una historia vieja que, aunque ya la sabía de memoria, hizo que olvidara por completo que estaba apoyada en un mesita mojada en uno de los  días más espantosos del año, controlándome para que mi cuerpo (incluyendo mi culo empapado) no se empezara a acalambrar:
 - Cuando te conocí eras una ratita flacucha y arisca vestida de negro...
En ese entonces, él era un poco más grande; tenía 21 años y una panza cervecera pretenciosa. Había dejado la carrera de letras para intentar suerte con el cine. Yo, en ese entonces, tenía 18 años. Llegó el segundo cuatrimestre y dejó la cursada. Más adelante volvió a la UBA y completó hasta el segundo año de la carrera de bibliotecario. Habíamos comenzado a salir antes de que dejara la facultad de cine. Él, por ese entonces, ya conocía a Laura, mi amiga de toda la vida. En dos meses nos dimos cuenta que nos dábamos asco. Que no nos soportábamos. Y que conectábamos mejor con ropa. Hacía el final del segundo cuatrimestre empecé a salir con Martín, y aunque Maxi y yo no hicimos grandes esfuerzos, él contribuyó a que enterráramos definitivamente nuestra breve relación.
Estuvimos cuarenta minutos en el bar. Un récord que no esperaba. Hasta que los vimos. Si decidí huir no fue por la falta de aire o por una contracción interna; fue porque Olga se paseaba desvergonzadamente en la cuadra de enfrente, abrazada a los michelines de Florindo.