martes, 14 de agosto de 2012

Terminamos con los vasos descartables en el piso, y las sábanas manchadas con capuchino y canela. Creo que la última vez que tuve una tarde tan fascinante fue en 1994 con la última transmisión de Jugate Conmigo. 
Lo más acertado es decir que recorrí todos los estados. A la mañana había decidido que no iba a ir a encontrarme con él. Al mediodía cambié de opinión. Y cuando llegó la hora señalada, me preparé la cucha para llorar en paz. Mi lamento debe haber traspasado los límites de los barrios de Boedo y San Cristóbal, porque antes de las 17 hs, Juan, me llamó dos veces, y por cobarde no le contesté. La tercera vez que el teléfono repiqueteó me di cuenta de que esta secuencia podía extenderse ilimitadamente sino tomaba una postura. No tenía otra alternativa; tenía que atender. Y lo hice. Me dio muchísima ternura escucharlo. La imagen segura y fuerte que tenía de él se derrumbó; a Juan también se lo notaba en medio de una contradicción gigante. Titubeaba. Con una calma insistente me preguntó cuánto iba a tardar. Arrepentida, le dije que me había confundido el horario, y que lo mejor era que lo dejáramos para otra ocasión. Error. Juan se ofreció a pasar por mi casa. Me asusté. En mi idioma confiar una dirección significa muchas cosas; en otras palabras era cederle un dato privado, y que en algún futuro, si me arrepentía, ya no iba a poder esquivarlo tan fácilmente. No se me ocurrió qué decir y acepté. Tuve cinco minutos para cambiarme y perfumarme. Conseguí sin esfuerzos la imagen que quería reflejar. Estaba sobria pero sensual, es decir, desesperada, pero en silencio. Tocó el portero y lo invité a pasar. Aproveché su viaje y revoleé al "Coco", la "Coca Chillona" y a Capitán al balcón. Un minuto después, llegó cargando dos vasitos térmicos con capuchinos, encastrados en un cartón de viaje. Recorrió el pasillo y la cocina. Me pidió un plato para servir las dos porciones de tarta de manzana y de cheese cake que traía en la bolsa de papel madera. Lo invité a hacer un recorrido completo por la casa, paseando los cafés a medio terminar. La tensión se desplegó por el aire. Y para mí, cada paso significaba un calambre en la panza. Los dos sabíamos que los últimos ambientes que quedaban eran las habitaciones. Le mostré la de Maxi, y traté de tironearlo de nuevo hasta el living. Pero me lo impidió. Mientras le indicaba el camino, me detuvo con un beso telenovelero que luego acompañó con unos pasos imperceptibles. Tanto que, cuando volví a abrir los ojos, estábamos en mi habitación. Tiró su café, y me hizo tirar el mío. Cayeron al suelo salpicando todo lo que había alrededor. Eso me di cuenta después, porque en ese momento no importó nada más.