domingo, 23 de septiembre de 2012


Aprovechando el fin de semana largo  los tres mosquitos pudimos organizar nuestra primera salida fuera de casa y hoy a la noche nos juntamos a festejar el día de la primavera en nuestro bar.
Laura nos avisó por mensaje que iba a demorarse porque no estaba satisfecha con la ondulación de sus rulos castaños, motivo por el cual llegó unos treinta minutos tarde.
Maxi y yo nos despegamos mutuamente del sillón alrededor de las 21:30 hs cuando la indecisa Laura tocó el timbre.
Caminamos media cuadra desolada. Ya en la esquina, elegimos mi olvidada pero queridísima mesita azul de afuera y nos dejamos caer en las sillas de acero inoxidable de Harmony. Pedimos una picada para cuatro personas que devoramos en cuestión de segundos, como si los que comiéramos, fuéramos seis jugadores de rugby extraviados en el desierto. Seguido destapamos sin respiro, una tras otra, cinco cervezas de litro y medio a punto iceberg que, además de refrescarnos nos dejó a cada uno con los ojos invisiblemente achinados y una sonrisa idiota permanente que duró hasta que nos despedimos.
Cada comentario y cada chiste fueron razones suficientes para estrellar con alegría los chops burbujeantes y transpirados. Los chicos me atosigaron con un sinfín de preguntas; estaban contentísimos de que mañana fuera a conocer mi nuevo espacio de trabajo en la productora de Joaquín.
Les conté lo mal que me sentía por el destino de mi ex empresa y de todas las personas que trabajan allí, pero mis amigos inmediatamente me hicieron sonreír: Laura hizo una representación bastante acertada del disgusto que la víbora de Rebeca se iba a llevar cuando un secretario (intrepretado por Maxi), le hiciera entrega del telegrama de renuncia que envíe el sábado por la mañana.
Pensé que no se iban a acordar. Pero no. Me preguntaron por Nicolás y no pude desenredarme de las risotadas más vergonzosas de mi vida. Laura y Maxi terminaron tomándose el estómago, doblados en dos, imaginando lo estúpida que debí haber parecido sentada en aquel banco de plaza, apuntándoles a las palomas con una manzana caramelizada.
Repasando la velada, todos teníamos motivos para festejar... Incluido Máximo: en el momento en que Laura nos explicaba emocionadísima las pequeñas curiosidades sobre su carrera y lo impaciente que estaba por comenzar el año lectivo, Maxi, la opacó con una primicia que nos dejó con los chops flotando en el aire. Su noticia inesperada, no hizo más que reafirmar los motivos de los festejos: con el dinero de la venta de la imprenta de su papá tiene planeado abrir su propia librería. Pero no cualquier local corriente de venta de libros: una librería personalizada y cálida, con mesas y café.
Asombrosamente ideó todo en una semana. Su estrategia es fusionarse con su compañero del trabajo, Federico, que ya hace tiempo tiene intenciones de independizarse montando su propio negocio. Parece que este Federico tiene experiencia de sobra en administrar locales de gastronomía y cafetería. Pero lo más importante de todo es que Maxi no estaría solo frente a la inversión, porque su compañero casualmente cuenta con un capital que viene ahorrando con sudores, desde hace un tiempo, esperando la ocasión correcta de invertirlo; con mi amigo la encontró. 
Cada uno se va a ocupar de su rubro. Federico se va a encargar de la administración del bar y Maxi va estar al mando de la principal fuente de ingreso: los libros. Igual, los dos convinieron que las ganancias resultantes iban a estar divididas a la mitad, en un  cincuenta y cincuenta.
Para ser sincera, la sonrisa se me desdibujó enseguida apenas terminó de hablar. Porque mi compañero de cuarto está considerando la idea de volver a mudarse dentro dos meses. Si bien es algo a futuro, no esperaba que lo mencionara hoy, ni que tampoco fuera a suceder tan pronto.
Como buena amiga, lo felicité y le di mi total apoyo, pero a decir verdad, a partir de que mencionó la palabra “mudanza” comencé a extrañarlo, como si ya no viviera más conmigo.
Nos levantamos cuando las luces anaranjadas de la barra se apagaron. El mozo que esperaba adormecido, tras la puerta de vidrio, que alguno de los tres levantara la mano para pedir la cuenta, reapareció frente a nuestra mesa en un pestañeo.
Pagamos entre todos, y los acompañé hasta el auto. Los dos viajaban juntos, porque, Laura, se había ofrecido a alcanzarlo hasta la casa de Mandy. Nos saludamos y aseguramos que el próximo fin de semana nos íbamos a volver a juntar sin falta.
No arrancaron hasta que me vieron entrar. Los saludé desde el hall y llamé al ascensor.
Noté que el edificio estaba en total silencio. En mi piso, el departamento de Los Vargas y el departamento del “Sin Cara” estaban a oscuras.
Al único ser viviente que encontré despierto fue a Capitán, que mordisqueaba nerviosamente al “Coco Chillón”, desparramado sobre el felpudo bordó.

Mientras elijo las últimas oraciones con las que finalizar esta última nota para el doctor, mi perro, todavía está enredado entre mis piernas, empecinado en convertir en papel picado a su más preciado juguete.
Aunque René no sepa que tomé su sabio consejo y me animé a escribir aquello que me obligaba a callar, le estoy eternamente agradecida. El que fue mi terapeuta, hace ya unos cuantos años, siempre decía que las palabras escondían una medicina secreta poco valorada. Después de escribir durante todos estos días no puedo verlo de otra manera. No tengo ninguna duda de que la escritura fue una gran herramienta que me sirvió, en las mañanas, las tardes y las noches, para batallar incansablemente contra la agorafobia. 
Y ahora que la fobia duerme profundamente, me despido de ella y me alejo con pasitos de nube...